Nocturnidades recurrentes
Me desperté con una extraña sensación de que algo
horrible iba a suceder. Encendí la
lámpara de la mesita. Las agujas del reloj estaban a punto de reunirse en las
doce. Salí de mi cama caliente al frescor del dormitorio. Los rescoldos de la
chimenea apenas podían con el frío invernal que exudaban las paredes de piedra.
Me arrebujé en la colcha, metí los pies en las heladas zapatillas y me acerqué
a la ventana… El pueblo, cubierto
por la espesa niebla y el humo de hogares, dormía con un profundo e invernal
sueño. Ni los perros ladraban. Sin un ser vivo en las calles, los canes se refugiaban
en sus casetas. Hacía demasiado frío para cumplir con su cometido. La luna, oculta
detrás de las nubes, intentaba zafarse de su prisión. La farola
cerca de mi casa iluminaba a los delicados copos de la nieve que jugaban a
perseguirse, creando pequeños remolinos blancos. Era la noche típica de un
invierno cualquiera. Ya me iba de
vuelta al acogedor capullo de mi cama cuando vi a un hombre surgir de la
niebla. Iba encorvado, con pasos lentos y hundiéndose en la nieve. ¿Pero qué
hacía ahí, fuera, a estas horas y precisamente en esta noche? No podría ser un
vecino del pueblo, ya que todos estábamos seguros en nuestras casas y jamás nos atreveríamos a salir. Tendría que ser un forastero. Pobre ignorante. Estuve a punto de
llamarlo, pero ha vuelto a desaparecer en la niebla. Como un fantasma. Eso es.
No había nadie fuera y era la imaginación de mi cerebro medio dormido. Continué con
mi retirada cuando un grito desgarrador me dejó clavado en el sitio… Otro más…
Y un fuerte aullido. Una detrás de
otra, las oscuras ventanas de mi calle se iluminaron con las tímidas luces.
Algunas se abrieron. Unas cuantas cabezas se asomaron hacia la oscuridad. Yo,
también… Nadie decía nada… Vi a santiguarse a doña Manuela desde su pequeña
ventana. El cartero, don Francisco, secundó su gesto y cerró la suya. Parecía que
todos estábamos esperando al final del desenlace. Los gritos se repitieron una
y otra vez… Y gruñidos, mezclados con los ruidos de lucha a vida o muerte,
entre la espesa niebla. Con otro aullido vino el silencio. El viento
disipó las nubes y la brillante luna llena se hizo presente. La niebla se
replegó cual cortina de un escenario y pudimos ver el horripilante espectáculo
de la inmaculada nieve teñida de un rojo intenso como la sangre. De hecho, era
la sangre. Esparcida por la calle principal de nuestro pueblo. Y algún que
otro bulto oscuro. Es todo lo que había quedado del pobre forastero que se
atrevió a salir en esta diabólica noche. Las cabezas de los vecinos desaparecieron,
las ventanas se cerraron… Seguro que con los pestillos extra. Nunca se sabe…
Igual se ha quedado con hambre. Y, por la mañana, la mayoría iremos a otro
pueblo a por el pan fresco. El panadero tardará un par de días en volver en sí.
Y, pobre de él, cuando su mujer le cuente lo de esta noche. Pero no es culpa de él. Haberlo cerrado mucho mejor en el sótano. Les dije que mi presupuesto de
la puerta blindada era muy razonable. Ahora, lo pagarán con más ganas. Ya
miraré si les pongo un plus de seguridad. Me voy a la
cama. Mañana será un día muuuuy largo…