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10 de octubre de 2025

Doña Paca

 

Doña Paca

 

 

«Meigas.

Haberlas, haylas».

Un dicho gallego

  

Tanto si querías enterarte de algo o asistir al entierro de alguien; comprar un kilo de azúcar o un puñado de clavos; tomar una pinta de vino o un café de la manga, la bodega Camiño Verde era el lugar apropiado.
          Desde hacía mucho, de hecho, nadie lo recuerda, lo regentaba doña Paca: una mujer de una edad indeterminable. De niños la recordábamos de la misma manera: un delantal floreado impecable, el pelo canoso en un moño muy estirado y los ojos verdes detrás de las gafas, mirando muy dentro de ti. Yo acabo de cumplir los cincuenta y doña Paca está igual. Es como si el tiempo no pasara por ella.
          En Camiño Verde, aparte de lo expuesto arriba, se daba la comida. El mismo menú: el conejo guisado con patatas fritas, bollos rellenos de carne… de conejo y la empanada… Adivinen. Sí. De conejo también. Para la tranquilidad de espíritu de los parroquianos, doña Paca no los hacía a la vez. Y, menos mal. Sin embargo, de postre no había nada, ya que a la doña no le iban los dulces.  Tampoco le iba la gente faltosa y maltratadora de mujeres, niños y hasta animales.
         Cuando tenía delante a un energúmeno así, lo miraba fijamente y sus ojos verdes oscurecían y sus labios pronunciaban unas palabras. Lo he visto en persona. Soy muy observadora, ¿sabe? Y al día siguiente, doña Paca colgaba el menú con algún plato de conejo. ¡Qué cosas! Imagino que, la pobre, se desquitaba de su mal humor cocinando. Pero su fijación por la carne de conejo era del todo inexplicable.
          Pasaban los años, los chiquillos crecíamos; la gente se moría y se celebraban los bautizos; los alcaldes cambiaban de color y en Camiño Verde el tiempo permanecía parado. En otros locales de la comarca ya tenían las televisiones en color, juegos de mesa para la chavalería, hasta las máquinas de esas… ¡Tragaperras! Pero la doña Paca se resistía a lo moderno y solo cobraba en dinero contante y sonante. Por aquella época ya empezaban a aparecer los inspectores. De trabajo, de sanidad, de hacienda… Mira, igual como usted. Algunos muy educados y respetuosos, otros, todo lo contrario… Uff, parecía que habían sido engendrados por el mismísimo Belcebú. Le querían poner multas por todo. Pobre doña Paca… Nunca tuvo los ojos tan oscuros, casi negros. Y nunca comimos tantos platos de conejo. Hasta lo ponía de pincho. Ah, pero con una nueva receta, por la recomendación mía, el conejo escabechado. ¡Qué delicia!
          Perdóneme usted, señor inspector, le solté un rollo tremendo. Veo que esta carta de la Hacienda viene a nombre de la doña Paca. Cuánto lo siento. Pero no está. Se ha jubilado y me ha dejado el negocio. ¿Quién soy? No, no soy su hija. ¿Qué dice? ¿De veras le parezco mucho? Gracias por el cumplido. Soy doña Pácata. A su servicio. ¿Un café? ¿Un vinito? ¿No? Pues, vale. ¿El libro de cuentas? De eso no tenemos, señor… No le acepto esas faltas de respeto. No, señor. Aunque, si insiste. Déjeme verlo un poco de cerca. Su cara me suena muchísimo…
 

“Coello serás, coello quedarás,
ata que o vento leve o mal que fixeches.”
 
Conejo serás, conejo quedarás,
hasta que el viento se lleve el mal que hiciste.
 

          De nuevo tendré que tirar de YouTube para más recetas de conejo. Y mira que me hubiera gustado cocinar algo diferente. Pero lo que Dios ha repartido, el hombre no lo ha de cambiar.
 


26 de septiembre de 2025

Belleza que no ves

 

Belleza que no ves

 

 

El muchacho se encontraba metido en la burbuja de la apasionada relación con su móvil. Con espalda encorvada y los ojos fijos en la pantalla, estaba ajeno al mundo que lo rodeaba. El mundo también lo ignoraba: el sol, como cada día, bañaba en oro las copas de los árboles y pintaba en arcoíris los chorros de la fuente; el viento seguía jugando con las hojas; los atrevidos gorriones robaban las migas de pan a las palomas y los viandantes iban a sus asuntos. El muchacho sintió un suave golpe en la rodilla. Alzó la mirada: un viejo en gabardina (en un día de sol y sin una pizca de nubes) y gafas oscuras con un bastón blanco tanteaba el banco en busca de asiento.

          —Perdona, joven —dijo el anciano con voz serena—, me siento aquí cada tarde. Podemos compartir el banco.

          El chico dudó un momento, pero se movió a un lado. Agarró el teléfono y volvió a construir un muro alrededor. El anciano se dejó caer despacio, con movimientos medidos por la costumbre, y levantó su cara hacia el cielo.

          —El tiempo va a cambiar. Huele a mar. Pronto lloverá. ¿Trajiste el paraguas, chico?

          El muchacho lo miró extrañado:

          —N-no… ¿Cómo sabes eso si… no puedes ver? —sus dedos como relámpagos se movieron por la pantalla. — La app del tiempo no dice nada de lluvia.

          El anciano sonrió:

          —Yo no necesito ver. Yo lo siento todo. Mira más allá de la fuente. ¿Acaso no hay ahí dos gaviotas bañándose en el estanque? Y justo encima otras tres, dando vueltas.

          —¿De verdad estás ciego o me tomas el pelo? —el chico lo miró con desconfianza.

          —Lo estoy desde que nací. Mis ojos nunca han visto ni el cielo, ni las nubes, ni las flores… ni el rostro de mi madre, ni el de mi hija.

          —Jolín, señor. De veras lo siento. Yo no me imagino vivir sin ver nada.

          El viejo se giró y la cara del chaval se reflejó en las gafas oscuras:

          —Pero es que no ves nada, joven. Estás metido de cabeza en este cacharro y no te fijas en lo que te rodea.

          —Sí que veo. Mira, tío. Perdón. Señor. Aquí puedo ver los vídeos con mis cantantes favoritos; seguir a los influencers; jugar online; ver lo que sea y hablar con mis colegas.

          —Y, sin embargo, no ves nada. Todo aquello es fachada y postín. Guárdate el teléfono y cierra los ojos por un momento. Mira a la belleza que te rodea. No con los ojos, sino con tu mente. Y tienes una gran ventaja sobre mí: conoces los colores.

          El chico cerró los ojos y dejó que el sol besara su pecosa nariz. Sus hombros, a principio tensos, se relajaron. Se apoyó en el respaldo. Estiró sus largas piernas y se cruzó de brazos. Aspiró el aire estival.

          El viejo esbozó una cálida sonrisa:

          —¿Qué ves?

          —Mmmm… Así de pronto. Hay gente hablando… Dos señoras mayores. Un niño. No. Una niña en el columpio. Tendrá unos cinco años. Se ríe como mi hermana pequeña. Por esto lo sé. Hay pájaros. De estos pequeños y rápidos. Gorriones. Viento con las gotas de agua… Será de la fuente. —El chico quedó ensimismado…

          —Acabas de describir un cuadro hermoso de la vida real. Solo te ha faltado un detalle. Al otro lado del estanque, enfrente de nosotros, hay un banco. Y aquella muchacha, tan bonita, dejó de leer. Cerró su libro de golpe. Se oyó hasta aquí. No te ha quitado el ojo. Yo que tú, iría a saludarla.

          El muchacho se enderezó de golpe. La chica le regaló una sonrisa.

          —Anda, ve a conocerla. Ah, —dijo el anciano con socarronería—estas gotas no son de la fuente. Corre y atecháos que va a caer un buen chaparrón. Los teléfonos no lo saben todo.




26/09/2925, Gijón
© La Pluma del Este

19 de septiembre de 2025

El gran golpe

 

El gran golpe

         

 

Eran las ocho de la tarde y el tanatorio estaba más concurrido que la calle principal en fechas navideñas. Esta mañana, en su preparación para el trabajo, con la meticulosidad tan característica de él, Ginés examinó todas las esquelas. Una especialmente le llamó la atención: de la nonagenaria doña Henriquetta Fernández Acosta, la viuda de don Juan Fernando Malaquías Buznego. La mujer había fallecido en su casa familiar rodeada por la amorosa e innumerable familia. El nombre de don Malaquías Buznego le sonaba de algo. Con un par de minutos en el ordenador, Ginés ya sabía quién era: el dueño de una empresa de grúas, fallecido hace cinco años. El matrimonio provenía de las familias de abolengo con muchas propiedades y el dinero viejo. Esa gente no escatimaba en montar un entierro con toda la solemnidad requerida. Vendrían los parientes y amigos ricos de todas partes. Será de lo más sencillo cumplir con su trabajo entre tantos lloradores de postín.

         Ahora, haremos una breve introducción para que conozcan a nuestro protagonista.

         Ginés es un ladrón de la vieja escuela, no muy inteligente, pero sí discreto. Con su metro cincuenta, incluyendo el sombrero, había hecho su carrera robando los relojes, las carteras y las joyas en los funerales de media España.  Su predilección era el Norte, donde hasta en verano llevar un traje y sombrero era de lo más normal. Y pasar desapercibido influía proporcionalmente en el éxito. Nadie sospechaba del hombre bajito y elegante, tan compungido, que parecía ser de la familia cercana de la difunta. Sí, su debilidad eran las señoras. Ginés con arte ofrecía pañuelos a los dolientes y decía las frases tan típicas como «qué pena más grande», «pobrecita mía, qué buena era», «nunca conocí a una señora tan distinguida»…

          Su técnica era bien sencilla: entraba en el tanatorio en la última hora de la tarde, lloraba un poco con unos y con otros, abrazaba a algún primo o amiga de la difunta y marchaba con sus carteras y relojes; alguna que otra pulsera o una cadena de oro, si la suerte estaba de su lado. Los trofeos, como por arte de magia, desaparecían en un compartimiento secreto de su inseparable sombrero. Las pobres víctimas, cuando se daban cuenta, ya era tarde.

          Volvemos al presente. Nuestro pequeño ladrón acababa de entrar en la sala abarrotada de posibles donantes involuntarios. Cuando transcurrió media hora, el sombrero de Ginés ya se había inundado de joyas. Por lo tanto, ya era el momento de la exitosa retirada. De repente, una corriente de los recién llegados lo llevó hacia la vitrina de cristal donde se veía a la difunta doña Henriquetta Fernández Acosta, la viuda de Malaquías Buznego, expuesta en un lujoso ataúd. Los ávidos ojos del ladronzuelo quedaron prendados de una sortija de oro con un diamante del tamaño de una aceituna gorda, que resplandecía en el dedo huesudo de la muerta.

          Un remolino de planes en la cabeza de Ginés casi hace caer el pesado sombrero. Con un diamante así, nunca tendría que volver a trabajar. Podría vivir a cuerpo de rey en algún país del Caribe. Tener a las mujeres más hermosas. Las que quiera… Un empujón sacó al soñador a la vida real. La sortija seguía brillando detrás del cristal.

          Ginés salió fuera y con mucho cuidado guardó las joyas y el sombrero en una maceta del jardín. Ya volvería a por ellos más tarde. Hacerse con el diamante era su prioridad número uno.

          Poco a poco los asistentes empezaron a abandonar la sala. Entre las idas y venidas, nadie se fijó en un hombre bajito y escurridizo, escondido detrás de un sofá.

          Los limpiadores han hecho un repaso fugaz y apagaron las luces. Ginés, como un fantasma, se escabulló entre las coronas y centros florales, agradecido por no ser alérgico al polen. Con un tremendo esfuerzo, levantó la tapa del ataúd. Y casi la suelta, encegado por el brillo del diamante. Con delicadeza y con «lo siento muchísimo, pero a donde va usted no le hace falta», Ginés trató de deslizar el anillo. Pero el dedo, obstinado hasta después de la muerte, se resistió. Ginés tiró con más fuerza. Nada. Con la mitad del cuerpo metido en el ataúd, volvió a tirar. Con tan mala suerte que perdió el equilibrio y se cayó encima de doña Henriquetta. La tapa se cerró.

          Mientras nuestro protagonista estaba asimilando el hecho de estar dentro de una caja de muerto, pegado a una muerta, se oyó un “clic”. El operario había cerrado el ataúd.

           Oscuridad… Silencio… Olor a pino barnizado y flores mustias. Y a la difunta doña Henriquetta…

          —¡No! ¡No! ¡¡Nooooo!! —susurró en voz alta Ginés. El acolchado y metros de satén blanco amortiguaron sus gritos y golpes. Pobre hombrecillo, se acordó de que nunca había podido estar en espacios cerrados. Y menos en compañía de una señora que olía a muerto. Ginés se desmayó…

          Lleno de decenas y decenas de dolientes, el cementerio estaba en silencio. El cura acababa de decir las oraciones y los parientes masculinos levantaron el ataúd para meterlo en el nicho.  Desde dentro se oyeron unos gritos amortiguados y golpes… El susto fue tan colosal que los hombres soltaron la caja y esta se estampó contra el suelo, dejando a la vista a la difunta doña Henriquetta con las faldas arriba.

          Los dolientes de la primera fila empezaron a gritar y se echaron atrás, pisando los pies a los de la segunda. Y así, sucesivamente, como las fichas de dominó, los asistentes empezaron a caer unos encima de otros. El cura soltó la biblia y se metió en el nicho de cabeza. Sus calcetines morados con los dibujos de Hulk serán la comidilla en el pueblo durante unas semanas. ¿Y nuestro hombre?

          Mientras todo el mundo gritaba, lloraba, rezaba o estaba en estado de shock, Ginés, como pudo, salió de debajo del cuerpo de la fallecida. Lo que provocó varios desmayos y aumentó el volumen de los gritos que acompañaron la estampida humana.

          El ladronzuelo respiró con un tremendo alivio y puso los pies en polvorosa. Los pocos presentes que mantenían la fuerza de espíritu solo pudieron ver un extraño resplandor cuando el hombrecillo levantó su mano para despedirse y desaparecer entre las tumbas.




19/09/2025, Gijón

© La Pluma del Este


21 de julio de 2025

Las tres damas

 Las tres damas




   —Lourdes, por el amor de Dios, ¿vas a seguir de luto en las fiestas de San Xuan? Ya pasó un año desde que murió Gonzalo, que en paz descanse. —Rezongó Mercedes, santificándose y con la cara de fastidio. —¡Pareces la Virgen de Dolores!
   —Ahí le has dado, tengo dolores por todos lados. —Le espetó Lourdes. —Y, además, soy más que una viuda. ¡Soy viudísima y con mucho orgullo!… No como otras que yo me sé. —Esta última frase Lourdes murmuró hacia dentro.
   —¿Qué has dicho? ¡Dímelo en la cara, jodia!
   —¡Chicas! ¡Chicas! No empecemos con las tonterías. —Intervino,  Maricarmen, saliendo del baño, ya vestida para la fiesta. —Lourdes, eres viuda, pero sigues viva. Así que disfruta de lo que te queda en este mundo. Que yo me acuerde, tu marido odiaba el negro. Nunca lo vi ni con un pantalón, ni con unos zapatos negros… Espera, espera… ¿Serás cabrona? ¡Ja, ja, ja! ¡Todo este tiempo lo hiciste adrede!   
   Las tres amigas se partieron de risa. Como en los viejos tiempos, con sus setenta y tantos bien llevados y con el peso de vivencias encima, seguían pareciendo unas chavalas.
   Las calles del pueblo, como unos ríos de colores, llenos de vecinos y visitantes, vestidos en ropas de domingo, desembocaban en la plaza mayor. Ahí la brisa marina desparramaba el olor a churrasco, a empanadas y a pulpo cocido. En el escenario unos gaiteros con más entusiasmo que ritmo, tocaban la Muiñeira y varias parejas la bailaban como si su vida fuera en ello.
   Mercedes, apartando la multitud, se lanzó como una treintañera en medio de los bailarines. Se le arrimó un jubilado de buen ver y le juró que era un pariente lejano de los de Luar na Lubre. Maricarmen, exhibiendo la paciencia de una maestra retirada, discutía con el pulpeiro por la escasa cantidad de pulpo por ración. Lourdes, seguía vestida de cuervo, y bajo una sombrilla de encaje blanco, heredada de su madre, saboreaba el licor de café, que bajaba fresquito por la garganta y encendía su cuerpo por dento. Lourdes sonreía. Alguien le dio un codazo:
    —¡Dale, mujer! ¡San Xuan no resucita a los muertos, pero amina a los vivos!
   Horas después, ya en plena noche, las tres damas volvían al hostal.  Las calles engalanadas apenas tenían transeúntes. Algún que otro borracho con alegría desentonaba “Asturias, patria querida” (los asturianos no pierden ni una fiesta de sus vecinos gallegos y viceversa), provocando los perezosos ladridos de los perros. Lourdes, Maricarmen y Mercedes, riéndose a carcajadas, caminaban descalzas y felices.
    —¡Paren! ¡Chicas! Propongo una cosa. Tssss…  ¿Y si hacemos esto todos los años? —dijo Lourdes con su vestido negro subido por encima de las rodillas. 
    —Si no nos la palmamos antes, ¡ja, ja, ja! —rio Maricarmen.
  —¡Bah! Total, ¿qué más nos da? Qué nos entierren aquí, entre gaitas y albariño. —Sentenció Mercedes.




 

                                                                       21/07/2025, Gijón 

© La Pluma del Este    

           


4 de julio de 2025

Las traviesas

Las traviesas 



 

 Carmen y Elvira, con sus ochenta años bien llevados, tenían un pacto inquebrantable: mientras sus cabezas funcionen y el cuerpo lo permita, jamás envejecer del alma.
   Cada jueves se escapaban del geriátrico disfrazadas de turistas extranjeras («los guiris pasan desapercibidos», decía Elvira), solo para comer unos churros con chocolate y después, ir al bingo y pedir los chupitos de whisky en tazas de té.
  —¿Y si nos pillan? —preguntaba Carmen, con una risa traviesa que hacía saltar su dentadura postiza.
  —Nos hacemos las sordas o mudas. Y las locas, si hace falta. —Le contestaba Elvira, limpiando las gafas empañadas con el dobladillo de su falda plisada amarilla.
  Una vez cantaron el bingo. Compraron un loro que dice groserías en ruso. Lo llaman Rasputín. Desde entonces, nadie se aburre en la residencia, ya que hasta los familiares y las visitas se empeñan en enseñarle a decir los tacos en español.

        



 

                                                                                     03/07/2025, Gijón

©   La Pluma del Este

 


7 de abril de 2025

«Mi caaaaasa»

 «Mi caaaaasa»

La frase épica de un ser extraterrestre


El ruido de butacas y voces me ha sacado de mi duermevela. Las repentinas luces se me clavaron en los ojos. Por fin había acabado mi suplicio.
—¡Woow! ¡Qué trabajos más excelsos! Entre todos los cortos, el del “Apartamento” es el que más me gustó. El concepto es absolutamente subversivo y antagonista. A pesar de que es en blanco y negro, la gama de los obscuros transmite la desesperación y la cruda realidad de la vida proletaria. ¿Te das cuenta? ¡Se grabó en el año sesenta y ocho y, sin embargo, es muy contemporáneo! La lucha contra el sistema anquilosado y cómo este acaba con el individuo… La desesperanza y el acatamiento reducidos a una lista interminable de nombres cincelados en la pared… Uff. ¡Una auténtica obra de arte! Me dará mucho que pensar… ¿Qué te ha parecido? ¿Repetimos?… No te veo convencido…
La cara de mi ligue cambió del éxtasis supremo a la desconfianza suspicaz. No quise mentirle y crearle las falsas expectativas:
—¿Qué quieres que te diga? Me dormí justo cuando apareció el tío con la gallina. Lo demás está cubierto por un tupido velo. Para la próxima, elijo yo la película. Una de Marvel o un buen thriller con un asesino en serie. Nunca vi una peli más rara. No tiene ningún sentido. Un tío lúgubre y su piso más lúgubre aún. Bufff, me dio hasta un repelús. Imagina vivir así, en una casa que te quiere matar… Es surrealista. —Me despaché a gusto. No sé si me dolieron más los diez euros de las entradas o la imposibilidad de poder seguir con mis planes de “conquista”. Por la cara que ella puso, la cita había acabado y sin posibilidad de repetir.
Después de un «adiós» seco y un «ya hablamos», terminé quedando con los colegas en el pub cercano.
Unas cuantas rondas después, llegué a casa. Pasé de ducharme. Me tiré en la cama. La cabeza me daba vueltas. Intenté poner un pie en el suelo (según Manolo, ayuda a quitar el mareo), pero casi me pego un trompazo con la esquina de la mesita. Cerré los ojos…
Me despertó el sonido del microondas. No me acordaba de haberlo encendido. Me levanté. Busqué la lámpara de la mesita. No la encontré. Mi mano agarró el cable y tiró de él. Al fondo del pasillo sonó una campanilla. Volví a tirar y volvió a sonar. Busqué mi móvil. Estaba apagado. Lo intenté encender… Nada. Seguro que se quedó sin la batería.
Recorrí la pared hasta encontrar la llave de luz. La encendí. Vi a la lámpara de tres brazos flotando sobre mi cama… del revés, empujándose con los cables pelados como si fuera un calamar… Cerré los ojos. Definitivamente, seguía borracho.
Quise levantarme, pero la cama, como las arenas movedizas, me empezó a arrastrar hacia dentro. El cabecero me salvó de ser engullido… Como pude, salí al pasillo. La lámpara me seguía. El pasillo se hizo interminable… Según caminaba, los cuadros cobraban vida: me salpicó el mar embravecido, unas gaviotas salieron volando hacia el salón; la ventisca de nieve me dejó helado y el suelo se volvió resbaladizo… Empecé a caer… Y caer… Miré abajo y vi la boca abierta de la lavadora. Dentro, una negrura infinita. Intenté agarrarme por el aplique, pero este me mordió… Grité de dolor y me solté… La lámpara seguía mis pasos… Detrás de ella, los libros y demás chucherías, en bandada como pájaros… La lavadora me tragó…
No sé cuánto tiempo estuve “viajando” … Sobrevolé un campo de calcetines, que se mecía en un oleaje multicolor. ¡Ahí es donde terminan todos! ¡Lo sabía!
La caída terminó conmigo flotando en mi cocina. Debajo, en la mesa, mis tres perros jugaban al póquer. Lúa, la chihuahua, con sus dientes mellados, sostenía un enorme hueso como si fuera un cigarro cubano… Esta imagen me recordó algo que he visto en otra parte… En el medio de la mesa había un enorme plato de pechugas de pollo… El aire me dejó de sostener y me caí justo encima. Las pechugas salieron volando y los perros me atacaron… Empecé a correr…
Llegué a la puerta de entrada. Estaba cerrada con llave. Llaves, llaves… Ah, en el cajón. Lo abrí… El cajón se estiró como un chicle… Tiré y tiré… Me quedé enredado… No podía moverme… El chicle se convirtió en la boa constrictor. ¡Odio a las serpientes! ¡¡Ayudaaaaaaa!! ¡Dios! ¡¡¡Que alguien me ayude!!!
Me desperté en mi cama peleando con la manta. ¡Uff, joder! Ha sido un sueño. Encendí la lámpara de la mesita. El móvil marcaba las cuatro de la mañana. Madre mía, vaya sueñecito. Ni de coña volveré a un festival de esas pelis raras. Seguiré durmiendo…
 Cuando levanté la mirada al techo, me vi a mí mismo como en un espejo… Siendo engullido por una enorme anaconda…

 









                                                                                  07/04/2025, Gijón

© La Pluma del Este

20 de marzo de 2025

"El Rata"

"El rata" 



“El rata” era el gobernante en la sombra de Anapse, el país otrora maravilloso, pero desde hace seis lustros, abocado a la decadencia.
  Los presidentes cambiaban, pero él seguía enraizado en su escritorio. Ninguno quería sustituirlo. Él era tan imprescindible como el ministerio de la Extorsión. Él nunca tenía un «es absurdo» por respuesta. Si hacía falta crear alguna ley, por más ilógica que fuera, y pasar por encima de la otra, se hacía y punto. En su lúgubre despacho colgaba una frase enmarcada: 


Hay que dar al pueblo lo que no necesita 

para quitarle cualquier iniciativa de valerse por sí mismo”.


      “El Rata” estaba trabajando en su nueva idea: cobrar a los ciudadanos por respirar. El escollo que seguía persistiendo era el cómo quitar el aire a los que no pagaban.


     

 


 

19/03/2025, Gijón

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14 de marzo de 2025

Cuidado con la letra pequeña

 Cuidado con la letra pequeña

 

 

 

 

Anochecía… Marta estaba tremendamente arrepentida de lo que había hecho a su queridísima familia. El peso de la culpabilidad la aplastaba como a un insecto. Su conciencia era una naranja en un exprimidor. El sufrimiento la llevó a la cama donde estaba metida desde la mañana.
        La policía terminó con las pesquisas y se había ido. Los del seguro se han lavado las manos, ya que los Fernández, por alguna extraña razón, no han renovado la póliza. Su marido y sus tres hijos, muy disgustados y, a la vez, asustados por su mujer y madre, andaban de puntillas y cada poco se acercaban a su cama para preguntar si quería algo; si habría que llamar al médico, a la abuela, al cura, a no sé quién más… Ella solo gemía y los echaba fuera, pidiendo algo más de tiempo para que le pase el susto… ¿Susto? ¡Qué va! Marta era un volcán en ebullición. Su arrepentimiento se transformaba en un monumental cabreo. Y viceversa. Dentro de su cabeza se desarrollaba una gran batalla:
        «Dios mío, ayúdame. No sé qué hacer. Maldigo el día en que se me había ocurrido meterme en la Dark Web. Pero ya estaba harta de todo. Mi familia ya no lo era. Cada uno iba por su lado. Ya ni hablábamos en las comidas y cenas; los ojos fijados en las pantallas.  El fútbol, los tic toques de narices, mensajitos sin parar…  Y solo por quinientos euros he solucionado el problema. Las pastillas para dormir han dejado a todos KO. Los chechenos han sido de lo más formales y robaron lo acordado sin romper nada: la televisión de ochenta pulgadas, los ordenadores, los móviles de los hijos, la Play Station… ¿Pero por qué se han llevado a mi Roomba? ¿Por quééééééé…?»

 

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Nota de autor -  Roomba es un robot limpiasuelos.

                                                                                                                    11/03/2025, Gijón

© La Pluma del Este

16 de octubre de 2024

El botín

 El botín

 

 

 —¿Qué te cuentas, primo?
 —Nada. Aquí estoy, esperando.
 —¿A quién?
 —Psss, disimula. No chilles. Habla bajo.
 —Vaaale. ¿Y?
 —¿Y qué?
 —Pareces tonto. Te lo estoy preguntando yo. ¿A quién esperas?
 —No a quién, sino a qué. A una oportunidad. ¿Ves a los tres en aquella mesa? Llevo un rato observándolos. Dos de ellos han pedido hamburguesas completas y la otra, un perrito caliente. Están devorando sus hamburguesas. Ni las raspas quedarán. Pero la del perrito lo está mareando. No tiene pinta de poder con él.  Lo dejará casi entero. Segurísimo… Se van. ¡Ahora! ¡Sígueme!
   Dos gaviotas se abalanzan sobre la mesa del bar y, rompiendo las copas y botellas, huyen con el botín: medio bollo de pan… Sin el perrito.





16/10/2024, Gijón


10 de julio de 2024

Hablando de nada y de todo

 Hablando de nada y de todo




     —¿Llevas mucho tiempo aquí arriba?
   —Una buena pregunta. Si hablamos sobre mi existencia — una eternidad. Pero en este sitio, no tanto. Cuando la contemplé por vez primera, la ciudad era mucho más pequeña y con casas bajas. Y ahora, obsérvala — emerge bella y luminosa — por un lado, besada por el mar y por el otro, guardada por las montañas. Incomparable con ninguna. Y las personas que la habitan, la complementan a la perfección.
   —Sí, es un sitio bastante aceptable para anidar y criar a la prole. Hay comida en demasía.  Gente simpática y dadivosa. Aunque siempre hay algún que otro tonto.
   —En la villa del Señor de todo ha de haber. Lo sé por experiencia… Créemelo. Lo he sufrido en carne propia.
   —Sí, sí, ya que lo dices, tienes unas heridas ahí abajo. Y parece que te falta algún que otro trocito. ¿Qué te ha pasado?
   —Ah, son las señales de la guerra que hubo aquí. Me han disparado. Muchas veces. Me han dinamitado. Casi destruyéndome del todo. Pero ya los he perdonado por aquello. Prefiero no recordar los tiempos oscuros. Mi padre me enseñó que hay que amar y perdonar a los que nos han hecho daño. Pero cuéntame, ¿cómo es que no estás con los tuyos? ¿No andáis de un lugar al otro buscando y rebuscando? Y, también, dejando un rastro feo. Espero que me respetes.
   —Bah. Necesitaba un descansito. A veces hay que parar, aunque sea un poco. Sacudirse del polvo y suciedad. Retozar en el agua. He subido aquí a secarme y a calentarme al sol. Y los míos en esta época se vuelven insoportables, se pelean por cualquier cosa. Yo paso de los líos…
   Los rayos dorados dibujaron de oro la calmada superficie del mar y rebotaron en las fachadas acristaladas del paseo marítimo. El contraste de luces y sombras se hizo más pronunciado. La briza con sabor a sal trajo el refresco a las calles llenas del bullicio.
   —Ya se está poniendo el sol. Me voy volando. La parienta estará preguntándose a dónde me he metido. Si Dios quiere, mañana volveré. A pesar de que no tienes ni plumas ni alas y estás hecho de piedra, me ha gustado este rato de plática contigo. Por cierto, ¿cómo te llaman?
— Jesús…
  
   Esta charla entre un palomo y la estatua de Jesús pudo haber sucedido o no… Yo solo he sido un testigo involuntario que intentaba hacer una foto de la Basílica del Sagrado Corazón.




                                                            




                                                          10/07/2024, Gijón

 


1 de noviembre de 2023

En la consulta


—¿Y tú por aquí, Paco?
—Bah. Me mandó la mujer a recoger unas recetas. Dijome que vaya en persona, que por más que llama al centro, no le cogen el teléfono.
—Cada vez peor. Citas para todo. Llame que te llame, no contestan. Mira, ahí sale Manolo.
—Hola, Juan, Paco. Vine a por los resultados. El otro día me chuparon la sangre y traje un bote de orina. A saber, qué buscaban estos matasanos. Total, estoy como un roble. Ácido úrico un poco alto, pero con beber mucho líquido, lo tengo controlado. Es lo que dijo la doctora.
—Juan, ¿y tú a qué viniste?
—A por una receta.
—¿Estás malo? ¿Qué tienes?
—Qué va. Ese cuerpo todavía aguanta la marcha. El otro día conocí a una moza por esas cosas de internetes. Me lo enseño mi nieto. Está de buen ver. Tiene sesenta y pico, viuda. Quedamos para tomar un café y nunca se sabe como termina la cosa. Y uno ya no es chaval. Necesito algo de ayuda. A ver si el médico me da pastillitas de esas.
—¡Ostras, Juan! No te irás para casa sin contarnos nada. Te invito a un vino. Hay que beber líquido que me lo mandó la médica.
—¿No será el agua?
—Y yo al siguiente. Pero ni mú a mi mujer. Si les pregunta, he tomado un descafeinado con sacarina.
—Vaya dos. Esperadme en Casa Pepe. No tardo. Y pedid que prepare una tapa de esos torreznos tan ricos que tiene.



                                                                                 01/11/2023, Gijón



                        Este relato es para el concurso de noviembre del blog El Tintero de Oro.


Aquí pueden leer la historia anterior sobre Paco, Juan y Manolo .



29 de agosto de 2023

La reunión del banco

La reunión del banco




   —Mira, Manolo, ¿esa no es la hija de una que era tu vecina? La mujer del que trabajó contigo en la Factoría. 
   Sí, esa es. ¡Cómo pasa el tiempo!
   —¿Pero la Maruja no ha muerto también? Que Señor la acoja en su seno…
   —Noooo. Esa era Isabel.
  —Paco. ¿Cómo se llamaba la mujer aquella? La mujer del camionero que nos traía el carbón a la fábrica.
  —¿Qué camionero? Ah, el fulano aquel, que un día, al dar la marcha atrás, aplastó el nuevo Mercedes del consejero de Industria. ¿Ese?
   —Sí, sí. ¡La que se armó! El paisano estuvo preso. ¿No estaba borracho como una cuba? Su mujer había parido y él lo celebró como dos días seguidos. ¡Qué tiempos aquellos!
   —Pues murió…
   —¿Quién?
   —El consejero. ¿Quién si no?
   —No lo sabía.
   —Ni yo. ¿De qué murió?
   —Dicen que de un infarto. Parece que cuando estaba con la querida, lo vio su mujer. En un restaurante de esos, de gente pija. Se armó la marimorena. Volaban las copas y botellas. Vino la Guardia Civil y todo. Parece que el consejero, la mujer y la querida durmieron en el calabozo. En la Comandancia. Al día siguiente, el pobre, murió. Vaya mala suerte que tuvo. No era un mal consejero. No como esos de ahora. Vienen más verdes que la yerba; sin experiencia, solo saben mandar.
  —Siii. Ahora todo son esas cosas modernas de los internetes. No quitan los ojos de los chismes. Parecen los caballos, aquellos con anteojeras.
   —Pues ha vendido el piso y el bajo, me parece. Y por un buen pellizco.
   —¿Quién?
   —La viuda del camionero. ¿Juan, sabes cómo se llamaba?
   —Maruja.
  —Sí, sí, esa. Pues se marchó del barrio. Ahora vive por el Centro y me dijo la mujer del pescadero que por las tardes sale a tomar un chocolate con churros al sitio ese. Uno grande. Al lado de un teatro de esos famosos. Lo tengo en la punta de la lengua. Bah. Ya me acordaré.
   —¿A qué estamos hoy?
   —Déjame mirar el teléfono. Buena cosa es esa. Te dice el tiempo, calendario y hasta las mareas. Qué pena que en nuestros tiempos no los había. Me lo regaló mi nieto para el cumpleaños. Me dijo que tenía que ser más moderno. Hoy es veintitrés de agosto. Miércoles. El viernes ya se puede cobrar la pensión.
   —Cada vez, peor. Ya ni por la ventanilla puedes cobrar.
   —Sí. No nos respetan, a los viejos.
   —Habrá que levantar el ala. Va a ser la una y media. Mi mujer se cabrea si no vengo a la hora. Dice que soy un egoísta y no valoro su trabajo.
   —Yo voy a por el menú. El mesero me lo tendrá ya preparado. ¿Vienes, Juan? Hoy tienen fabas pintas con chorizo.
   —¡Vaya, qué pena más grande! Miren esa esquela. ¿Quién será? Es que por el nombre no me doy cuenta.
   —Ni yo. Con ochenta años. Qué joven.
   —Que sí, sabéis quién es. Es el aquel paisano que…





23/08/2023, Gijón


17 de abril de 2023

Promesas, promesas

     Promesas, promesas





Le daré diez minutos más para que elija.
   Así llevamos casi una hora. Mi paciencia está al límite y la del resto que nos rodea, también. Lo dicen sus miradas, resoplidos, suspiros y montones de cajas apiladas. Ya me estoy arrepintiendo de la promesa que le hice.
    Por fin, la elección está hecha. Una carita risueña y feliz lo confirma.
    Mi hija se pone las nuevas katiuskas rosa chicle con purpurina y se convierte en la Reina de los Charcos. La decena de los pares que se ha probado, quedan agazapados esperando por los siguientes padres desprevenidos.
   —Mamá, me prometiste helado de fresa-nata-mora-frambuesa.
    A cumplir lo prometido.




                                                                                                                          15/02/2023, Gijón

16 de abril de 2023

La última bola

   La última bola




Nuestro calvario empezó cuando en el joyero de mamá descubrimos un precioso collar de perlas. Por supuesto, lo quisimos probar. Y sin saber cómo, Manuela se quedó con el hilo en la mano y el resto de perlas explotó en todas las direcciones.
   Nos pusimos como locas a buscarlas. La Tiffany, que “costaba un ojo de la cara”, ha sido el daño colateral. Después han caído dos jarrones de Bohemia. Pero hemos recuperado las perlas. Menos una.
  Cuando mamá entró por la puerta, ha pisado la última bola que quedaba…
   Ahora nos toca hacerlo todo hasta que le quiten la escayola.








                                                                                                                        13/02/2023, Gijón