22 de noviembre de 2023

Los novios errantes

 

   Mientras en muchos países los niños disfrazados recorren las calles en busca de caramelos y diversión, en la pequeña ciudad de Río Blanco no se ve ni un alma. No hay festejos, no hay risas, no hay disfraces. Con los últimos rayos de sol, toda la población queda encerrada en sus casas. Ni los perros rondan por las desiertas calles.

   ¿Cuál es la razón de este miedo? Te lo voy a contar, querido lector.

   En 1875 la ciudad de Río Blanco rebozaba de vida y prosperidad. Los tratantes de ganado se reunían en grandes ferias. Los vendedores de todo tipo de cosas y remedios pululaban entre los puestos. El dinero y oro corría de unas manos a otras y alcohol, para animar aquello, no podía faltar. Los jornaleros y vaqueros montaban las broncas y se mataban entre ellos. Las matronas y jóvenes casaderas iban de compras o a la misa. Las mujeres alegres paseaban los cancanes de sus escotados vestidos por las polvorientas calles, en busca de clientes. La vida típica de una población del Nuevo Mundo.

   Pues esta ciudad también tenía a un alcalde. Un hombre cincuentón, corpulento, con ropa de calidad, reloj de oro en su cadena y lustrosas botas. No era guapo, ni mucho menos. Los pequeños ojos de pez bajo unas hirsutas cejas miraban al mundo con desprecio. Su nariz rota contaba que no era ajeno a una buena pelea. El sombrero de ala ancha cubría su enorme cabeza. Don Pedro, así se llamaba, era un hombre de negocios y el dueño de más de la mitad de la ciudad y de las tierras alrededor. Hacía y deshacía a su antojo. Casi todos le debían el dinero o algún favor. Él era la Orden y la Ley. El mismísimo alguacil estaba a su servicio.

   Don Ernesto Valle, era el panadero local. Una noche, no se sabe por qué, su negocio se quemó. La “generosidad” del alcalde le permitió no quedar en la calle con su familia y con un préstamo pudo abrir la nueva panadería. Hace diez años de aquello. De hecho, la mujer de Ernesto, Mercedes, le decía que jamás estarían libres de don Pedro, ya que la deuda apenas menguaba. 

   Marina, la hija del panadero, era una preciosa muchacha de diecinueve años. La harina se transformaba en sus delicadas manos en esponjosos buñuelos, crujientes galletas, ricas empanadas y todo tipo de pasteles. Por esto la panadería tenía mucha fama en los alrededores. Así es como se conocieron ella y el guapo Roberto que vino acompañando a su madre. El muchacho se quedó prendado de Marina y empezó a pasar cada día con cualquier excusa. Los amigos ya le tomaban el pelo diciendo que se iba a poner como un tonel si seguía comiendo tanta dulcería. Y a Marina le encantaba.  Guardaba para su Roberto los trozos más ricos y hasta le hacía pastelitos. Así nuestros tortolitos se enamoraban más y más, hasta que un día fueron juntos a las fiestas del pueblo.

   La muchacha se puso su mejor vestido y estaba especialmente guapa: el amor que sentía le iluminaba la cara y sus ojos de color de espliego brillaban como nunca. Bailó con Roberto, abrazada a él, delante de todos. A sus padres le parecía un buen partido. Y a la viuda, la madre del muchacho, también. Sonaban las campanas de boda… Ahí es cuando don Pedro se fijó en ella. Y la quiso para él.

   La mañana siguiente mandó a llamar al panadero.

   —Don Pedro, buenos días.

   —Ay, don Ernesto. ¡Cuánto tiempo! Pase, pase, siéntese. ¿Café, té, ron? Tengo uno muy bueno que me enviaron desde Cuba. Sí, para lo que tenemos que hablar, el ron es lo mejor—.  Después de servir dos copas con el chinchín incluido, el alcalde fue directamente al grano: —Sabe, don Ernesto, que soy viudo y mi hijo está más tonto que Abundio. Quiero casarme y tener un heredero como Dios manda. Y claro, la chica tiene que ser joven y de buena sangre. El dinero no me importa. Ya tengo más que suficiente. Ayer he visto a tu hija. Una moza muy guapa. Digna de llevar los vestidos de París y joyas caras. Quiero tenerla como esposa y la madre de mis hijos. No, no, no… Todavía no diga nada. Sé que tenemos asuntos pendientes y los quiero resolver. No voy a cobrar los intereses ni el préstamo a mis consuegros. Su familia no me debe nada. Aquí está el documento para firmar. —El panadero, con la cara del mismo color que papel, se puso a temblar—. Pues brindemos y demos la mano.

   —Pe…, pe…, pero, don Pedro. Me…, me halaga mucho. Pero mi hija ya tiene novio. Parece que ella está enamorada de un chico, Roberto se llama.

   —Sí, la vi bailar con un muerto de hambre.

   —Es un buen muchacho y muy trabajador. Y se quieren.

   —¿Te niegas ser mi familia? ¿Te niegas la felicidad de tu hija? ¡¡Serás desagradecido!! ¿Sabes que puedo quedarme con tu panadería y con tu hija igual? ¿Sabes que puedo echar a la calle a ti, a tu mujer y a los mocosos que tenéis y, aun así, quedarme con tu hija? Fuera de mi vista, desgraciado. Te doy tiempo hasta la noche. Ven aquí con tu mujer. Hablaremos sobre los preparativos de boda.

   Nada más salir don Ernesto, el alcalde llamó al alguacil y le ordenó que vigilen la panadería y a su futura esposa.

   La proposición de don Pedro ha caído como el jarro de agua fría en el hogar de los Valle. La amenaza de dejar a toda la familia sin nada y el casamiento forzoso de la hija mayor llenó la casa de gritos, lloros y tristeza. Marina rogaba a Dios que todo fuera un sueño. Amaba a Roberto con todo el alma y deseaba casarse con él y no con un viejo maligno. Se sentía rota por dentro. Pero sus padres y hermanos dependían de ella. No podía dejar que se queden en la calle. El hermanito más pequeño solo tenía tres años. Mamá lloraba sin parar. Su padre, con los hombros hundidos, se veía superado por los hechos. Juan, su hermano, dijo que iba a matar al alcalde. Marina era una estatua entre aquel caos de sentimientos. Por más que le duela, debía aceptar la proposición. Ella no importaba. ¡Por Dios! Roberto. Tenía que hablar con él y explicarle que no podrán estar juntos nunca más.

   —Papá, mamá, acepto. No os preocupéis por mí. Estaré bien. —Les abrazó fuertemente, ahogándose en sus propias lágrimas—. Papá, lee bien el documento antes de firmarlo. Soy feliz ya que la deuda estará soldada.

   Cuando sus padres se fueron a la mansión de don Pedro, Marina se escabulló por la puerta del patio para contar las nuevas a Roberto. No le iba a gustar. Pero poco podían hacer al respecto. La siguieron tres sombras.

   —¡¡No!! ¡No lo acepto! ¿Por qué me dices esto, Marina? Te amo. Eres mi vida. Ayer aceptaste casarte conmigo. ¿Por qué este cambio?… No lo entiendo. ¿Acaso hice algo malo? ¿Ya no me quieres? Dímelo en la cara, Marina. ¡Mírame a los ojos y dime que ya no me quieres!

   —No te quiero, Roberto. Voy a casarme con el alcalde. Es un hombre de verdad y me dará una buena vida. Tú eres bueno, pero sin un centavo. Adiós, Roberto. Y procura no pasar ni por mi casa ni por la dulcería. No me agrada verte. —Después de decir estas horribles palabras al amor de su vida y dirigirle la mirada llena de altanería y desprecio, Marina obligó a mover sus pies para salir del granero, testigo mudo de sus encuentros en los últimos cinco meses. La siguió una sombra.

   Al llegar a casa, la muchacha tropezó de bruces con don Pedro que estaba fumando en la veranda. Con la mirada lasciva la repasó de arriba abajo y escupió el puro.

   —Si piensas que voy a aguantar tus líos y la falta de respeto, estás equivocada, querida. Si quieres que este muerto de hambre viva, olvídate de él. —La agarró y la besó con fuerza. Marina lo mordió y él la abofeteó—. Cuidado, pequeña zorra. No voy a permitir que me desafíes. Solo con una orden, dejo a toda tu familia sin nada. Grábatelo en esa bonita cabeza. La boda será de hoy en tres días.

   Como en un sueño, Marina se dejó llevar por los preparativos de las nupcias. Le preguntaban algo, ella asentía con la cabeza; bebía cuando le daban de beber; comía alguna cosa. Iba de un lado a otro. Probaba vestidos, joyas. No veía a su padre. Tampoco a mamá. Se suponía que la madre de la novia estaría presente en todo momento, pero a la doña Mercedes estaba prohibida la entrada en la mansión del alcalde. Cada vez que cerraba los ojos, Marina veía a Roberto que la miraba con la incredulidad y el tremendo dolor de un corazón roto. La muchacha repugnaba a sí misma.

   Llegó el día. En la engalanada y llena de flores iglesia no cabía ni un alfiler. Todo el pueblo estaba celebrando la boda del alcalde y su joven novia. Don Ernesto entregó a su hija con lágrimas en los ojos.

   —Perdóname, hijita.

   —Te quiero, papá. Estaré bien.

   Cuando don Pedro le puso el anillo de oro, ella sintió las esposas y las cadenas en sus manos. «Ya nada será igual…  Nunca seré libre…  Pobre Roberto… ¿Dónde estás, mi amor?»

   En pleno apogeo del banquete, el alcalde se levantó:

   —Queridos parroquianos, les agradezco su presencia en mi boda. Soy feliz por tener una bella esposa y para demostrar mi amor por ella le hago un regalo especial. Está fuera, en la plaza. Salid todos. Ven, Marina. Seguro que te quedarás sin palabras—. La agarro fuerte por el brazo y la sacó de la mesa.

   Fuera anochecía. Todavía los últimos reflejos de sol iluminaban la ciudad. Una suave brisa otoñal jugaba con las hojas coloridas de los árboles. Los invitados y la gente del pueblo se apartaban para dejar pasar a la pareja de recién casados. Un silencio forzado y las miradas furtivas decían que algo raro, algo malo, estaba sucediendo. Marina sintió un escalofrío. 

    Cuando el muro humano se acabó y llegaron el centro de la plaza, vieron cuerpo de un hombre tirado entre barro y excrementos de caballos. Parecía estar muerto. Marina no entendía nada. ¿Un regalo especial? Se acercó un poco más al pobre infeliz. Su cara, llena de golpes, estaba irreconocible. Apenas respiraba. ¡¡¡Dios!!! Era Roberto. Su amado y añorado Roberto. Se tiró para auxiliarlo. Lo cogió en sus brazos y gritó. Gritó con tanta fuerza que los presentes han sentido su dolor.

   —¿¿¡Por qué!?? ¡¡Roberto, mi amor!! ¿Qué te han hecho estos desgraciados? ¡Que alguien me ayude! ¡Doctor Pérez, por favor, ayúdeme! ¿Por qué se va? —Marina se giró hacia el alcalde—. Fuiste tú, desgraciado. No te era suficiente conmigo y tuviste que mandar que lo maten.  Maldito…

   Don Pedro gozaba con aquella escena. Nada le complacía más que ver a la gente destruida, arrodillada y sucumbida a su poder.

   La muchacha abrazaba a su amante y lo mecía como a un bebé. Pedía ayuda. Suplicaba. La madre de Roberto intentó pegar al demonio que hizo aquello con su único hijo. Un golpe fuerte con la culata de pistola, la dejo tirada al lado del moribundo. Decenas de vecinos solo observaban. Callados.

   El río de lágrimas de Marina lavó la cara del muchacho. Por un momento él abrió los ojos y la reconoció. Con una sonrisa en su boca rota se dejó ir…

   —¡¡¡Noooo!!!… ¡¡¡Noooo!!!… ¡¡¡No me dejes!!!… ¡Llévame contigo, mi amor! —Sus gemidos llenos de dolor retumbaron en los corazones cobardes de los presentes.

   El alcalde, cansado de tanto alboroto, agarró a su joven esposa. Ya era suficiente de tanto espectáculo. Marina se revolvió y le escupió la cara y le clavó las uñas. El hombre no lo esperaba y la soltó. Ella recogió su vestido y echo a correr hasta la iglesia. Sabía dónde estaba la escalera del campanario. La subió volando. Oía que la seguían, pero no le importó.

   Cuando llego arriba de la torre, vio a sus padres que lloraban y gritaban desconsolados, y a decenas de ojos mirando arriba. Los cuerpos de Roberto y de su madre seguían ahí. Y antes de arrojarse al vacío gritó una maldición:

   —¡Malditos seáis todos vosotros y vuestra sangre! ¡Jamás saldréis de aquí, ni vuestros hijos, ni vuestros nietos! Todos seréis los invitados eternos en nuestra boda.

   Al año siguiente, treinta y uno de octubre, cuando el último rayo de sol se había apagado, en la plaza de Río Blanco, apareció una pareja de novios. Eran Marina y Roberto. Ella, bella y con su blanco vestido manchado de sangre. Y él, con la cara destrozada y ropa hecha jirones. Caminaban, cogidos de la mano y a cada persona que encontraban por la calle, la invitaba a su boda. Los vecinos huían despavoridos y al día siguiente no despertaban. Y así, año tras año, habitantes de Río Blanco y viajeros, engrosaban las filas de los invitados. En diez otoños, ya era una multitud de los no vivos que inundaba las calles, bailando y festejando las nupcias eternas de la hija del panadero y del hijo de la viuda.

   La gente aterrorizada intentaba huir de la ciudad. Pero llegaba solo hasta la última finca. Es como si una fuerza invisible les estropeaba las carretas, rompía las piernas o volvía locos a los caballos; dejaba los coches muertos y ocasionaba un tremendo malestar en las personas. El visitante que se quedaba en Río Blanco más de tres días no volvía a salir.

   Ni brujos, ni exorcistas, ni especialistas en lo paranormal, ni científicos podían dar una explicación razonable a aquello. Intentaron poner la sal en las tumbas de los desdichados novios; hacer misas en su memoria.  Nada de nada. La fuerza de aquella maldición había sido tan fuerte como el amor más puro.

 

   Ahora, querido lector, te tengo que dejar. Mira la hora qué es y todavía me faltan ventanas por cerrar y puertas por trancar. No tengo ninguna gana de bailar eternamente en la boda de los novios errantes.





                                                                                                     22/11/2023, Gijón

2 de noviembre de 2023

La Guardiana del desierto

  

    La guardiana del desierto





Hoy le toca estar de guardia.
   Desde que lo destinaron al cuartel, uno de tantos, repartidos por la interminable frontera sur de la Unión Soviética, era su primera vez. Los compañeros le tomaban el pelo con los fantasmas del desierto y las docenas de bichos que podían matarle antes que un basmach. Avisos de no acostarse en el suelo raso, cerrar bien la tienda de campaña, mirar dentro de las botas… en forma de carteles, intentaban salvar la vida a los jóvenes soldados, venidos desde toda la URSS.
   Mikolay era un chaval del Norte de Ucrania, donde los campos dorados de trigo y los prados de un verde intenso se entremezclaban con los lagos y ríos. Al cumplir los dieciocho le ha tocado el servicio militar obligatorio.  Aquello le gustaba. Era una oportunidad de conocer las tierras lejanas y probarse a sí mismo como un hombre. Descontando las novatadas y la poca variedad de comida, él estaba contento. Y hoy, por fin, estaría en el desierto, protegiendo la frontera, en compañía de su AK-47, la radio, los prismáticos y dos bengalas que tenía que disparar si detectara algún movimiento sospechoso desde el lado enemigo, Afganistán. La frontera era una franja de tierra de unos veinte metros de ancho con el perfecto dibujo rayado. Si alguien la cruzara, enseguida se vería el rastro. Bajo su vigilancia estaban dos kilómetros de aquella interminable cinta.
   El sol, colgado sobre la cabeza de Mikolay, le hacía sudar a mares y cada poco tenía que secar los ojos para poder usar los prismáticos. Faltaban un par de horas para la bendecida sombra del risco que se elevaba a su lado derecho. Hasta entonces, tenía que aguantarse, bajo las capas de camuflaje.
   Por fin, el último rayo matador se escondió y Mikolay pudo respirar un halo del aire fresco. Cuando pisó por vez primera el desierto, su aroma especiado lo mareó. El chico del Norte quedó sobrecogido por su inmensidad e intenso calor. Aquí no había lugar para la debilidad y falsos pasos. El desierto podía matarte, enterrarte o, simplemente, dejarte ciego.
   Un ruido suave, de algo que se arrastra, le hizo estremecer. Giro la cabeza. Justo a su derecha, en una piedra plana, vio a una enorme cobra Real, enroscada en infinitos círculos. Su cabeza decorada con dos marcas doradas se apoyaba en su cuerpo. Y sus ojos de amarillo, más intenso que nunca haya visto, estaban fijos en él. El reptil encontró la sombra.
   El soldado quedó muy, pero que muy quieto, apenas sin respirar. Sabía que en unos segundos estaría muerto. Cerró los ojos. Muy fuerte. Todas las oraciones conocidas inundaron su cabeza. Ahora sabía lo que se siente antes de morir. «Por Dios, no he pedido que Masha se case conmigo. Y mi mamá, no lo soportará. Y mi padre. Soy hijo único. Dios, ayúdame».
   Segundos pasaban y la muerte no venía.
   Abrió los ojos. La serpiente ya no estaba ahí y en su lugar había un conejo muerto.
   Esperó un poco más. Ya estaba casi de noche cuando decidió a acercarse a la presa. El animalito todavía estaba templado. No tenía huella de mordedura. Su cabeza colgaba del cuello roto.
   Mikolay no lo podía creer. Era del todo imposible que la serpiente más venenosa de aquellos parajes y que solía matar a todo el ser viviente, no lo atacara. Y lo más insólito, que le haya dejado un presente.
   Muchacho decidió no contárselo a nadie. No quería que lo tomaran por un loco. Todo ha sido un sueño raro. Y lo del conejo. Bah. Dirá que lo ha cazado él mismo. Seguro que en la cocina le darán las gracias.
   A la siguiente guardia, él ya estaba preparado para el encuentro. Escribió cartas a sus padres y a aquella muchacha de ojos verdes, a la que amaba con locura y no se atrevía a pedir que se case con él. Por timidez. Por bobo. Ya ni sabía la razón.
   Al hacer la ronda, se fijó que las perfectas líneas de la frontera estaban marcadas con huellas de algún tipo de antílope. Y a unos cien metros vio una manada que saltaba hacia el territorio afgano. Avisó por la radio y apuntó la hora y el lugar del incidente.
   Cuando el sol tocó el risco y la pequeña sombra se proyectó sobre “la piedra de la serpiente”, él dejó un cuenco con leche que sacó a escondidas de la cocina. Hay que ser agradecido.
   Rodeado de sombras, esperó por su visitante peligrosa.
   La cobra apareció como un fantasma. Bebió la leche y de nuevo se enroscó sin quitar sus ojos de Mikolay.   
   El soldado volvió a rezar y esta vez, se santiguó con un gesto lento, por si estos eran sus últimos minutos en el mundo. Nada pasó.
   Al entrar la noche, la cobra desapareció y en su sitio de nuevo había un conejo.
   Y así, pasaron semanas: cada vez que Mikolay estaba de guardia, lo acompañaba la serpiente. Él ya le hablaba por bajito y ella, como si lo escuchara, sacaba su lengua bífida, pero sin el menor gesto de querer matarlo.
   Los antílopes otra vez cruzaron la frontera, pero hacia el lado soviético. Los compañeros decían que estarían migrando o algo así. Aunque estas idas y venidas eran del todo inusuales.
   Al muchacho quedaba una semana de servicio y no sabía cómo “decirlo” a su amiga serpiente. Su amiga, por Dios. Si alguien lo oyera, llamaría a un manicomio. Y, como siempre, recogió algo de leche y un trozo de pollo fresco: seguro que a ella le encantaría comer algo diferente.
   La frontera aparentemente estaba tranquila. De ambos lados se veían manadas de antílopes pastando. Nunca vio nada parecido, pero él no era un zoólogo. Lo más importante que no había señales de los basmachy.
   La cobra apareció, sin embargo, no se echó en la piedra, como siempre, sino que se acercó a Mikolay y se levantó delante de él con toda su altura y abrió el capuchón.  Sacó su lengua y sus peligrosos colmillos, llenos de veneno, quedaron a la vista. El soldado creyó morir ahí mismo. ¿Por qué después de tantos meses lo querría atacar ahora? Tenía pánico y se quedó congelado en el mismo sitio, segundos, minutos… ¿Horas? Cada vez que quería moverse, la cobra le cerraba el paso con la postura amenazante. De repente, desapareció.
   Mikolay cayó de rodillas y lloró. Apenas le quedaban fuerzas. Pasó la noche encogido, muerto de miedo y frío. Por la mañana el compañero de recambio no vino. Sin agua y comida quedó esperando cinco horas más. La radio no contestaba. Disparó las bengalas. Nada. Estaba solo. Decidió volver al fortín por su cuenta.
   Desde lejos vio una columna de humo y varios buitres sobrevolando la zona. Ahí estaba el cuartel. Según se acercaba veía los cuerpos de civiles y su ganado desperdigados por la carretera. El fortín estaba casi destruido. En los postes que quedaban en pie, colgaban los cuerpos de los oficiales. El olor fuerte de sangre y vísceras sobrevolaba aquel dantesco espectáculo. Los niños con sus madres, tirados como los despojos. Los soldados, fusilados frente la pared del campo de futbol. Ni los perros sobrevivieron. Deambuló entre las ruinas, buscando a alguien con vida. No encontró a nadie. Y si él estuviera aquí, también estaría muerto. La sospecha de que la cobra le salvó la vida, lo dejó estupefacto. ¿Cómo podía ser? Era del todo imposible. Después de comprobar que la línea telefónica estaba cortada y el poste de la radio, reducido a un amasijo de hierro, se desmayó…
   Ya había anochecido, cuando terminó de recoger y colocar los cuerpos en el edificio del comedor, que todavía quedaba en pie. Su cansancio superaba el nivel del aguante de un ser humano normal. El olor de cuerpos en descomposición ya era parte de él. Aun así, no podía dejarles tirados, ya que las manadas de chacales empezaban a rodear el fortín en busca de comida fácil.
   Con primeros rayos de sol, emprendió la marcha a la ciudad más cercana para avisar a las autoridades.
   Nadie le creyó. Los oficiales de la policía militar se turnaban con los agentes de la NKVD. La historia que contaba soldado Mikolay Kirilenko no tenía sentido. Lo encerraron en el calabozo por abandonar su destacamento y dejar la frontera desprotegida.
  Llevaba encerrado ya una semana. Los interrogatorios lo tenían hecho polvo. Llegó a cuestionarse a sí mismo sobre lo que había pasado. Pero docenas de muertos y sus cuerpos, sí eran reales. ¿Y la serpiente?…
   —Psss, chaval. Oye, aquí, al lado. Oí a los guardias. Te van a llevar a la capital. Diles que todo era un error o una imaginación tuya. Si te declaran loco, quedarás encerrado en un manicomio. De ahí no saldrás. Mejor en una prisión, te lo digo por experiencia. Dajima, la Guardiana del desierto, te ha escogido por algo. Te ha protegido. Vivirás. No es una cobra cualquiera…
 
   Los principios de los cincuenta eran muy difíciles, posguerra, escasos recursos y demasiados enemigos. La investigación de aquella matanza ha sido secreta, ya que los de arriba no tenían ganas de airear un fallo tan grande en la frontera con Afganistán. Los basmachy llevaban meses preparando esta incursión. Habían reunido centenares de los antílopes y las pasaban de un lado a otro de la frontera para despistar a los soviéticos. Hasta que aquella terrible noche, la han cruzado a caballo, escondidos entre los animales salvajes. Los tres puestos de vigilancia quedaron arrasados. El cuarto, de Mikolay, no. ¿No lo han visto? ¿El enemigo no tenía la información? Solo un joven soldado sabía la verdad. No le creyeron. Por esto, mi abuelo, aquel chico ucraniano, pasó diez años en el Gulag por ser “traidor a la patria” …
  
 
   



                                                  02/11/2023, Gijón

 

Nota de autor: basmachy – hoy en día los llamamos “talibanes”.

1 de noviembre de 2023

En la consulta


—¿Y tú por aquí, Paco?
—Bah. Me mandó la mujer a recoger unas recetas. Dijome que vaya en persona, que por más que llama al centro, no le cogen el teléfono.
—Cada vez peor. Citas para todo. Llame que te llame, no contestan. Mira, ahí sale Manolo.
—Hola, Juan, Paco. Vine a por los resultados. El otro día me chuparon la sangre y traje un bote de orina. A saber, qué buscaban estos matasanos. Total, estoy como un roble. Ácido úrico un poco alto, pero con beber mucho líquido, lo tengo controlado. Es lo que dijo la doctora.
—Juan, ¿y tú a qué viniste?
—A por una receta.
—¿Estás malo? ¿Qué tienes?
—Qué va. Ese cuerpo todavía aguanta la marcha. El otro día conocí a una moza por esas cosas de internetes. Me lo enseño mi nieto. Está de buen ver. Tiene sesenta y pico, viuda. Quedamos para tomar un café y nunca se sabe como termina la cosa. Y uno ya no es chaval. Necesito algo de ayuda. A ver si el médico me da pastillitas de esas.
—¡Ostras, Juan! No te irás para casa sin contarnos nada. Te invito a un vino. Hay que beber líquido que me lo mandó la médica.
—¿No será el agua?
—Y yo al siguiente. Pero ni mú a mi mujer. Si les pregunta, he tomado un descafeinado con sacarina.
—Vaya dos. Esperadme en Casa Pepe. No tardo. Y pedid que prepare una tapa de esos torreznos tan ricos que tiene.



                                                                                 01/11/2023, Gijón



                        Este relato es para el concurso de noviembre del blog El Tintero de Oro.


Aquí pueden leer la historia anterior sobre Paco, Juan y Manolo .