17 de marzo de 2025

Mi vecina de arriba

 Mi vecina de arriba




He matado a la vecina del quinto…
     Todo empezó con el fallecimiento de la señora Alpidia, la viuda del señor Hilarino. Vivían en el quinto piso. Su única hija residía en el extranjero, así que puso el piso en alquiler. 
     Los vecinos de la escalera, todos propietarios, estábamos en ascuas por saber si la gente nueva y ajena al espíritu del portal iba a romper nuestro statu quo.
  Los que inauguraron el primer alquiler eran cuatro trabajadores ucranianos que vinieron a la parada de la fábrica metalúrgica de la zona. Todos pensábamos que armarían jaleo por la fama que tienen los hombres del este. Nuestra sorpresa era mayúscula. En su piso reinaba el absoluto silencio. Gente agradable; saludaban al coincidir en el ascensor. Iban a trabajar muy temprano y cuando volvían, solo comían y descansaban. Al marchar, dejaron el piso de la misma manera como lo encontraron.
   Los siguientes inquilinos fueron un matrimonio joven con una niña pequeña. ¡Qué gente más bien casada y bien avenida! Ningún problema, ni gritos ni lloros de la peque. Vivían tranquilos, trabajaban y se dedicaban a lo suyo.
     Los vecinos, y en mayor medida yo, nos relajamos. Yo vivo justo debajo, ¿sabe? Hasta que llegó… Ella. El monstruo con cara de ángel. Fuimos testigos de la infinidad de maletas y cajas que se subieron por un elevador de la empresa de mudanzas; de idas y venidas de pintores, albañiles y demás especie. Nuestro bonito y pulcro portal parecía la zona de guerra. Lo aceptamos.
   Cuando aparentemente la cosa se tranquilizó, empezaron las fiestas hasta las tantas de la madrugada. El tránsito de gente rara, colillas por doquier, gritos por la ventana, música a todo trapo… Nuestro adorable y cuidado por todos jardincito se llenó de latas, basura y algún que otro condón. Hemos llamado a la policía, a la propietaria, hicimos reuniones… Nada sirvió para sacar a la hija de puta del piso. La dueña cobraba sin sufrir las molestias y no movía ni un dedo.
   Desde la mudanza del demonio, yo apenas dormía. Adelgacé. Me quedé de baja por el estrés crónico. Mi casa ya no era un refugio seguro. El colmo que llenó mi vaso era una enorme mancha de lejía en mi vestido preferido que colgué a secar fuera en el tendal. Cuando me quejé a la zorra de arriba, esta me dijo que me comprara una secadora y que si a ella le "daba la gana de usar la lejía para limpiar las ventanas, no era asunto mío”. Tamaña desfachatez me dejó muda. Casi me ahogo en mi propia indignación. Solo el profundo odio me dio fuerzas para volver a mi casa.
     Desde entonces, en mi cabeza empecé a matarla de cien maneras diferentes y con el mayor sufrimiento posible. En todas me detenía la policía, pero no me importaba. Necesitaba dormir. Era yo o ella…
       Ayer, después de comer, me picaron en la puerta. Abrí. Era la hija de puta, pintarrajeada y con una bata que no ocultaba nada:
    —He visto que mi negligé de encaje inglés cayó en tu tendal. Mira a ver si me lo puedes devolver. Es carísimo.
     Ahí, en aquel mismo momento, yo vi mi oportunidad. Me hice la tonta y la dejé pasar a la cocina donde estaba el tendal…
      ¡Pero bueno! ¿No habrán creído que le hice algo a la vecina de arriba? ¡Ya y bromear no se puede! Bueno, tengo mucho que hacer, queridos. Estas viejas maletas llenas de trastos no se sacan solas…



17/03/2025, Gijón
© La Pluma del Este
 

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