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21 de febrero de 2025

Babuci

 Babuci


 

Docenas de babuci, sentadas en las banquetas y las cajas de fruta, ocupan la acera alrededor del mercado. Ellas son la alegría para la vista con sus vestidos estampados, los delantales replanchados y los pañuelos florales en las cabezas.
   Venden un poco de todo: las pipas de girasol y calabaza, los caramelos de colores en un palo, las cestitas repletas de frambuesas y grosellas, las galletas caseras, los pyrozhký, rellenos de carne picada, mermelada o requesón; las manzanas recién cogidas del árbol, expuestas sobre los paños impolutos, las zanahorias, los tomates de un rojo intenso, los ramos de olorosas peonías…
    Aunque es la costumbre, mi madre nunca regatea con ellas, y les paga lo que le piden. Un día me dijo que ella misma podría ser una de estas abuelitas. Entonces yo no lo entendí. Mi mamá, tan joven y guapa, jamás sería una viejita arrugada, con las manos llenas de callos. Se lo dije y ella me dio un beso y me compró una piruleta.
   En aquel momento yo no sabía que tenía la razón: mi mamá nunca llegó a envejecer. Yo era solo una niña que estaba feliz chupando un osito de caramelo rosa.
 

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Nota de autor:
Babuci – pl. “abuelas” en ucraniano.
Pyrozhký – en Ucrania, similar a las “empanadillas”.



                                                                                                                                         
                                                                                                                           20/02/2025, Gijón
                                                                                                              © La Pluma del Este

19 de febrero de 2025

La carretera hacia la muerte

La carretera hacia la muerte 

En memoria de mi abuelo Vania





Estaba congelado.
Los primeros días podía sentir cómo los dedos se encogían dentro de los toscos botines. Le dolían. Siguiendo el consejo del compañero de litera, empezó a envolverlos en trapos para aislarse del gélido suelo siberiano. Pronto los pliegues de tela le provocaron las ampollas que reventaron, segregando la sangre y el pus. Se acostumbró.
   Los labios rajados por el viento polar apenas pronunciaban las palabras. Alguna vez, muy rara, entre los compañeros compartían un trozo de grasa de oso, para suavizar los labios y quitar los pellejos de la piel seca. La boca se le llenaba de sangre caliente. Dolía. Pero él sabía que era un dolor buscado y que significaba que todavía podía sentir y saborear.
    Era un hombre de treinta y cuatro años y ya era un viejo doblado por los trabajos forzados. Su vista empezaba a fallarle. La nieve de un blanco brillante le quemaba las pupilas. Aunque para lo que había que ver, le era suficiente. Se acostumbró también.
   Su cuerpo gritaba y protestaba por la mísera comida, la suciedad, el frío y los castigos. Con el tiempo, el dolor ya era un órgano más.
   ¿Humanidad y esperanza? Las palabras muy lejanas y con un significado olvidado ya. ¿Y la fe? Esta quedó sepultada bajo kilómetros y kilómetros de la carretera junto a los incontables cadáveres de otros tantos como él, “enemigos del pueblo soviético”…
   La saloma, cantada por miles de gargantas rotas, se elevó hacia el cielo plomizo y se expandió por la interminable carretera de la muerte. Los trabajos gloriosos en honor y la grandeza del amado líder continuaban…

 

Foto del Museo Nacional de la República Komy.


 


Uno de tantos cementerios de los presos políticos que pasaron por el Gulag (Vorkuta).

 

Cartel pone: "El trabajo es el honor, la gloria, la valentía y el heroísmo". I. Stalin


Nota de autor: Hay pocos documentos fotográficos de aquella época que cubrió unos cuarenta años de la historia de la URSS. Mi abuelo paterno, de 1943 a 1953, estuvo preso en un Gulag siberiano. Participó en la construcción de la "carretera de la muerte": la carretera de Kolyma. Quedó en libertad a la muerte de Stalin en 1953. 

18/02/2025, Gijón

© La Pluma del Este


20 de noviembre de 2024

No se han ido

 No se han ido




 

El sol matutino se asomó de entre los árboles y se desparramó por el claro. El plácido e invernal sueño se rompió. La batalla de bolas de nieve ha empezado. Decenas de proyectiles, de un lado y de otro, dieron en el blanco…
   Las carcajadas infantiles llenaron el silencioso parque con alegría y gozo. Algún bromista sacudió las ramas bajas y la lluvia nevada cubrió por completo a los pequeños traviesos. El jolgorio, acompañado de bolas voladoras de nieve, asustó a los indignados pájaros. Los niños corrieron hacia los columpios.
   —¡Quién llega el primero, puede montar el columpio dos veces! ¡Nico, sígueme!
   —¡No es justo! Yo tengo los pies pequeños y Sergey y Nico, siempre llegan primeros… No es justo… No voy.
   —Katia, no les hagas caso. Ya sabes cómo son. Te toman el pelo. Además, ellos no son tan malos. Son solo… chicos. Y te quieren. Dame la mano; verás qué rápido llegamos. —Las dos chicas, corrieron alborozadas cuando sus amigos ya montaban en el columpio. Y para resarcirse, las niñas empezaron a lanzarles las bolas de nieve.
   El jolgorio se interrumpió cuando por el recodo del camino aparecieron una mujer con una niña de unos cinco-seis años. Se dirigieron hacia el parque. Los chicos, sorprendidos por la inesperable compañía, han huido, dejando los columpios oscilando en vacío.
   —¡Mamaaaa! ¿Por qué los niños se fueron? Yo quiero jugar con ellos. ¿Por qué ellos no quieren jugar conmigo?
   —¿Qué niños, cielo? Ahí no hay nadie. Solo estamos tú y yo.
   —¡Sí que estaban! Dos chicos grandes, una chica grande y una como yo. Se han ido por ahí…
   —Cariño, aquí no había nadie. Ven al columpio. Te empujaré lo más fuerte que pueda. Hasta el mismísimo cielo.
   Cuando se acercaron, los delicados copos de la nieve ya empezaban a cubrir las múltiples huellas de pequeños pies, que se alejaban hacia la espesura del parque… Ahí es donde había un orfanato… Antes de la guerra.
   —¡Mamá! ¡Te lo dije! Yo vi a unos niños. Quiero jugar con ellos. Vamos a buscarlos.
   —No, cielo. Ahora tenemos que irnos. Empieza a nevar. Vendremos el otro día. —La madre, con un gesto disimulado, secó una lágrima y cogió a su hija en brazos. Los rumores eran ciertos. Los niños no se habían ido…




20/11/2024, Gijón
 
 

19 de octubre de 2024

Leleka

Leleka 



Hace mucho, mucho tiempo, cuando todavía no existían países que conocemos hoy, en la vasta estepa de Europa oriental, donde el río Slavútich corre hacia el mar, había un asentamiento eslavo.
  Sus pobladores, gente humilde y pacífica, vivían en casas de troncos de madera, medio enterradas en el suelo, y con los tejados de paja. Sus vidas eran sencillas: sembraban la tierra, cazaban, recogían bayas silvestres, pescaban, cuidaban del ganado. También comerciaban con otros asentamientos.
   Ya en aquella época existían los oficios de tramperos, curtidores, carpinteros, y nunca podía faltar un herrero.  Y en nuestro poblado había uno que con su joven esposa y dos hijos pequeños: una niña de tres primaveras, y el chico, de unas pocas lunas – vivían en una bonita casa cerca de la empalizada.
   Una tarde de caluroso y seco agosto, sobre el asentamiento cayó una gran tormenta. El día se hizo noche. Los rayos barrieron la estepa. Los truenos hicieron temblar el suelo. El ganado se asustó y se desperdigó por los campos. Casi todo el pueblo corrió en su busca. También el herrero con su mujer, dejando solos a sus hijos que dormían ajenos a todo el alboroto.
   De repente, un rayo impactó en el tejado de una casa. Este se prendió en un abrir y cerrar de ojos. La lluvia no podía apagar el fuego que devoraba la paja con gran ferocidad. Los perros empezaron a ladrar y aullar. Pero no había nadie cerca para apagar las llamas.  
   Desde lejos los vecinos vieron el incendio y dieron la vuelta. El ganado no importaba, ya que, con el viento tan fuerte, el fuego podría destruir el pueblo entero.
   El herrero y su mujer gritaron impotentes: era su casa la que se quemaba y con sus hijos dentro. No llegarían a tiempo para salvar a los pequeños de la terrible muerte.
  Una testigo ocasional, que interrumpió su viaje para refugiarse del temporal en un establo, observaba el horror que se expandía delante de sus ojos. Una casa se quemaba. Perros no paraban de aullar. Y un sonido, suave y repetitivo… Un llanto… De un bebé humano… Ella no podía hacer nada al respecto. No estaba preparada para aquello. Pero el llanto le taladraba los oídos, la empujaba a hacer algo… 
   Encontrando el valor que no tenía, la cigüeña blanca salió de su refugio. Con grandes zancadas se acercó a una ventana y saltó dentro. Había mucho humo, la paja en llamas caía desde el techo. La cigüeña, afinando su oído, encontró en un rincón a una cría humana que abrazaba con fuerza a otra más joven.
   El ave, con su largo pico, agarró a una de las criaturas por sus plumas de tela y la arrastró fuera. La dejó ahí, bajo la lluvia, y volvió a meterse dentro a por la otra.
   El calor abrazador le quemaba sus largas patas. Sus plumas blancas se ennegrecieron por el hollín. Con el pico la cigüeña intentaba apagar el fuego. Por fin, pudo a agarrar a la cría humana y, con las últimas fuerzas que le quedaban, se arrojó por la ventana.
   Ya entonces había mucha gente alrededor luchando con el fuego. El herrero y su esposa abrazaban a sus hijos llorando y dando las gracias a Dios y al ave que, sacrificándose, salvó la vida de los niños. 
   La cigüeña pasó más de una luna recuperándose de sus quemaduras, cuidada por los humanos. Desde entonces su pico y patas se han vuelto rojos y las alas, se tiñeron de negro.
   El herrero estaba muy agradecido. Y en un enorme árbol construyó un nido para que la salvadora de sus hijos pudiera anidar cerca.
   Y así, después de muchos años, que se convirtieron en siglos, alrededor de los pueblos, en los postes, los árboles, en las cúpulas de las iglesias, podemos ver impresionantes nidos de las cigüeñas, protectoras de hogar y de niños.





Nota de autor:
Leleka (ucraniano) es cigüeña.
Río Slavútich hoy lo conocemos por el río Dnipró – más grande de Europa.
Eslavos – aquí hablamos sobre los pueblos que habitan en Ucrania. Cabe señalar que los eslavos son el grupo etnolingüístico más grande de Europa central y oriental.
Primavera — medida de tiempo que se entiende como un año.
Lunas — medida de tiempo de un ciclo completo de luna, cercana a un mes.


                                                                                    19/10/2024, Gijón

1 de febrero de 2024

Katia

 Katia


 

La pesada cadena le permite lo justo para llegar al agujero donde hacer sus necesidades. La cámara con su ojo de cíclope sigue cada uno de sus movimientos. A principio le daba mucha vergüenza, después, se acostumbró.
   Las heridas de los grilletes han creado una putrefacta costra en sus delicadas muñecas. El pelo, antes castaño y brillante, desde hace mucho necesita un buen lavado. De hecho, toda ella, sucia y llena de golpes, se asemejaba más a un animal que a un ser humano.
   Morder a sus captores y desafiarles tenía su castigo. No les obedecía. No admitía que le saquen las fotos en todas las posturas repugnantes posibles, haciendo cosas asquerosas con hombres adultos y hasta con animales… Después de una tremenda paliza terminó en este agujero. Ya perdió la noción de tiempo. ¿Cuánto lleva aquí? ¿Una semana? ¿Un mes?
   Hace mucho que no le traen ni agua ni comida, un trozo de pan rancio.  Arriba no comía tan mal. La necesitaban relativamente sana y bien parecida para las películas.
   A principio lloraba mucho. Ahora solo vagaba por el mundo de sombras de su vida pasada. ¿Acaso la tuvo? ¿O ha sido solo un sueño y ella siempre ha vivido en este agujero, encadenada a la pared y en plena oscuridad?
   Por una rendija de la ventana tapiada entró un rayo de luz. Muy pequeñito. Lo saludó. Le habló hasta que se ha ido. Y de nuevo, la oscuridad. Ella se enroscó como un perro y se abandonó a la inconsciencia.
   Explosiones… Disparos… Gritos… Ella ya está acostumbrada. La guerra es así. El ruido de una lucha cercana. Otra vez disparos, pero aquí, al lado… Un chillido… Una puerta que se abre… Un haz de luz… Voces… Aquí, cerca… Más voces… La reja se abre… Alguien entra en su jaula. Ella está muerta de miedo. Otra vez, no …
   La suave voz de una mujer le pregunta en ucraniano de cómo se llama. Le responde: «Katia». Hombres hablando, también en ucraniano. Le quitan los grilletes y la cadena del pie, la cubren con algo. Uno la coge en brazos. Ella se resiste, muerde y chilla. La mujer le dice muy bajito que está a salvo, que todo se acabó y que volverá a casa …
   Una lágrima resbala por la mejilla de la niña antes que esta se desmaye …





                                                                 
                                                                      01/02/2024, Gijón


25 de septiembre de 2023

El secreto de mi madre

El secreto de mi madre

  


Como en un sueño entré por la puerta de mi casa. Sabía que tenía que buscar algo. Ah, sí. La ropa. Un vestido, creo. De mi madre. Contemplarla con aquella tela blanca era como verla desnuda. Y ella siempre ha sido muy coqueta.
   En su habitación todo seguía igual: la cama cubierta con un edredón de flores y un libro abierto; en la mesita, un jarrón con tres gerberas rojas; sus zapatillas en la alfombrilla de la cama y tropecientos marcos de fotos en la cómoda.
   Abrí el armario. El olor de su perfume me llenó los pulmones de recuerdos. Toqué su vestido verde con flores bancas diminutas, uno de sus preferidos: lo llevaba puesto cuando cenó por última vez con mi padre. Hace unos once años de aquello. Una americana de mi papá, también guardada para recordar. La gente mayor tiene unas fijaciones que no comprendemos. ¿Pero quién sabe qué tocará a nosotros? Prenda por prenda vi los últimos años de la vida de mi madre. Todo de colores alegres. Ella odiaba el negro.
   Por fin, debajo de una gabardina, encontré lo que buscaba: el vestido azul con lunares blancos. Al sacarlo, al suelo cayó un sobre amarillento. Qué raro. Dentro había una fotografía de una pareja joven: mi mamá y un hombre que no era mi padre. Los dos abrazados y sonriendo con las caras llenas de felicidad. Salí con estupor de mi abotargamiento. ¿Quién era él? ¿No se supone que mis padres se conocieron desde muy jovencitos y eran novios de toda la vida?
   Detrás de la foto con las letras apenas inteligibles estaba escrito: «14 de abril, 1974, Moscú. Olga y Víctor, amor para siempre».
   No entendía nada. Yo nací el veinte de septiembre. ¿Qué hacía mi madre en Moscú unos meses antes? En la foto ya estaría embarazada de mí. Aquello era un error, pero ahora no era el momento de indagar, después del funeral preguntaré a mi tía. Ella sabrá algo, seguro.
   Decenas de caras, algunas desconocidas, estuvieron dándome el pésame. Los de la funeraria y del seguro trajeron un montón de papeles para firmar. Y yo, como en un túnel, solo esperando que llegue el fin de aquello. Deseaba estar a solas con mi mamá para despedirme y disculparme por no pasar mucho tiempo con ella.
   Al día siguiente, iglesia, el cura, el organista y más firmas y pagos. Hay una parte de este proceso que es fría y burocrática, pero inevitable. El sonido de la losa de mármol, cerrando la tumba, dio por finalizada una etapa de mi vida. Adiós, mamá.
   Mi tía me llamó varias veces para ver que tal estaba y si quería tomar un café con ella. Mi madre era su hermana y la pobre lo pasaba fatal. Pero yo necesitaba algo de tiempo para averiguar quién era el tal Víctor. 
   Aproveché los dos días siguientes para registrar todos los papeles de mis padres. Miré en el trastero, la despensa, lo revolví todo. Abrí libro por libro de la enorme biblioteca. Pero sin resultado. Con la foto en la mano llamé a mi tía y avisé que iba a verla.
   —¿Cómo estás, hijo? Pasa. Llevo todos estos días sin pegar el ojo. Dios mío, qué desgracia. Tu madre era más joven que yo y se fue antes. No es normal. Mi querida hermanita —. Sus sollozos me han hecho llorar también.
   —Ya. La vida es así de injusta. Tía, quiero que me cuentes cómo eran mis padres antes de que yo naciera. Encontré esta foto. Mira lo que pone detrás…
     La cara de la mujer mayor se puso pálida.
  —¿De verdad lo quieres saber, hijo? Ya todos están muertos y hay que dejarlos en paz.
  — Por favor, tía. Las fechas no me cuadran. Según esta foto, mi madre ya estaba embarazada de mí. Yo nací en septiembre de ese mismo año. ¿Quién es este hombre? ¿Y mi padre, que pasa con él? Necesito saberlo.
   —Sergey, que en paz descanse, era un buen hombre y tú sabes mejor que nadie, que también era un padre maravilloso. Hizo todo por ti y por tu madre; que los dos seáis felices y con la vida arreglada. Déjalo estar.
   —No puedo, tía. Por favor, cuéntame. Estoy tan confundido con todo y siento que vivía rodeado de mentira.
   —No seas tan injusto con ellos.
   La mujer abrió la puerta del mueble bar y sacó una botella de whisky y dos vasos.
   — Creo que lo vamos a necesitar. Bueno, por donde empiezo… En noviembre de 1973 tu madre se fue a Moscú para un curso. En aquella época tu padre y ella se distanciaron por los estudios. Él se marchó a Polonia por un intercambio el año anterior. Así que se dieron tiempo para dedicarse a sus carreras. Ahí ella conoció a ese chico, Víctor.  Ella misma me confesó que «era el amor de su vida». Así eran sus palabras. No me quería escuchar ni a mí, ni a nuestra madre. Papá, tu abuelo, dijo que la dejemos en paz y que ella ya era mayorcita para saber lo que quería. Él era un periodista. De esos que buscan «cinco pies al gato». Lo que ella no nos contó que Víctor estaba investigando sobre un asesino y violador. Ni la policía, ni sus jefes le creían. Lo tenían por un loco. Víctor estaba obsesionado con la idea que era el mismo asesino que mató y violó a nueve mujeres. Aquellos eran tiempos difíciles y nadie quería pensar que podía existir alguien así. A finales de mayo, él fue a las afueras de Moscú en busca la información sobre un crimen más reciente. Y nunca volvió. Jamás se supo de él. Tu madre estaba desesperada. Tocó en todas las puertas para que lo busquen. Pero las autoridades se rieron en su cara —. Su tía se mojó los labios en el whisky y siguió con el relato —. Al asesino lo detuvieron un par de años después. Había matado y violado a más de treinta mujeres. Víctor tenía razón. Pero nadie lo reconoció. Quedó completamente olvidado. Tú naciste en Moscú. Tu abuelo fue hasta allí a buscarlos. Ahí estabais solos, ya que Víctor era huérfano. Tu padre, Sergey, cuando se enteró de todo, pidió a tu madre en matrimonio. Nunca la dejó de querer. Mi hermana, cabezota ella, lo rechazó por dos veces. Pero tú necesitabas a un padre y él te quiso nada más verte. Y cuando lo llamaste «papá», mi hermana aceptó. Han tenido una buena vida. Muy buena. Aunque la vi alguna vez con esta foto en la mano y la mirada ausente, llena de nostalgia.
   Después de oír toda la historia he podido completar la mía. Por fin comprendí esa parte obsesiva e indagadora de mi carácter que desconfiaba y buscaba la verdad por encima de todo. También, por qué yo no soportaba la injusticia y ponía todas mis fuerzas en la búsqueda y detención de un violador o un asesino. En toda mi familia yo era el primer agente de policía.
 



                                                                                                21/09/2023, Gijón

4 de julio de 2023

Los zapatos soñados

Los zapatos soñados





Mi amiga me dio el chivatazo: a la zapatería de su barrio llegarán los zapatos de tacón de aguja, el sueño de cualquier chica de diecisiete años. Yo ya trabajaba por entonces y podía permitirme este gasto.
  Quedamos dos horas antes de la apertura. Era todavía de noche, nevaba y hacía muchísimo frío. En la puerta ya se veía una enorme cola que daba la vuelta a la manzana. Aun así, nos quedamos para tentar la suerte.
  En aquellos años casi no había cafeterías, así que trajimos los bocadillos y los termos con el té. Nos turnábamos para ir al baño y calentar los pies en casa de mi compañera.
   Pasaban las horas y la cola apenas se movía. A las que intentaban colarse, las atacábamos como hienas. ¡Serán sinvergüenzas!
  Después de unas siete horas, mi amiga tuvo que irse. Por delante quedaba una treintena de personas. Yo no me iba a echar atrás. Deseaba esos zapatos por encima de todo. Las caras de las afortunadas despertaban en mí una tremenda envidia. Pronto yo sería una de ellas.
   Por fin entré…
  La zapatería estaba arrasada. En un estante del fondo quedaba un último par: negros, acharolados, de tacón alto y fino. Mi sueño… Y de números diferentes. No me importó. Después de casi diez horas, eran míos. Con un poco de algodón en la punta, estarán perfectos.
   Corría el año mil novecientos ochenta y ocho en Ucrania soviética.





                                                                                             29/03/2023, Gijón

14 de febrero de 2023

Esperanza

 Esperanza

… La guerra terminará algún día y la vida volverá a vivir.


 
   El invierno tardío cubre las calles con la sucia y pringosa nieve. Ni todas las ventiscas del mundo podrían ocultar los retorcidos esqueletos de los árboles y las siniestras ruinas de los edificios. Parece que la ilusión y la belleza invernal han abandonado aquella tierra, herida de muerte.
    No se oye nada; la desolación lo envuelve todo. No se ve ni un alma; la vida, que otrora repasaba esta ciudad, ahora estaba muerta.
    De repente, una risa infantil rompe el silencio estancado. Entre las ruinas de lo que antes era un orfanato aparece flotando un globo rojo y le sigue una carita sonriente de un niño. 
   —¿Quieres jugar?— pregunta.
    Esperanza…






                                                                        18/11/2022, Gijón



15 de octubre de 2022

El regalo

El regalo

 


Me llamo Alex.
Hoy cumplo seis años. Mis papás dicen que es un día muy especial. A mí me parece como Navidad, sin arbolito, pero con muchos regalos. Hoy es diferente: mi papá no está. Se fue a la guerra. Yo y mi mamá nos escondemos en la casa de los abuelos.
   Timbre…
   Es un mensajero.
   Mamá sonríe y me da una caja.
   —¡Hurra! ¡Iron Man! ¡Mi héroe preferido!
   Teléfono…
   Mamá grita y rompe a llorar. Me abraza muy fuerte.
   — Alex, cariño, ya no tenemos a papá, se fue al cielo.
   Yo miro a mi nuevo juguete, el último regalo de mi padre.
   Para siempre

                                                                 














                                                                                                                                      
                                               Dedicado a los niños ucranianos que nunca volverán a ver a sus padres