PRISIONERO
12 de marzo de 2024
Prisionero
9 de febrero de 2024
El cuervo
No soy cómo antes. Ha pasado más de un año desde mi entierro. Pero he vuelto. No sé por qué. Dicen que las almas regresan para concluir sus asuntos. Ni idea. No soy un fantasma ni nada por estilo. Ahora soy un ave. Un simple cuervo negro. Sí, como de aquella película de Hitchcock.
Me “desperté” ya convertido en este pájaro. Tengo vagos recuerdos de mi vida pasada. De lo que sí estoy seguro es de que te conocía a ti y que fuimos uno solo. Nos amábamos. Pero me morí. ¿De qué? No me acuerdo. Tampoco importa. Antes era yo y ahora, un cuervo.
He vuelto a casa. Ahora vivo justo en frente del nuestro piso. Sí, en ese edificio viejo y destartalado que no te gustaba. Aquí nadie me molesta y tengo una perfecta visión de ti. Te observo. Atesoro en mi pequeño cerebro cada momento. Los recuerdos como destellos me mantienen en este alfeizar conectado a ti.
Te veo llorar cada noche. Sola. En nuestro dormitorio. Mi foto sigue en la mesita. La besas antes de dormir. Me complace, pero también me duele que sigues estancada. Quiero que vivas, que seas feliz. No hace falta que olvides del todo de mí. Con un recuerdo y un pequeño rinconcito de tu corazón, me conformo.
El verano dio el paso al otoño. Los primeros copos de la húmeda nieve están colándose por los cristales rotos de mi ventana. Sigo sin entender por qué estoy todavía aquí. ¿Qué es ese asunto pendiente que no me deja partir al más allá?
Los vecinos de abajo siguen con sus broncas interminables. Algunas cosas no cambian. Antes la mujer era tu amiga. Pero veo que te está evitando. Me acuerdo de aquella vez que me metí en medio de su pelea. El tipo me empujó por la escalera. Me di un buen golpe. A él lo han metido en la cárcel. Yo una temporada sufría terribles dolores de cabeza. Ahora me acuerdo: me morí unos meses después.
Veo que a pesar de todo el tipo ha vuelto a vivir con su mujer. Algunas no aprenden. La sigue pegando. Qué triste. Ahí la policía otra vez. No sé si valdrá para algo.
Ya es noche, fría y llena de estrellas. La nieve cubre todo como una manta impoluta. Descansa, mi amor. Yo seguiré velando por ti…
¿Y este brillo? ¡Fuego! En el piso de aquellos desgraciados.
Mi amor, ¡despierta! Con mi pico estoy dando al cristal de tu ventana. Con todas mis fuerzas. ¡¡Despierta!! ¡¡¡Vamos!!! Sal de ahí. Vete al balcón, sal del piso. ¡Ya!
Sigues durmiendo…
Tengo que coger la velocidad. ¡¡¡Vooooooy!!! Una vez… No se rompe. Otra vez… Y otra… El fuego es cada vez más fuerte. Mi pico rompe el cristal. ¡Por fin! El dolor es insoportable. Siento la sangre mojando mi plumaje. No importa. No puedo volar. Creo que he roto un ala. Pero te despertaste. Gracias a Dios. Sal, sal al balcón, ahí estarás a salvo. Ya vienen los bomberos. Te van a rescatar…
Uff, qué dolor. Mis plumas se prenden tan rápido. Me quemo. Ahora sé por qué he vuelto… Siempre ha sido por ti… Qué dolor, por Dios. ¿Y esta luz? Me llama… Me siento ligero y agradecido. El pobre cuervo yace convertido en cenizas. Yo, libre, vuelo hacia la luz…
1 de febrero de 2024
KATIA
Las heridas de los grilletes han creado una putrefacta costra en sus delicadas muñecas. El pelo, antes castaño y brillante, desde hace mucho necesita un buen lavado. De hecho, toda ella, sucia y llena de golpes, se asemejaba más a un animal que a un ser humano.
Morder a sus captores y desafiarles tenía su castigo. No les obedecía. No admitía que le saquen las fotos en todas las posturas repugnantes posibles, haciendo cosas asquerosas con hombres adultos y hasta con animales… Después de una tremenda paliza terminó en este agujero. Ya perdió la noción de tiempo. ¿Cuánto lleva aquí? ¿Una semana? ¿Un mes?
Hace mucho que no le traen ni agua ni comida, un trozo de pan rancio. Arriba no comía tan mal. La necesitaban relativamente sana y bien parecida para las películas.
A principio lloraba mucho. Ahora solo vagaba por el mundo de sombras de su vida pasada. ¿Acaso la tuvo? ¿O ha sido solo un sueño y ella siempre ha vivido en este agujero, encadenada a la pared y en plena oscuridad?
Por una rendija de la ventana tapiada entró un rayo de luz. Muy pequeñito. Lo saludó. Le habló hasta que se ha ido. Y de nuevo, la oscuridad. Ella se enroscó como un perro y se abandonó a la inconsciencia.
Explosiones… Disparos… Gritos… Ella ya está acostumbrada. La guerra es así. El ruido de una lucha cercana. Otra vez disparos, pero aquí, al lado… Un chillido… Una puerta que se abre… Un haz de luz… Voces… Aquí, cerca… Más voces… La reja se abre… Alguien entra en su jaula. Ella está muerta de miedo. Otra vez, no …
La suave voz de una mujer le pregunta en ucraniano de cómo se llama. Le responde: «Katia». Hombres hablando, también en ucraniano. Le quitan los grilletes y la cadena del pie, la cubren con algo. Uno la coge en brazos. Ella se resiste, muerde y chilla. La mujer le dice muy bajito que está a salvo, que todo se acabó y que volverá a casa …
Una lágrima resbala por la mejilla de la niña antes que esta se desmaye …
22 de enero de 2024
2 de diciembre de 2023
Chupachups
Dos agentes entraron en su despacho. Con un tremendo pesar, le informaron que había pasado un terrible accidente con víctimas mortales. Un camión sin frenos invadió la terraza de una pizzería cercana. La misma, donde lo esperaban su mujer e hijos. Nunca habían estado ahí antes. Fue él quien sugirió el sitio. Aquel mismo día él murió también.
Ahora observa a decenas de personas que pasan por su lado sin verlo. Son vísperas Navideñas y ellos corren, como hormigas, en busca de comida y regalos. Él antes también era así, pero la pérdida de su familia le ha roto su mente, dejándolo incapacitado para enfrentarse a la vida. Con depresión, sin trabajo, con deudas y falta de apoyo, se vio en la calle como un desecho.
Compartía esta esquina con un chico rumano, pero la mafia, después de darle una buena paliza por no ser «rentable», lo ha devuelto a su país. Con él no se metían. Por ahora.
El sonido de unas monedas, al caer, lo sacó de su ensimismamiento. Levantó la mirada y vio una mano pequeña que le ofrecía un Chupachups de fresa, acompañado de una alegre sonrisa infantil.
22 de noviembre de 2023
Los novios errantes
Mientras en muchos países los niños disfrazados recorren las calles en busca de caramelos y diversión, en la pequeña ciudad de Río Blanco no se ve ni un alma. No hay festejos, no hay risas, no hay disfraces. Con los últimos rayos de sol, toda la población queda encerrada en sus casas. Ni los perros rondan por las desiertas calles.
¿Cuál es la razón de este miedo? Te lo voy a
contar, querido lector.
En 1875 la ciudad de Río Blanco rebozaba de
vida y prosperidad. Los tratantes de ganado se reunían en grandes ferias. Los
vendedores de todo tipo de cosas y remedios pululaban entre los puestos. El
dinero y oro corría de unas manos a otras y alcohol, para animar aquello, no
podía faltar. Los jornaleros y vaqueros montaban las broncas y se mataban entre ellos. Las matronas y jóvenes casaderas iban de compras o a la misa. Las mujeres
alegres paseaban los cancanes de sus escotados vestidos por las polvorientas
calles, en busca de clientes. La vida típica de una población del Nuevo Mundo.
Pues esta ciudad también tenía a un alcalde.
Un hombre cincuentón, corpulento, con ropa de calidad, reloj de oro en su
cadena y lustrosas botas. No era guapo, ni mucho menos. Los pequeños ojos de
pez bajo unas hirsutas cejas miraban al mundo con desprecio. Su nariz rota
contaba que no era ajeno a una buena pelea. El sombrero de ala ancha cubría su
enorme cabeza. Don Pedro, así se llamaba, era un hombre de negocios y el dueño
de más de la mitad de la ciudad y de las tierras alrededor. Hacía y deshacía a su
antojo. Casi todos le debían el dinero o algún favor. Él era la Orden y la Ley.
El mismísimo alguacil estaba a su servicio.
Don Ernesto Valle, era el panadero local. Una
noche, no se sabe por qué, su negocio se quemó. La “generosidad” del alcalde le
permitió no quedar en la calle con su familia y con un préstamo pudo abrir la
nueva panadería. Hace diez años de aquello. De hecho, la mujer de Ernesto,
Mercedes, le decía que jamás estarían libres de don Pedro, ya que la deuda
apenas menguaba.
Marina, la hija del panadero, era una
preciosa muchacha de diecinueve años. La harina se transformaba en sus delicadas
manos en esponjosos buñuelos, crujientes galletas, ricas empanadas y todo tipo
de pasteles. Por esto la panadería tenía mucha fama en los alrededores. Así es
como se conocieron ella y el guapo Roberto que vino acompañando a su madre. El
muchacho se quedó prendado de Marina y empezó a pasar cada día con cualquier
excusa. Los amigos ya le tomaban el pelo diciendo que se iba a poner como un
tonel si seguía comiendo tanta dulcería. Y a Marina le encantaba. Guardaba para su Roberto los trozos más ricos y hasta le hacía pastelitos. Así nuestros
tortolitos se enamoraban más y más, hasta que un día fueron juntos a las
fiestas del pueblo.
La muchacha se puso su mejor vestido y estaba especialmente guapa: el amor que sentía le iluminaba la cara y sus ojos de color de espliego brillaban como nunca. Bailó con Roberto, abrazada a él, delante de todos. A sus padres le parecía un buen partido. Y a la viuda, la madre del muchacho, también. Sonaban las campanas de boda… Ahí es cuando don Pedro se fijó en ella. Y la quiso para él.
La mañana siguiente mandó a llamar al panadero.
—Don Pedro, buenos días.
—Ay, don Ernesto. ¡Cuánto tiempo! Pase,
pase, siéntese. ¿Café, té, ron? Tengo uno muy bueno que me enviaron desde Cuba.
Sí, para lo que tenemos que hablar, el ron es lo mejor—. Después de servir dos copas con el chinchín
incluido, el alcalde fue directamente al grano: —Sabe, don Ernesto, que soy
viudo y mi hijo está más tonto que Abundio. Quiero casarme y tener un heredero
como Dios manda. Y claro, la chica tiene que ser joven y de buena sangre. El
dinero no me importa. Ya tengo más que suficiente. Ayer he visto a tu hija. Una
moza muy guapa. Digna de llevar los vestidos de París y joyas caras. Quiero
tenerla como esposa y la madre de mis hijos. No, no, no… Todavía no diga nada.
Sé que tenemos asuntos pendientes y los quiero resolver. No voy a cobrar los
intereses ni el préstamo a mis consuegros. Su familia no me debe nada. Aquí
está el documento para firmar. —El panadero, con la cara del mismo color que
papel, se puso a temblar—. Pues brindemos y demos la mano.
—Pe…, pe…, pero, don Pedro. Me…, me halaga
mucho. Pero mi hija ya tiene novio. Parece que ella está enamorada de un chico,
Roberto se llama.
—Sí, la vi bailar con un muerto de hambre.
—Es un buen muchacho y muy trabajador. Y se
quieren.
—¿Te niegas ser mi familia? ¿Te niegas la
felicidad de tu hija? ¡¡Serás desagradecido!! ¿Sabes que puedo quedarme con tu
panadería y con tu hija igual? ¿Sabes que puedo echar a la calle a ti, a tu
mujer y a los mocosos que tenéis y, aun así, quedarme con tu hija? Fuera de mi
vista, desgraciado. Te doy tiempo hasta la noche. Ven aquí con tu mujer.
Hablaremos sobre los preparativos de boda.
Nada más salir don Ernesto, el alcalde llamó
al alguacil y le ordenó que vigilen la panadería y a su futura esposa.
La proposición de don Pedro ha caído como el
jarro de agua fría en el hogar de los Valle. La amenaza de dejar a toda la
familia sin nada y el casamiento forzoso de la hija mayor llenó la casa de
gritos, lloros y tristeza. Marina rogaba a Dios que todo fuera un sueño. Amaba
a Roberto con todo el alma y deseaba casarse con él y no con un viejo maligno.
Se sentía rota por dentro. Pero sus padres y hermanos dependían de ella. No
podía dejar que se queden en la calle. El hermanito más pequeño solo tenía tres
años. Mamá lloraba sin parar. Su padre, con los hombros hundidos, se veía
superado por los hechos. Juan, su hermano, dijo que iba a matar al alcalde.
Marina era una estatua entre aquel caos de sentimientos. Por más que le duela,
debía aceptar la proposición. Ella no importaba. ¡Por Dios! Roberto. Tenía que
hablar con él y explicarle que no podrán estar juntos nunca más.
—Papá, mamá, acepto. No os preocupéis por mí.
Estaré bien. —Les abrazó fuertemente, ahogándose en sus propias lágrimas—. Papá,
lee bien el documento antes de firmarlo. Soy feliz ya que la deuda estará
soldada.
Cuando sus padres se fueron a la mansión de
don Pedro, Marina se escabulló por la puerta del patio para contar las nuevas a
Roberto. No le iba a gustar. Pero poco podían hacer al respecto. La siguieron
tres sombras.
—¡¡No!! ¡No lo acepto! ¿Por qué me dices
esto, Marina? Te amo. Eres mi vida. Ayer aceptaste casarte conmigo. ¿Por qué
este cambio?… No lo entiendo. ¿Acaso hice algo malo? ¿Ya no me quieres?
Dímelo en la cara, Marina. ¡Mírame a los ojos y dime que ya no me quieres!
—No te quiero, Roberto. Voy a casarme con el
alcalde. Es un hombre de verdad y me dará una buena vida. Tú eres bueno, pero
sin un centavo. Adiós, Roberto. Y procura no pasar ni por mi casa ni por la dulcería.
No me agrada verte. —Después de decir estas horribles palabras al amor de su
vida y dirigirle la mirada llena de altanería y desprecio, Marina obligó a
mover sus pies para salir del granero, testigo mudo de sus encuentros en los
últimos cinco meses. La siguió una sombra.
Al llegar a casa, la muchacha tropezó de
bruces con don Pedro que estaba fumando en la veranda. Con la mirada lasciva la
repasó de arriba abajo y escupió el puro.
—Si piensas que voy a aguantar tus líos y la
falta de respeto, estás equivocada, querida. Si quieres que este muerto de
hambre viva, olvídate de él. —La agarró y la besó con fuerza. Marina lo mordió
y él la abofeteó—. Cuidado, pequeña zorra. No voy a permitir que me desafíes.
Solo con una orden, dejo a toda tu familia sin nada. Grábatelo en esa bonita
cabeza. La boda será de hoy en tres días.
Como en un sueño, Marina se dejó llevar por
los preparativos de las nupcias. Le preguntaban algo, ella asentía con la
cabeza; bebía cuando le daban de beber; comía alguna cosa. Iba de un lado a
otro. Probaba vestidos, joyas. No veía a su padre. Tampoco a mamá. Se suponía
que la madre de la novia estaría presente en todo momento, pero a la doña
Mercedes estaba prohibida la entrada en la mansión del alcalde. Cada vez que
cerraba los ojos, Marina veía a Roberto que la miraba con la incredulidad y el tremendo dolor
de un corazón roto. La muchacha repugnaba a sí misma.
Llegó el día. En la engalanada y llena de
flores iglesia no cabía ni un alfiler. Todo el pueblo estaba celebrando la boda
del alcalde y su joven novia. Don Ernesto entregó a su hija con lágrimas en los
ojos.
—Perdóname, hijita.
—Te quiero, papá. Estaré bien.
Cuando don Pedro le puso el anillo de oro,
ella sintió las esposas y las cadenas en sus manos. «Ya nada será igual… Nunca seré libre… Pobre Roberto… ¿Dónde estás, mi amor?»
En pleno apogeo del banquete, el alcalde se
levantó:
—Queridos parroquianos, les agradezco su
presencia en mi boda. Soy feliz por tener una bella esposa y para demostrar mi
amor por ella le hago un regalo especial. Está fuera, en la plaza. Salid todos.
Ven, Marina. Seguro que te quedarás sin palabras—. La agarro fuerte por el
brazo y la sacó de la mesa.
Fuera anochecía. Todavía los últimos
reflejos de sol iluminaban la ciudad. Una suave brisa otoñal jugaba con las
hojas coloridas de los árboles. Los invitados y la gente del pueblo se
apartaban para dejar pasar a la pareja de recién casados. Un silencio forzado y
las miradas furtivas decían que algo raro, algo malo, estaba sucediendo. Marina
sintió un escalofrío.
Cuando el muro humano se acabó y llegaron
el centro de la plaza, vieron cuerpo de un hombre tirado entre barro y
excrementos de caballos. Parecía estar muerto. Marina no entendía nada. ¿Un
regalo especial? Se acercó un poco más al pobre infeliz. Su cara, llena de
golpes, estaba irreconocible. Apenas respiraba. ¡¡¡Dios!!! Era Roberto. Su
amado y añorado Roberto. Se tiró para auxiliarlo. Lo cogió en sus brazos y
gritó. Gritó con tanta fuerza que los presentes han sentido su dolor.
—¿¿¡Por qué!?? ¡¡Roberto, mi amor!! ¿Qué te
han hecho estos desgraciados? ¡Que alguien me ayude! ¡Doctor Pérez, por favor,
ayúdeme! ¿Por qué se va? —Marina se giró hacia el alcalde—. Fuiste tú,
desgraciado. No te era suficiente conmigo y tuviste que mandar que lo maten. Maldito…
Don Pedro gozaba con aquella escena. Nada le complacía más que ver a la gente destruida, arrodillada y sucumbida a su poder.
La muchacha abrazaba a su amante y lo mecía
como a un bebé. Pedía ayuda. Suplicaba. La madre de Roberto intentó pegar al
demonio que hizo aquello con su único hijo. Un golpe fuerte con la culata de
pistola, la dejo tirada al lado del moribundo. Decenas de vecinos solo
observaban. Callados.
El río de lágrimas de Marina lavó la cara
del muchacho. Por un momento él abrió los ojos y la reconoció. Con una sonrisa en
su boca rota se dejó ir…
—¡¡¡Noooo!!!… ¡¡¡Noooo!!!… ¡¡¡No me
dejes!!!… ¡Llévame contigo, mi amor! —Sus gemidos llenos de dolor retumbaron
en los corazones cobardes de los presentes.
El alcalde, cansado de tanto alboroto, agarró
a su joven esposa. Ya era suficiente de tanto espectáculo. Marina se revolvió y
le escupió la cara y le clavó las uñas. El hombre no lo esperaba y la soltó.
Ella recogió su vestido y echo a correr hasta la iglesia. Sabía dónde estaba la
escalera del campanario. La subió volando. Oía que la seguían, pero no le
importó.
Cuando llego arriba de la torre, vio a sus padres
que lloraban y gritaban desconsolados, y a decenas de ojos mirando arriba. Los
cuerpos de Roberto y de su madre seguían ahí. Y antes de arrojarse al vacío
gritó una maldición:
—¡Malditos seáis todos vosotros y vuestra
sangre! ¡Jamás saldréis de aquí, ni vuestros hijos, ni vuestros nietos! Todos
seréis los invitados eternos en nuestra boda.
Al año siguiente, treinta y uno de octubre,
cuando el último rayo de sol se había apagado, en la plaza de Río Blanco,
apareció una pareja de novios. Eran Marina y Roberto. Ella, bella y con su
blanco vestido manchado de sangre. Y él, con la cara destrozada y ropa hecha
jirones. Caminaban, cogidos de la mano y a cada persona que encontraban por la
calle, la invitaba a su boda. Los vecinos huían despavoridos y al día siguiente
no despertaban. Y así, año tras año, habitantes de Río Blanco y viajeros,
engrosaban las filas de los invitados. En diez otoños, ya era una multitud de
los no vivos que inundaba las calles, bailando y festejando las
nupcias eternas de la hija del panadero y del hijo de la viuda.
La gente aterrorizada intentaba huir de la ciudad. Pero llegaba solo hasta la última finca. Es como si una fuerza
invisible les estropeaba las carretas, rompía las piernas o volvía locos a los
caballos; dejaba los coches muertos y ocasionaba un tremendo malestar en las
personas. El visitante que se quedaba en Río Blanco más de tres días no volvía
a salir.
Ni brujos, ni exorcistas, ni especialistas
en lo paranormal, ni científicos podían dar una explicación razonable a
aquello. Intentaron poner la sal en las tumbas de los desdichados novios; hacer
misas en su memoria. Nada de nada. La
fuerza de aquella maldición había sido tan fuerte como el amor más puro.
Ahora, querido lector, te tengo que dejar.
Mira la hora qué es y todavía me faltan ventanas por cerrar y puertas por
trancar. No tengo ninguna gana de bailar eternamente en la boda de los novios
errantes.
22/11/2023, Gijón
2 de noviembre de 2023
La Guardiana del desierto
Desde que lo destinaron al cuartel, uno de tantos, repartidos por la interminable frontera sur de la Unión Soviética, era su primera vez. Los compañeros le tomaban el pelo con los fantasmas del desierto y las docenas de bichos que podían matarle antes que un basmach. Avisos de no acostarse en el suelo raso, cerrar bien la tienda de campaña, mirar dentro de las botas… en forma de carteles, intentaban salvar la vida a los jóvenes soldados, venidos desde toda la URSS.
Mikolay era un chaval del Norte de Ucrania, donde los campos dorados de trigo y los prados de un verde intenso se entremezclaban con los lagos y ríos. Al cumplir los dieciocho le ha tocado el servicio militar obligatorio. Aquello le gustaba. Era una oportunidad de conocer las tierras lejanas y probarse a sí mismo como un hombre. Descontando las novatadas y la poca variedad de comida, él estaba contento. Y hoy, por fin, estaría en el desierto, protegiendo la frontera, en compañía de su AK-47, la radio, los prismáticos y dos bengalas que tenía que disparar si detectara algún movimiento sospechoso desde el lado enemigo, Afganistán. La frontera era una franja de tierra de unos veinte metros de ancho con el perfecto dibujo rayado. Si alguien la cruzara, enseguida se vería el rastro. Bajo su vigilancia estaban dos kilómetros de aquella interminable cinta.
El sol, fijamente colgado sobre la cabeza de Mikolay, le hacía sudar a mares y cada poco tenía que secar los ojos para poder usar los prismáticos. Faltaban un par de horas para la bendecida sombra del risco que se elevaba a su lado derecho. Hasta entonces, tenía que aguantarse, bajo las capas de camuflaje.
Por fin, el último rayo matador se escondió y Mikolay pudo respirar un halo del aire fresco. Cuando pisó por vez primera el desierto, su aroma especiado lo mareó. El chico del Norte quedó sobrecogido por su inmensidad e intenso calor. Aquí no había lugar para la debilidad y falsos pasos. El desierto podía matarte, enterrarte o, simplemente, dejarte ciego.
Un ruido suave, de algo que se arrastra, le hizo estremecer. Giro la cabeza. Justo a su derecha, en una piedra plana, vio a una enorme cobra Real, enroscada en infinitos círculos. Su cabeza decorada con dos marcas doradas se apoyaba en su cuerpo. Y sus ojos de amarillo, más intenso que nunca haya visto, estaban fijos en él. El reptil encontró la sombra.
El soldado quedó muy pero que muy quieto, apenas sin respirar. Sabía que en unos segundos estaría muerto. Cerró los ojos. Muy fuerte. Todas las oraciones conocidas inundaron su cabeza. Ahora sabía lo que se siente antes de morir. «Por Dios, no he pedido que Masha se case conmigo. Y mi mamá, no lo soportará. Y mi padre. Soy hijo único. Dios, ayúdame».
Segundos pasaban y la muerte no venía.
Abrió los ojos. La serpiente ya no estaba ahí y en su lugar había un conejo muerto.
Esperó un poco más. Ya estaba casi de noche cuando decidió a acercarse a la presa. El animalito todavía estaba templado. No tenía huella de mordedura. Su cabeza colgaba del cuello roto.
Mikolay no lo podía creer. Era del todo imposible que la serpiente más venenosa de aquellos parajes y que solía matar a todo el ser viviente, no lo atacara. Y lo más insólito, que le haya dejado un presente.
Muchacho decidió no contárselo a nadie. No quería que lo tomaran por un loco. Todo ha sido un sueño raro. Y lo del conejo. Bah. Dirá que lo ha cazado él mismo. Seguro que en la cocina le darán las gracias.
A la siguiente guardia, él ya estaba preparado para el encuentro. Escribió cartas a sus padres y a aquella muchacha de ojos verdes, a la que amaba con locura y no se atrevía a pedir que se case con él. Por timidez. Por bobo. Ya ni sabía la razón.
Al hacer la ronda, se fijó que las perfectas líneas de la frontera estaban marcadas con huellas de algún tipo de antílope. Y a unos cien metros vio una manada que saltaba hacia el territorio afgano. Avisó por la radio y apuntó la hora y el lugar del incidente.
Cuando el sol tocó el risco y la pequeña sombra se proyectó sobre “la piedra de la serpiente”, él dejó un cuenco con leche que sacó a escondidas de la cocina. Hay que ser agradecido.
Rodeado de sombras, esperó por su visitante peligrosa.
La cobra apareció como un fantasma. Bebió la leche y de nuevo se enroscó sin quitar sus ojos de Mikolay.
El soldado volvió a rezar y esta vez, se santiguó con un gesto lento, por si estos eran sus últimos minutos en el mundo. Nada pasó.
Al entrar la noche, la cobra desapareció y en su sitio de nuevo había un conejo.
Y así, pasaron semanas: cada vez que Mikolay estaba de guardia, lo acompañaba la serpiente. Él ya le hablaba por bajito y ella, como si lo escuchara, sacaba su lengua bífida, pero sin el menor gesto de querer matarlo.
Los antílopes otra vez cruzaron la frontera, pero hacia el lado soviético. Los compañeros decían que estarían migrando o algo así. Aunque estas idas y venidas eran del todo inusuales.
Al muchacho quedaba una semana de servicio y no sabía cómo “decirlo” a su amiga serpiente. Su amiga, por Dios. Si alguien lo oyera, llamaría a un manicomio. Y, como siempre, recogió algo de leche y un trozo de pollo fresco: seguro que a ella le encantaría comer algo diferente.
La frontera aparentemente estaba tranquila. De ambos lados se veían manadas de antílopes pastando. Nunca vio nada parecido, pero él no era un zoólogo. Lo más importante que no había señales de los basmachy.
La cobra apareció, sin embargo, no se echó en la piedra, como siempre, sino que se acercó a Mikolay y se levantó delante de él con toda su altura y abrió el capuchón. Sacó su lengua y sus peligrosos colmillos, llenos de veneno, quedaron a la vista. El soldado creyó morir ahí mismo. ¿Por qué después de tantos meses lo querría atacar ahora? Tenía pánico y se quedó congelado en el mismo sitio, segundos, minutos… ¿Horas? Cada vez que quería moverse, la cobra le cerraba el paso con la postura amenazante. De repente, desapareció.
Mikolay cayó de rodillas y lloró. Apenas le quedaban fuerzas. Pasó la noche encogido, muerto de miedo y frío. Por la mañana el compañero de recambio no vino. Sin agua y comida quedó esperando cinco horas más. La radio no contestaba. Disparó las bengalas. Nada. Estaba solo. Decidió volver al fortín por su cuenta.
Desde lejos vio una columna de humo y varios buitres sobrevolando la zona. Ahí estaba el cuartel. Según se acercaba veía los cuerpos de civiles y su ganado desperdigados por la carretera. El fortín estaba casi destruido. En los postes que quedaban en pie, colgaban los cuerpos de los oficiales. El olor fuerte de sangre y vísceras sobrevolaba aquel dantesco espectáculo. Los niños con sus madres, tirados como los despojos. Los soldados, fusilados frente la pared del campo de futbol. Ni los perros sobrevivieron. Deambuló entre las ruinas, buscando a alguien con vida. No encontró a nadie. Y si él estuviera aquí, también estaría muerto. La sospecha de que la cobra le salvó la vida, lo dejó estupefacto. ¿Cómo podía ser? Era del todo imposible. Después de comprobar que la línea telefónica estaba cortada y el poste de la radio, reducido a un amasijo de hierro, se desmayó…
Ya había anochecido, cuando terminó de recoger y colocar los cuerpos en el edificio del comedor, que todavía quedaba en pie. Su cansancio superaba el nivel del aguante de un ser humano normal. El olor de cuerpos en descomposición ya era parte de él. Aun así, no podía dejarles tirados, ya que las manadas de chacales empezaban a rodear el fortín en busca de comida fácil.
Con primeros rayos de sol, emprendió la marcha a la ciudad más cercana para avisar a las autoridades.
Nadie le creyó. Los oficiales de la policía militar se turnaban con los agentes de la NKVD. La historia que contaba soldado Mikolay Kirilenko no tenía sentido. Lo dejaron en el calabozo por abandonar su destacamento y dejar la frontera desprotegida.
Llevaba encerrado ya una semana. Los interrogatorios lo tenían hecho polvo. Llegó a cuestionarse a sí mismo sobre lo que había pasado. Pero docenas de muertos y sus cuerpos, sí eran reales. ¿Y la serpiente?…
—Psss, chaval. Oye, aquí, al lado. Oí a los guardias. Te van a llevar a la capital. Diles que todo era un error o una imaginación tuya. Si te declaran loco, quedarás encerrado en un manicomio. De ahí no saldrás. Mejor en una prisión, te lo digo por experiencia. Dajima, la Guardiana del desierto, te ha escogido por algo. Te ha protegido. Vivirás. No es una cobra cualquiera…
Los principios de los cincuenta eran muy difíciles, posguerra, escasos recursos y demasiados enemigos. La investigación de aquella matanza ha sido secreta, ya que los de arriba no tenían ganas de airear un fallo tan grande en la frontera con Afganistán. Los basmachy llevaban meses preparando esta incursión. Habían reunido centenares de los antílopes y las pasaban de un lado a otro de la frontera para despistar a los soviéticos. Hasta que aquella terrible noche, la han cruzado a caballo, escondidos entre los animales salvajes. Los tres puestos de vigilancia quedaron arrasados. El cuarto, de Mikolay, no. ¿No lo han visto? ¿El enemigo no tenía la información? Solo un joven soldado sabía la verdad. No le creyeron. Por esto, mi abuelo, aquel chico ucraniano, pasó diez años en el Gulag por ser “traidor a la patria” …
Nota de autor: basmachy
– hoy en día los llamamos “talibanes”.
25 de septiembre de 2023
El secreto de mi madre
Como en un sueño entré por la puerta de mi casa. Sabía que tenía que
buscar algo. Ah, sí. La ropa. Un vestido, creo. De mi madre. Contemplarla con
aquella tela blanca era como verla desnuda. Y ella siempre ha sido muy coqueta.
En su habitación todo seguía igual: la cama cubierta con un edredón de
flores y un libro abierto; en la mesita, un jarrón con tres gerberas rojas; sus
zapatillas en la alfombrilla de la cama y tropecientos marcos de fotos en la
cómoda.
Abrí el armario. El olor de su perfume me llenó los pulmones de
recuerdos. Toqué su vestido verde con flores bancas diminutas, uno de sus
preferidos: lo llevaba puesto cuando cenó por última vez con mi padre. Hace
unos once años de aquello. Una americana de mi papá, también guardada
para recordar. La gente mayor tiene unas fijaciones que no comprendemos. ¿Pero
quién sabe qué tocará a nosotros? Prenda por prenda vi los últimos años de la
vida de mi madre. Todo de colores alegres. Ella odiaba el negro.
Por fin, debajo de una gabardina, encontré lo que buscaba: el vestido
azul con lunares blancos. Al sacarlo, al suelo cayó un sobre amarillento. Qué
raro. Dentro había una fotografía de una pareja joven: mi mamá y un hombre que
no era mi padre. Los dos abrazados y sonriendo con las caras llenas de
felicidad. Salí con estupor de mi abotargamiento. ¿Quién era él? ¿No se supone
que mis padres se conocieron desde muy jovencitos y eran novios de toda la vida?
Detrás de la foto con las letras apenas inteligibles estaba escrito: «14
de abril, 1974, Moscú. Olga y Víctor, amor para siempre».
No entendía nada. Yo nací el veinte de septiembre. ¿Qué hacía mi madre
en Moscú unos meses antes? En la foto ya estaría embarazada de mí. Aquello era
un error, pero ahora no era el momento de indagar, después del funeral
preguntaré a mi tía. Ella sabrá algo, seguro.
Decenas de caras, algunas desconocidas, estuvieron dándome el pésame.
Los de la funeraria y del seguro trajeron un montón de papeles para firmar. Y
yo, como en un túnel, solo esperando que llegue el fin de aquello. Deseaba
estar a solas con mi mamá para despedirme y disculparme por no pasar mucho
tiempo con ella.
Al día siguiente, iglesia, el cura, el organista y más firmas y pagos.
Hay una parte de este proceso que es fría y burocrática, pero inevitable. El
sonido de la losa de mármol, cerrando la tumba, dio por finalizada una etapa de
mi vida. Adiós, mamá.
Mi tía me llamó varias veces para ver que tal estaba y si quería tomar
un café con ella. Mi madre era su hermana y la pobre lo pasaba fatal. Pero yo
necesitaba algo de tiempo para averiguar quién era el tal Víctor.
Aproveché los dos días siguientes para registrar todos los papeles de
mis padres. Miré en el trastero, la despensa, lo revolví todo. Abrí libro por
libro de la enorme biblioteca. Pero sin resultado. Con la foto en la mano llamé
a mi tía y avisé que iba a verla.
—¿Cómo estás, hijo? Pasa. Llevo todos estos días sin pegar el ojo. Dios
mío, qué desgracia. Tu madre era más joven que yo y se fue antes. No es normal.
Mi querida hermanita —. Sus sollozos me han hecho llorar también.
—Ya. La vida es así de injusta. Tía, quiero que me cuentes cómo eran mis
padres antes de que yo naciera. Encontré esta foto. Mira lo que pone detrás…
La cara de la mujer mayor se
puso pálida.
—¿De verdad lo quieres saber, hijo? Ya todos están muertos y hay que
dejarlos en paz.
— Por favor, tía. Las fechas no
me cuadran. Según esta foto, mi madre ya estaba embarazada de mí. Yo nací en
septiembre de ese mismo año. ¿Quién es este hombre? ¿Y mi padre, que pasa con
él? Necesito saberlo.
—Sergey, que en paz descanse, era un buen hombre y tú sabes mejor que
nadie, que también era un padre maravilloso. Hizo todo por ti y por tu madre; que
los dos seáis felices y con la vida arreglada. Déjalo estar.
—No puedo, tía. Por favor, cuéntame. Estoy tan confundido con todo y
siento que vivía rodeado de mentira.
—No seas tan injusto con ellos.
La mujer abrió la puerta del mueble bar y sacó una botella de whisky y
dos vasos.
— Creo que lo vamos a necesitar. Bueno, por donde empiezo… En noviembre
de 1973 tu madre se fue a Moscú para un curso. En aquella época tu padre y ella
se distanciaron por los estudios. Él se marchó a Polonia por un intercambio el
año anterior. Así que se dieron tiempo para dedicarse a sus carreras. Ahí ella
conoció a ese chico, Víctor. Ella misma
me confesó que «era el amor de su vida». Así eran sus palabras. No me quería
escuchar ni a mí, ni a nuestra madre. Papá, tu abuelo, dijo que la dejemos en
paz y que ella ya era mayorcita para saber lo que quería. Él era un periodista.
De esos que buscan «cinco pies al gato». Lo que ella no nos contó que Víctor
estaba investigando sobre un asesino y violador. Ni la policía, ni sus jefes le
creían. Lo tenían por un loco. Víctor estaba obsesionado con la idea que era el
mismo asesino que mató y violó a nueve mujeres. Aquellos eran tiempos difíciles
y nadie quería pensar que podía existir alguien así. A finales de mayo, él fue a
las afueras de Moscú en busca la información sobre un crimen más reciente. Y
nunca volvió. Jamás se supo de él. Tu madre estaba desesperada. Tocó en todas
las puertas para que lo busquen. Pero las autoridades se rieron en su cara —. Su
tía se mojó los labios en el whisky y siguió con el relato —. Al asesino lo
detuvieron un par de años después. Había matado y violado a más de treinta
mujeres. Víctor tenía razón. Pero nadie lo reconoció. Quedó completamente
olvidado. Tú naciste en Moscú. Tu abuelo fue hasta allí a buscarlos. Ahí estabais
solos, ya que Víctor era huérfano. Tu padre, Sergey, cuando se enteró de todo, pidió
a tu madre en matrimonio. Nunca la dejó de querer. Mi hermana, cabezota ella,
lo rechazó por dos veces. Pero tú necesitabas a un padre y él te quiso nada más
verte. Y cuando lo llamaste «papá», mi hermana aceptó. Han tenido una buena
vida. Muy buena. Aunque la vi alguna vez con esta foto en la mano y la mirada
ausente, llena de nostalgia.
Después de oír toda la historia he podido completar la mía. Por fin
comprendí esa parte obsesiva e indagadora de mi carácter que desconfiaba y buscaba
la verdad por encima de todo. También, por qué yo no soportaba la injusticia y ponía
todas mis fuerzas en la búsqueda y detención de un violador o un asesino. En toda
mi familia yo era el primer agente de policía.
21/09/2023,
Gijón
28 de marzo de 2023
Final
17 de marzo de 2023
"Hola, guapa"
7 de marzo de 2023
Solo
26 de febrero de 2023
Hacia la libertad
23 de febrero de 2023
Justicia
La llamada de su abogado la dejó atónita: su violador quedará en libertad por un absurdo error burocrático.
El ser que destrozó su vida, rompió su alma y su cuerpo en mil pedazos, saldrá de prisión en unos días, mientras ella lleva viviendo en una cárcel impuesta desde que se cruzaron sus caminos.
Rabia, odio y consternación la dejaron sin ganas de ver el día de mañana. El recuerdo de sus manos asquerosas, de su respiración y jadeos, del dolor entre las piernas y en la garganta, la hizo vomitar.
¿Cómo vivir sabiendo que él anda suelto?
¿Qué podría hacer al respecto?
Decidió esperar. Y esperó...
La discoteca está llena de gente apretujada. La espalda del hombre, al descubierto. Un tropezón, una disculpa acompañada con un "¿te acuerdas de mí?", y el cuchillo entrando... Una, dos, tres veces... Gritos y gente corriendo.
18/11/2022, Gijón
14 de febrero de 2023
Esperanza
20 de noviembre de 2022
EN LA NOCHE
EN LA NOCHE
Hombre de negro
Es noche cerrada.
Silencio. No se ve ni un alma. El viejo barrio está sumido en un sueño
intranquilo. En alguna parte de la negrura empieza a oírse el eco de unos pasos
que poco a poco resuenan en toda la calle, pobremente iluminada.
Las paredes oscuras
de los edificios acechan al transeúnte. Las ventanas, cerradas a cal y canto,
son incapaces de proteger a sus habitantes de frío y humedad. Las sucias farolas
apenas dan luz para reunir enjambres de insectos. La atmósfera execrable llena
cada recoveco. Parece que el mismo mal está al asecho de algún incauto.
Al acercarse los
pasos, un gato callejero, muy cenceño, queda atónito en medio de la calle. Él
conoce el comportamiento insidioso y atrabiliario de los humanos y se mete en el
primer agujero que ve. Por ahora, estará a salvo. Los pasos continúan su
camino.
De repente unas
risas y el jolgorio rompen el tenso silencio cuando una taberna escupe a un
borracho. El tipo profiriendo obscenidades y con ganas de una buena trifulca
grita algo al transeúnte. Este se le acerca. Con un movimiento rápido un puñal
atraviesa las ropas andrajosas y el borracho cae con la mirada perpleja,
balbuceando un galimatías. El asesino limpia la daga con un pañuelo níveo y
prosigue su camino.
Más adelante, en una
pequeña plaza, un par de prostitutas se acercan a una farola para contar los
míseros peniques. Con este frío hay pocos clientes. Apenas les llegará para
pagar el cuartucho de mala muerte. Y para comer habrá que seguir trabajando. La
noche es larga. Igual les cae algún ricachón generoso.
La figura oscura con
pasos firmes se dirige hasta ahí. No lo esperan. Ellas, tan denostadas por los
demás, son una presa fácil. Nadie las echará en falta. No son nada, pero sus
corazones frescos serán perfectos para que el experimento siga adelante. El
Maestro estará complacido y le permitirá verla, aunque un minuto.
La daga brilla en la
noche…
9 de noviembre de 2022
Sacrificio
Lo ha cogido por sorpresa, justo cuando entraba en el coche, y hasta ahora no ha pedido nada, salvo conducir por la oscura y solitaria carretera hasta su casa. Él no puede permitir que el desconocido invada su hogar: su familia está ahí.
Cada curva les acerca al destino. Los intentos de convencer al individuo dejaron su cara hecha carne. Él sabe que más adelante hay un viejo roble, pegado a la carretera. Pisa el acelerador a fondo.