El pan de Eliza
La guerra había terminado…
De la aldea de Tres Pinos, solo quedó
el nombre. Los tres troncos quemados se alzaban hasta el cielo como tres
gigantes negros. Con sus ramas retorcidas y rotas, los pinos lloraban, y su
savia ámbar, que bajaba en finos riachuelos, se endurecía y brillaba bajo el
sol de principio de otoño.
Los habitantes, que se habían
escondido en las profundidades del bosque, empezaron su triste regreso al
hogar. Mujeres, niños y viejos, acompañados de unos pocos hombres, (ya que
muchos estaban en la guerra o caídos en las batallas), con lágrimas,
contemplaban las ruinas de sus vidas. Las casitas de adobe y madera, saqueadas
y algunas, quemadas, ofrecían una dolorosa imagen.
Eliza, la panadera del pueblo, estaba
de pie frente a su casa. No estaba quemada, pero su puerta de roble macizo colgaba
de un solo gozne; las ventanas sin vidrio parecían los ojos de un muerto. El
suelo estaba cubierto de trocitos de cerámica y de utensilios de cocina rotos…
Ella solo estaba preocupada por una cosa, el horno. Con el corazón encogido, entró. El destrozo de
sus pertenencias la llenó de congoja… El horno de pan tenía una grieta que, como
una cicatriz, lo recorría de arriba abajo. Eliza se encomendó a Dios, con
esperanza de que, aun así, pudiera cumplir con su cometido.
La mujer, con mucho esfuerzo, movió el
viejo arcón, dejando a la vista la trampilla al sótano. Se sintió aliviada: los
saqueadores no la habían visto. Su “tesoro”: bandejas de hierro, varios sacos
de trigo de centeno y un tarro de miel que pudo esconder antes de huir — estaba
a salvo. Después de limpiar y ordenar, se puso a hacer el pan…
Los habitantes en silencio se
afanaban en arreglar sus casas y en limpiar los estragos. Entre los ruidos de
hachas y martillos, se oían sollozos y quejas de los hambrientos niños: las
bayas y las setas no llenaban sus barrigas. Sin monedas o productos para hacer el trueque,
solo quedaba rezar y esperar el día siguiente…
Al llegar la noche, Eliza metió las
hogazas en el horno. Cuando sacó la primera bandeja, el olor al pan recién
hecho, se expandió por su casa. Y a través de las tablas que tapaban las
ventanas llegó a las calles del pueblo, dormido con un sueño inquieto.
Las horas pasaban y la cocina se
llenaba de los panes. Eliza los pintaba con un moñito de hierbas aromáticas mojado
en la aguamiel. Esta se secaba en las cortezas calientes dejando un apetecible
brillo dorado. El pan de centeno y miel, la receta que heredó de su abuela,
estaba listo para ser repartido. Como una sombra más, la panadera con mucho
sigilo recorrió las calles de Tres Pinos, dejando el pan en las casas de sus
habitantes.
A la mañana siguiente, nadie dijo
nada. Pero se oyeron las risas de los niños. Eliza estaba feliz y volvió a hacer
el pan, rezando para que el horno aguante, y después lo repartió, ocultándose
en la noche.
Al tercer día, cuando la mujer salía
de casa, en la puerta encontró un ramo de flores. Después, unas bayas
silvestres. Les siguieron los cubos llenos de agua. Sal. Huevos… El juego continuó varios días más. Por la noche,
Eliza repartía el pan y por la mañana encontraba los pagos que le dejaban sus
vecinos.
Hasta que una mañana, alguien llamó a
su puerta. Era Marcos, el albañil del pueblo. Detrás de él, los vecinos,
sonrientes.
—Buenos días, Eliza. Este pan tan rico
que haces, no lo puedes hacer en una casa sin ventanas, con una puerta que
apenas cierra y el horno que está a punto de partirse por la mitad. Venimos
para ayudar.
Eliza, con las lágrimas en los ojos y
sorprendida por tanta generosidad, les dio la bienvenida. Enseguida su casa se
llenó de ruido, de risas y de canto…
El sol de otoño teñía de oro los
tejados de caña recién colocada. La brisa templada jugaba con las hojas caídas.
El gallo en alguna casa de un poco más allá cantaba a plena voz. La vida
tranquila después de tanto dolor se hacía notar poco a poco.
Eliza, sentada en un tocón y rodeada
de alegres niños, se sentía abrumada y… agradecida. Y en aquel momento se dio
cuenta de que, al salvar la panadería, se salvaba el pueblo. Y que la esperanza,
como el olor al pan recién hecho, llegaría a todos los rincones de aquella
aldea, llamada Tres Pinos, y a mucho más allá: a la comarca que estaba
recuperando la paz. Aunque no por mucho tiempo, pero, al fin y al cabo, la añorada
paz.
13/06/0225,
Gijón
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Pluma del Este