Las traviesas
Carmen y
Elvira, con sus ochenta años bien llevados, tenían un pacto inquebrantable: mientras
sus cabezas funcionen y el cuerpo lo permita, jamás envejecer del alma.
Cada jueves
se escapaban del geriátrico disfrazadas de turistas extranjeras («los guiris pasan
desapercibidos», decía Elvira), solo para comer unos churros con chocolate y
después, ir al bingo y pedir los chupitos de whisky en tazas de té.
—¿Y si
nos pillan? —preguntaba Carmen, con una risa traviesa que hacía saltar su
dentadura postiza.
—Nos
hacemos las sordas o mudas. Y las locas, si hace falta. —Le contestaba Elvira,
limpiando las gafas empañadas con el dobladillo de su falda plisada amarilla.
Una vez cantaron
el bingo. Compraron un loro que dice groserías en ruso. Lo llaman Rasputín. Desde
entonces, nadie se aburre en la residencia, ya que hasta los familiares y las visitas
se empeñan en enseñarle a decir los tacos en español.
Cada jueves se escapaban del geriátrico disfrazadas de turistas extranjeras («los guiris pasan desapercibidos», decía Elvira), solo para comer unos churros con chocolate y después, ir al bingo y pedir los chupitos de whisky en tazas de té.
—¿Y si nos pillan? —preguntaba Carmen, con una risa traviesa que hacía saltar su dentadura postiza.
—Nos hacemos las sordas o mudas. Y las locas, si hace falta. —Le contestaba Elvira, limpiando las gafas empañadas con el dobladillo de su falda plisada amarilla.
Una vez cantaron el bingo. Compraron un loro que dice groserías en ruso. Lo llaman Rasputín. Desde entonces, nadie se aburre en la residencia, ya que hasta los familiares y las visitas se empeñan en enseñarle a decir los tacos en español.
03/07/2025,
Gijón
© La Pluma del Este