Doña
Paca
«Meigas.
Haberlas,
haylas».
Un dicho gallego
«Meigas.
Haberlas,
haylas».
Un dicho gallego
El muchacho se encontraba metido en la burbuja de la
apasionada relación con su móvil. Con espalda encorvada y los ojos fijos en la
pantalla, estaba ajeno al mundo que lo rodeaba. El mundo también lo ignoraba:
el sol, como cada día, bañaba en oro las copas de los árboles y pintaba en
arcoíris los chorros de la fuente; el viento seguía jugando con las hojas; los
atrevidos gorriones robaban las migas de pan a las palomas y los viandantes
iban a sus asuntos. El muchacho sintió un suave golpe en la rodilla. Alzó la
mirada: un viejo en gabardina (en un día de sol y sin una pizca de nubes) y
gafas oscuras con un bastón blanco tanteaba el banco en busca de asiento.
—Perdona, joven —dijo el anciano con voz serena—, me siento aquí cada
tarde. Podemos compartir el banco.
El
chico dudó un momento, pero se movió a un lado. Agarró el teléfono y volvió a
construir un muro alrededor. El anciano se dejó caer despacio, con movimientos
medidos por la costumbre, y levantó su cara hacia el cielo.
—El tiempo
va a cambiar. Huele a mar. Pronto lloverá. ¿Trajiste el paraguas, chico?
El muchacho
lo miró extrañado:
—N-no…
¿Cómo sabes eso si… no puedes ver? —sus dedos como relámpagos se movieron por
la pantalla. — La app del tiempo no dice nada de lluvia.
El
anciano sonrió:
—Yo
no necesito ver. Yo lo siento todo. Mira más allá de la fuente. ¿Acaso no hay
ahí dos gaviotas bañándose en el estanque? Y justo encima otras tres, dando
vueltas.
—¿De
verdad estás ciego o me tomas el pelo? —el chico lo miró con desconfianza.
—Lo
estoy desde que nací. Mis ojos nunca han visto ni el cielo, ni las nubes, ni
las flores… ni el rostro de mi madre, ni el de mi hija.
—Jolín, señor. De veras lo siento. Yo no me imagino vivir sin ver nada.
El
viejo se giró y la cara del chaval se reflejó en las gafas oscuras:
—Pero es que no ves nada, joven. Estás metido de cabeza en este cacharro
y no te fijas en lo que te rodea.
—Sí
que veo. Mira, tío. Perdón. Señor. Aquí puedo ver los vídeos con mis cantantes
favoritos; seguir a los influencers; jugar online; ver lo que sea y hablar con
mis colegas.
—Y,
sin embargo, no ves nada. Todo aquello es fachada y postín. Guárdate el
teléfono y cierra los ojos por un momento. Mira a la belleza que te rodea. No
con los ojos, sino con tu mente. Y tienes una gran ventaja sobre mí: conoces
los colores.
El
chico cerró los ojos y dejó que el sol besara su pecosa nariz. Sus hombros, a
principio tensos, se relajaron. Se apoyó en el respaldo. Estiró sus largas
piernas y se cruzó de brazos. Aspiró el aire estival.
El
viejo esbozó una cálida sonrisa:
—¿Qué ves?
—Mmmm… Así de pronto. Hay gente hablando… Dos señoras mayores. Un niño.
No. Una niña en el columpio. Tendrá unos cinco años. Se ríe como mi hermana
pequeña. Por esto lo sé. Hay pájaros. De estos pequeños y rápidos. Gorriones.
Viento con las gotas de agua… Será de la fuente. —El chico quedó ensimismado…
—Acabas de describir un cuadro hermoso de la vida real. Solo te ha
faltado un detalle. Al otro lado del estanque, enfrente de nosotros, hay un
banco. Y aquella muchacha, tan bonita, dejó de leer. Cerró su libro de golpe. Se
oyó hasta aquí. No te ha quitado el ojo. Yo que tú, iría a saludarla.
El
muchacho se enderezó de golpe. La chica le regaló una sonrisa.
Eran las ocho de la tarde y el tanatorio estaba más concurrido que la calle principal en fechas navideñas. Esta mañana, en su preparación para el trabajo, con la meticulosidad tan característica de él, Ginés examinó todas las esquelas. Una especialmente le llamó la atención: de la nonagenaria doña Henriquetta Fernández Acosta, la viuda de don Juan Fernando Malaquías Buznego. La mujer había fallecido en su casa familiar rodeada por la amorosa e innumerable familia. El nombre de don Malaquías Buznego le sonaba de algo. Con un par de minutos en el ordenador, Ginés ya sabía quién era: el dueño de una empresa de grúas, fallecido hace cinco años. El matrimonio provenía de las familias de abolengo con muchas propiedades y el dinero viejo. Esa gente no escatimaba en montar un entierro con toda la solemnidad requerida. Vendrían los parientes y amigos ricos de todas partes. Será de lo más sencillo cumplir con su trabajo entre tantos lloradores de postín.
Ahora,
haremos una breve introducción para que conozcan a nuestro protagonista.
Ginés es
un ladrón de la vieja escuela, no muy inteligente, pero sí discreto. Con su
metro cincuenta, incluyendo el sombrero, había hecho su carrera robando los
relojes, las carteras y las joyas en los funerales de media España. Su predilección era el Norte, donde hasta en
verano llevar un traje y sombrero era de lo más normal. Y pasar desapercibido
influía proporcionalmente en el éxito. Nadie sospechaba del hombre bajito y elegante,
tan compungido, que parecía ser de la familia cercana de la difunta. Sí, su
debilidad eran las señoras. Ginés con arte ofrecía pañuelos a los dolientes y
decía las frases tan típicas como «qué pena más grande», «pobrecita mía, qué
buena era», «nunca conocí a una señora tan distinguida»…
Su
técnica era bien sencilla: entraba en el tanatorio en la última hora de la
tarde, lloraba un poco con unos y con otros, abrazaba a algún primo o amiga de
la difunta y marchaba con sus carteras y relojes; alguna que otra pulsera o una
cadena de oro, si la suerte estaba de su lado. Los trofeos, como por arte de
magia, desaparecían en un compartimiento secreto de su inseparable sombrero. Las
pobres víctimas, cuando se daban cuenta, ya era tarde.
Volvemos
al presente. Nuestro pequeño ladrón acababa de entrar en la sala abarrotada de
posibles donantes involuntarios. Cuando transcurrió media hora, el sombrero de
Ginés ya se había inundado de joyas. Por lo tanto, ya era el momento de la
exitosa retirada. De repente, una corriente de los recién llegados lo llevó hacia
la vitrina de cristal donde se veía a la difunta doña Henriquetta Fernández
Acosta, la viuda de Malaquías Buznego, expuesta en un lujoso ataúd. Los ávidos
ojos del ladronzuelo quedaron prendados de una sortija de oro con un diamante
del tamaño de una aceituna gorda, que resplandecía en el dedo huesudo de la
muerta.
Un
remolino de planes en la cabeza de Ginés casi hace caer el pesado sombrero. Con
un diamante así, nunca tendría que volver a trabajar. Podría vivir a cuerpo de
rey en algún país del Caribe. Tener a las mujeres más hermosas. Las que quiera…
Un empujón sacó al soñador a la vida real. La sortija seguía brillando detrás
del cristal.
Ginés
salió fuera y con mucho cuidado guardó las joyas y el sombrero en una maceta
del jardín. Ya volvería a por ellos más tarde. Hacerse con el diamante era su
prioridad número uno.
Poco a
poco los asistentes empezaron a abandonar la sala. Entre las idas y venidas, nadie
se fijó en un hombre bajito y escurridizo, escondido detrás de un sofá.
Los
limpiadores han hecho un repaso fugaz y apagaron las luces. Ginés, como un
fantasma, se escabulló entre las coronas y centros florales, agradecido por no
ser alérgico al polen. Con un tremendo esfuerzo, levantó la tapa del ataúd. Y
casi la suelta, encegado por el brillo del diamante. Con delicadeza y con «lo
siento muchísimo, pero a donde va usted no le hace falta», Ginés trató de
deslizar el anillo. Pero el dedo, obstinado hasta después de la muerte, se
resistió. Ginés tiró con más fuerza. Nada. Con la mitad del cuerpo metido en el
ataúd, volvió a tirar. Con tan mala suerte que perdió el equilibrio y se cayó
encima de doña Henriquetta. La tapa se cerró.
Mientras
nuestro protagonista estaba asimilando el hecho de estar dentro de una caja de
muerto, pegado a una muerta, se oyó un “clic”. El operario había cerrado el
ataúd.
Oscuridad… Silencio… Olor a pino barnizado y flores mustias. Y a la
difunta doña Henriquetta…
—¡No!
¡No! ¡¡Nooooo!! —susurró en voz alta Ginés. El acolchado y metros de satén
blanco amortiguaron sus gritos y golpes. Pobre hombrecillo, se acordó de que
nunca había podido estar en espacios cerrados. Y menos en compañía de una
señora que olía a muerto. Ginés se desmayó…
Lleno de
decenas y decenas de dolientes, el cementerio estaba en silencio. El cura acababa
de decir las oraciones y los parientes masculinos levantaron el ataúd para
meterlo en el nicho. Desde dentro se
oyeron unos gritos amortiguados y golpes… El susto fue tan colosal que los
hombres soltaron la caja y esta se estampó contra el suelo, dejando a la vista
a la difunta doña Henriquetta con las faldas arriba.
Los
dolientes de la primera fila empezaron a gritar y se echaron atrás, pisando los
pies a los de la segunda. Y así, sucesivamente, como las fichas de dominó, los
asistentes empezaron a caer unos encima de otros. El cura soltó la biblia y se
metió en el nicho de cabeza. Sus calcetines morados con los dibujos de Hulk
serán la comidilla en el pueblo durante unas semanas. ¿Y nuestro hombre?
Mientras
todo el mundo gritaba, lloraba, rezaba o estaba en estado de shock, Ginés, como
pudo, salió de debajo del cuerpo de la fallecida. Lo que provocó varios
desmayos y aumentó el volumen de los gritos que acompañaron la estampida
humana.
El
ladronzuelo respiró con un tremendo alivio y puso los pies en polvorosa. Los
pocos presentes que mantenían la fuerza de espíritu solo pudieron ver un
extraño resplandor cuando el hombrecillo levantó su mano para despedirse y
desaparecer entre las tumbas.
19/09/2025, Gijón
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Nota de autor - Roomba es un robot limpiasuelos.
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