Mi vecina de arriba
He matado a la vecina del quinto…
Todo empezó
con el fallecimiento de la señora Alpidia, la viuda del señor Hilarino. Vivían
en el quinto piso. Su única hija residía en el extranjero, así que puso el piso en
alquiler.
Los vecinos
de la escalera, todos propietarios, estábamos en ascuas por saber si la gente
nueva y ajena al espíritu del portal iba a romper nuestro statu quo.
Los que
inauguraron el primer alquiler eran cuatro trabajadores ucranianos que vinieron
a la parada de la fábrica metalúrgica de la zona. Todos pensábamos que armarían
jaleo por la fama que tienen los hombres del este. Nuestra sorpresa era
mayúscula. En su piso reinaba el absoluto silencio. Gente agradable; saludaban
al coincidir en el ascensor. Iban a trabajar muy temprano y cuando volvían,
solo comían y descansaban. Al marchar, dejaron el piso de la misma manera como lo
encontraron.
Los
siguientes inquilinos fueron un matrimonio joven con una niña pequeña. ¡Qué
gente más bien casada y bien avenida! Ningún problema, ni gritos ni lloros de
la peque. Vivían tranquilos, trabajaban y se dedicaban a lo suyo.
Los
vecinos, y en mayor medida yo, nos relajamos. Yo vivo justo debajo, ¿sabe?
Hasta que llegó… Ella. El monstruo con cara de ángel. Fuimos testigos de la infinidad
de maletas y cajas que se subieron por un elevador de la empresa de mudanzas;
de idas y venidas de pintores, albañiles y demás especie. Nuestro bonito y
pulcro portal parecía la zona de guerra. Lo aceptamos.
Cuando
aparentemente la cosa se tranquilizó, empezaron las fiestas hasta las tantas de
la madrugada. El tránsito de gente rara, colillas por doquier, gritos por la
ventana, música a todo trapo… Nuestro adorable y cuidado por todos jardincito se llenó de latas, basura y algún que otro condón. Hemos llamado a la policía,
a la propietaria, hicimos reuniones… Nada sirvió para sacar a la hija de puta del
piso. La dueña cobraba sin sufrir las molestias y no movía ni un dedo.
Desde la
mudanza del demonio, yo apenas dormía. Adelgacé. Me quedé de baja por el estrés
crónico. Mi casa ya no era un refugio seguro. El colmo que llenó mi vaso era
una enorme mancha de lejía en mi vestido preferido que colgué a secar fuera en
el tendal. Cuando me quejé a la zorra de arriba, esta me dijo que me comprara
una secadora y que si a ella le "daba la gana de usar la lejía para limpiar las
ventanas, no era asunto mío”. Tamaña desfachatez me dejó muda. Casi me ahogo en
mi propia indignación. Solo el profundo odio me dio fuerzas para volver a mi
casa.
Desde
entonces, en mi cabeza empecé a matarla de cien maneras diferentes y con el
mayor sufrimiento posible. En todas me detenía la policía, pero no me
importaba. Necesitaba dormir. Era yo o ella…
Ayer, después
de comer, me picaron en la puerta. Abrí. Era la hija de puta, pintarrajeada y
con una bata que no ocultaba nada:
—He visto
que mi negligé de encaje inglés cayó en tu tendal. Mira a ver si me lo puedes
devolver. Es carísimo.
Ahí, en
aquel mismo momento, yo vi mi oportunidad. Me hice la tonta y la dejé pasar a la
cocina donde estaba el tendal…
¡Pero
bueno! ¿No habrán creído que le hice algo a la vecina de arriba? ¡Ya y
bromear no se puede! Bueno, tengo mucho que hacer, queridos. Estas
viejas maletas llenas de trastos no se sacan solas…
17/03/2025, Gijón
© La Pluma del Este
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