20 de diciembre de 2023
El grupo de apoyo
—Hola a todos. Espero que hayáis pasado un buen fin de semana. Veo que tenemos caras nuevas. ¿Alguien quiere empezar? Tú. Sí. ¿Te apetece presentarte y compartir con nosotros porque estás aquí? No seas tímida. Adelante.
13 de diciembre de 2023
Don Alejandro
Don Alejandro
(Serie «El amor en el ocaso»)
Ya se han ido todos.
Él decidió
quedarse. No quería dejarla sola, así no. Se sentía culpable por no cuidarla
mejor, por no encontrar los mejores médicos, mejores tratamientos… Cualquier cosa que la salvara. Juntos han perdido la guerra y ella era la víctima.
Se fue tan
joven, tan llena de vitalidad, con tantas cosas por hacer. Maldita sea esta
porquería de vida: los buenos se mueren demasiado pronto y los malnacidos,
pisan la tierra hasta una vejez inmerecida. ¿Qué será de él? ¿Cómo estarán sus
hijos? Sí. Ya son adultos y lo comprenden. Pero él se siente menos hombre por
no proteger a su amor, a su mujer del puto cáncer. Quiere maldecir, pelearse
con alguien y con todos. Destrozar este
negro obelisco dónde está ella…
—Papá, ven a
casa. Ya anochece. Llevas aquí casi cinco horas. Vente conmigo, —su hijo mayor,
Julio, le echó una chaqueta por encima y lo abrazó—. Miguel y Natalia están en
casa esperándote para cenar. Llevas días sin comer en condiciones. Javi se
durmió, pobre. Te esperaba para que le leas un cuento. Ven, por favor.
Con el cuerpo
entumecido le costó caminar hasta el coche: «Así será mi vida —se
estremeció—. Paso a paso hasta que la de
la guadaña me lleve con mi esposa» …
Quince años
de aquello y la puñetera muerte lo sigue esquivando.
Los hijos ya
peinan canas. Su nieto, Javier, en la universidad. Y él, sigue viviendo sin
vivir y a punto de jubilarse. Las veces que soñó con Victoria, su mujer, esta
le pedía que deje de culparse a sí mismo; que viva, que sea feliz, que piense
en sus hijos y nietos. Pero la culpa seguía corroyéndolo por dentro. Sin
embargo, también reconocía que tenía que cambiar y hacer un esfuerzo para que
su vida no sea una mera existencia.
El internet
no era algo nuevo para él. De hecho, le encantaba.
Al mes desde
su jubilación se puso a mirar las motos. Puede ser descabellado para un hombre
de sesenta y pico que nunca montó en una motocicleta. Las “famosas” crisis de
los cuarenta y cincuenta las pasó cuidando de su mujer y criando a los hijos,
así que no ha podido permitirse este lujo.
Después de
mirar decenas de páginas encontró una Harley de segunda mano a buen precio.
Necesitaba algo de restauración y cariño para que volviera a ser una moto de
ensueño. Su nieto mayor estaba encantado. Los hijos y las nueras le llamaron un
“viejo insensato”. Y que “estaba loco
para montar una moto con casi setenta años”. «Bah. No hay quien los entienda —
pensaba —. Se quejan por todo. O no vivo o me arriesgo demasiado».
Un año de
trabajos con la moto en compañía de Javi, hizo que su alma
rejuvenezca. En vez de un nieto, tenía a un amigo joven que lo mantenía al
tanto de las novedades en este mundo tan loco e inmediato. Iba al gimnasio,
empezó a correr, se apuntó a las clases de cocina. Y, madre mía, ahí estaba
rodeado de mujeres. Poco a poco dejo de sentirse culpable y hasta lo divertía
aquello.
Cuando
visitaba la tumba de su esposa, le contaba sus aventuras, aunque sin tener
todavía el valor suficiente para dar un paso a algo más serio. Casi veinte años
después de su muerte, seguía oliendo su inolvidable perfume.
En las clases
conoció a varias mujeres que ahora eran sus amigas. Llegó a valorar tanto su amistad que no
quería estropearla con una relación más personal. Ha sido Javier quien le aconsejó a apuntarse
a una página de citas.
Aquel mundo
le pareció una jungla. Bueno, quizás exagerara un poco. Las fotos de muchos
perfiles no tenían nada que ver con la realidad. Don Alejandro no entendía
tanta impostura: «¿Si ya somos viejos, para qué mentir?»
Ha quedado
con mujeres. Algunas interesantes y con una conversación amena. Otras, tímidas y muy pendientes de sus hijos
y nietos y que no tenían el tiempo para ellas mismas. No comprendía que los
familiares abusasen tanto sin dar la oportunidad a que estas, todavía bonitas
señoras, pudieran disfrutar de la vida.
Ninguna se
atrevió a acompañarlo a dar un paseo en su Harley. Lo miraban como a un loco e
imprudente.
Y así,
pasaron casi seis meses …
El bar no
estaba lleno: se oía la música rock entremezclada con el murmullo de
conversaciones. Don Alejandro buscó una mesa libre y se sentó para esperar a
sus hijos. Tenía ganas de contarles sobre el futuro viaje en moto por Europa
del Este. Sabía que no les iba a gustar, pero este era su deseo. Quería vivir
la aventura de un “viajero solitario”. «Qué juego de palabras más avenido» —.
Esa idea lo hizo sonreír para dentro. Pidió una caña tostada y se puso a leer un
periódico.
—Abuela, “El
amor en el ocaso” no es una tontería. Claro que a la primera no vas a conocer a
tu caballero andante o lo que sea… Ya… Pero tres meses no son nada. Te pido que
esperes un par de semanas, nada más.
La
conversación de la mesa de al lado dejó a nuestro hombre muy intrigado. Él
también estaba apuntado en esta misma página. ¡Qué coincidencia! Se giró y
disimuladamente buscó a la “abuela”.
En la mesa
del fondo había dos mujeres. Una, chica joven, no más de diecinueve o veinte
años y una señora de buen ver. Elegante, pero sin esforzarse. Media melena de
castaño claro. Parece que los ojos eran de color verde. Pequeños, pero bonitos.
Labios color rosa con un toque de brillo. Este efecto le gustó mucho. Cuando
pasaba su mano para colocar el pelo detrás de la oreja derecha, se veía un
pendiente plateado en forma de aro. Aun así, el mechón rebelde, volvía a su sitio.
Y ella, repetía el mismo gesto. A don Alejandro esto pareció muy femenino y
sensual. La camiseta negra de Ramones y la chaqueta de cuero le gritó que la
señora tenía alma roquera. ¡Woow!
Afinó más el
oído a lo que contestaba la “abuela”:
—Bueno,
cariño. Te haré caso. Esperaré. Sin embargo…
—Hola, papá.
Te vemos bien. —Don Alejandro dio un respingo y perdió el hilo de conversación
femenina —¿Tomas otra?
Mientras Juan
y Miguel pedían las consumiciones, las dos mujeres se levantaron para irse.
—Cuenta,
papá. ¿De qué querías hablar con nosotros? —Miguel, repantigado en la silla de
enfrente, le guiñó un ojo—. ¿Conociste a alguien?
—Noooo. ¡Qué
va! Solo quería ver a mis hijos, tomar unas cervezas e ir a picar algo. Hace
tiempo que no charlamos de nuestras cosas.
Mientras
compartía un rato agradable con sus chicos, don Alejandro daba vueltas en la
cabeza sobre aquella mujer y que tenía que encontrarla sin demora. Y que
los dos estuvieran en la misma página era una señal. ¿Por qué no había visto su
perfil antes?
Nada más
llegar a casa, el hombre se puso a buscar a la mujer misteriosa. ¡Por fin!
Su nombre es
Inés. (Muy bonito). Sesenta y ocho años. Viuda. Tiene unos preciosos ojos
verdes. Le gusta el rock. Bailar. Cocinar. Leer. Tomar una copa de vino en una
agradable compañía. Le encantaría vivir aventuras. Su lema: «La edad no es
importante, sino la actitud».
¡Una mujer
perfecta! Tenía ganas de conocerla en persona y confirmar la extraña sensación
que tuvo al verla en el bar.
Dicho y
hecho. Nuestro caballero le escribió un mensaje con la esperanza que lo lea
pronto y acepte la invitación:
«Estimada Señora.
Para mí sería un enorme placer poder conocerla en persona. Ya no somos
jovencitos para perder el tiempo en un chat. Me quedo a su disposición para que
elija la hora, el día y el lugar. Espero su respuesta.
Un cariñoso saludo, Alejandro Álvarez Fernández» …
13/12/2023, Gijón
(Continúa en «Las citas de la abuela»)
2 de diciembre de 2023
Chupachups
Chupachups
En
su otra y perfecta vida, él era un hombre afortunado: un buen puesto
en un banco, una bella esposa, dos hijos —niño
y niña—, una envidiable
posición y bien relacionado. El destino le sonreía. Parecía tocado
con la mano de Dios. Pero hace cinco años, en Navidades, todo
aquello le fue arrebatado…
Dos
agentes entraron en su despacho. Con un tremendo pesar, le informaron
que había pasado un terrible accidente con víctimas mortales. Un
camión sin frenos invadió la terraza de una pizzería cercana. La
misma, donde lo esperaban su mujer e hijos. Nunca habían estado ahí
antes. Fue él quien sugirió el sitio. Aquel mismo día él murió
también.
Ahora
observa a decenas de personas que pasan por su lado sin verlo. Son
vísperas Navideñas y ellos corren, como hormigas, en busca de
comida y regalos. Él antes también era así, pero la pérdida de su
familia le ha roto su mente, dejándolo incapacitado para enfrentarse
a la vida. Con depresión, sin trabajo, con deudas y falta de apoyo,
se vio en la calle como un desecho.
Compartía
esta esquina con un chico rumano, pero la mafia, después de darle
una buena paliza por no ser «rentable»,
lo ha devuelto a su país. Con él no se metían. Por ahora.
El
sonido de unas monedas, al caer, lo sacó de su ensimismamiento.
Levantó la mirada y vio una mano pequeña que le ofrecía un
Chupachups de fresa, acompañado de una alegre sonrisa infantil.
Dos
agentes entraron en su despacho. Con un tremendo pesar, le informaron
que había pasado un terrible accidente con víctimas mortales. Un
camión sin frenos invadió la terraza de una pizzería cercana. La
misma, donde lo esperaban su mujer e hijos. Nunca habían estado ahí
antes. Fue él quien sugirió el sitio. Aquel mismo día él murió
también.
Ahora
observa a decenas de personas que pasan por su lado sin verlo. Son
vísperas Navideñas y ellos corren, como hormigas, en busca de
comida y regalos. Él antes también era así, pero la pérdida de su
familia le ha roto su mente, dejándolo incapacitado para enfrentarse
a la vida. Con depresión, sin trabajo, con deudas y falta de apoyo,
se vio en la calle como un desecho.
Compartía
esta esquina con un chico rumano, pero la mafia, después de darle
una buena paliza por no ser «rentable»,
lo ha devuelto a su país. Con él no se metían. Por ahora.
El
sonido de unas monedas, al caer, lo sacó de su ensimismamiento.
Levantó la mirada y vio una mano pequeña que le ofrecía un
Chupachups de fresa, acompañado de una alegre sonrisa infantil.
22 de noviembre de 2023
Los novios errantes
Mientras en muchos países los niños disfrazados recorren las calles en busca de caramelos y diversión, en la pequeña ciudad de Río Blanco no se ve ni un alma. No hay festejos, no hay risas, no hay disfraces. Con los últimos rayos de sol, toda la población queda encerrada en sus casas. Ni los perros rondan por las desiertas calles.
¿Cuál es la razón de este miedo? Te lo voy a
contar, querido lector.
En 1875 la ciudad de Río Blanco rebozaba de
vida y prosperidad. Los tratantes de ganado se reunían en grandes ferias. Los
vendedores de todo tipo de cosas y remedios pululaban entre los puestos. El
dinero y oro corría de unas manos a otras y alcohol, para animar aquello, no
podía faltar. Los jornaleros y vaqueros montaban las broncas y se mataban entre ellos. Las matronas y jóvenes casaderas iban de compras o a la misa. Las mujeres
alegres paseaban los cancanes de sus escotados vestidos por las polvorientas
calles, en busca de clientes. La vida típica de una población del Nuevo Mundo.
Pues esta ciudad también tenía a un alcalde.
Un hombre cincuentón, corpulento, con ropa de calidad, reloj de oro en su
cadena y lustrosas botas. No era guapo, ni mucho menos. Los pequeños ojos de
pez bajo unas hirsutas cejas miraban al mundo con desprecio. Su nariz rota
contaba que no era ajeno a una buena pelea. El sombrero de ala ancha cubría su
enorme cabeza. Don Pedro, así se llamaba, era un hombre de negocios y el dueño
de más de la mitad de la ciudad y de las tierras alrededor. Hacía y deshacía a su
antojo. Casi todos le debían el dinero o algún favor. Él era la Orden y la Ley.
El mismísimo alguacil estaba a su servicio.
Don Ernesto Valle, era el panadero local. Una
noche, no se sabe por qué, su negocio se quemó. La “generosidad” del alcalde le
permitió no quedar en la calle con su familia y con un préstamo pudo abrir la
nueva panadería. Hace diez años de aquello. De hecho, la mujer de Ernesto,
Mercedes, le decía que jamás estarían libres de don Pedro, ya que la deuda
apenas menguaba.
Marina, la hija del panadero, era una
preciosa muchacha de diecinueve años. La harina se transformaba en sus delicadas
manos en esponjosos buñuelos, crujientes galletas, ricas empanadas y todo tipo
de pasteles. Por esto la panadería tenía mucha fama en los alrededores. Así es
como se conocieron ella y el guapo Roberto que vino acompañando a su madre. El
muchacho se quedó prendado de Marina y empezó a pasar cada día con cualquier
excusa. Los amigos ya le tomaban el pelo diciendo que se iba a poner como un
tonel si seguía comiendo tanta dulcería. Y a Marina le encantaba. Guardaba para su Roberto los trozos más ricos y hasta le hacía pastelitos. Así nuestros
tortolitos se enamoraban más y más, hasta que un día fueron juntos a las
fiestas del pueblo.
La muchacha se puso su mejor vestido y estaba especialmente guapa: el amor que sentía le iluminaba la cara y sus ojos de color de espliego brillaban como nunca. Bailó con Roberto, abrazada a él, delante de todos. A sus padres le parecía un buen partido. Y a la viuda, la madre del muchacho, también. Sonaban las campanas de boda… Ahí es cuando don Pedro se fijó en ella. Y la quiso para él.
La mañana siguiente mandó a llamar al panadero.
—Don Pedro, buenos días.
—Ay, don Ernesto. ¡Cuánto tiempo! Pase,
pase, siéntese. ¿Café, té, ron? Tengo uno muy bueno que me enviaron desde Cuba.
Sí, para lo que tenemos que hablar, el ron es lo mejor—. Después de servir dos copas con el chinchín
incluido, el alcalde fue directamente al grano: —Sabe, don Ernesto, que soy
viudo y mi hijo está más tonto que Abundio. Quiero casarme y tener un heredero
como Dios manda. Y claro, la chica tiene que ser joven y de buena sangre. El
dinero no me importa. Ya tengo más que suficiente. Ayer he visto a tu hija. Una
moza muy guapa. Digna de llevar los vestidos de París y joyas caras. Quiero
tenerla como esposa y la madre de mis hijos. No, no, no… Todavía no diga nada.
Sé que tenemos asuntos pendientes y los quiero resolver. No voy a cobrar los
intereses ni el préstamo a mis consuegros. Su familia no me debe nada. Aquí
está el documento para firmar. —El panadero, con la cara del mismo color que
papel, se puso a temblar—. Pues brindemos y demos la mano.
—Pe…, pe…, pero, don Pedro. Me…, me halaga
mucho. Pero mi hija ya tiene novio. Parece que ella está enamorada de un chico,
Roberto se llama.
—Sí, la vi bailar con un muerto de hambre.
—Es un buen muchacho y muy trabajador. Y se
quieren.
—¿Te niegas ser mi familia? ¿Te niegas la
felicidad de tu hija? ¡¡Serás desagradecido!! ¿Sabes que puedo quedarme con tu
panadería y con tu hija igual? ¿Sabes que puedo echar a la calle a ti, a tu
mujer y a los mocosos que tenéis y, aun así, quedarme con tu hija? Fuera de mi
vista, desgraciado. Te doy tiempo hasta la noche. Ven aquí con tu mujer.
Hablaremos sobre los preparativos de boda.
Nada más salir don Ernesto, el alcalde llamó
al alguacil y le ordenó que vigilen la panadería y a su futura esposa.
La proposición de don Pedro ha caído como el
jarro de agua fría en el hogar de los Valle. La amenaza de dejar a toda la
familia sin nada y el casamiento forzoso de la hija mayor llenó la casa de
gritos, lloros y tristeza. Marina rogaba a Dios que todo fuera un sueño. Amaba
a Roberto con todo el alma y deseaba casarse con él y no con un viejo maligno.
Se sentía rota por dentro. Pero sus padres y hermanos dependían de ella. No
podía dejar que se queden en la calle. El hermanito más pequeño solo tenía tres
años. Mamá lloraba sin parar. Su padre, con los hombros hundidos, se veía
superado por los hechos. Juan, su hermano, dijo que iba a matar al alcalde.
Marina era una estatua entre aquel caos de sentimientos. Por más que le duela,
debía aceptar la proposición. Ella no importaba. ¡Por Dios! Roberto. Tenía que
hablar con él y explicarle que no podrán estar juntos nunca más.
—Papá, mamá, acepto. No os preocupéis por mí.
Estaré bien. —Les abrazó fuertemente, ahogándose en sus propias lágrimas—. Papá,
lee bien el documento antes de firmarlo. Soy feliz ya que la deuda estará
soldada.
Cuando sus padres se fueron a la mansión de
don Pedro, Marina se escabulló por la puerta del patio para contar las nuevas a
Roberto. No le iba a gustar. Pero poco podían hacer al respecto. La siguieron
tres sombras.
—¡¡No!! ¡No lo acepto! ¿Por qué me dices
esto, Marina? Te amo. Eres mi vida. Ayer aceptaste casarte conmigo. ¿Por qué
este cambio?… No lo entiendo. ¿Acaso hice algo malo? ¿Ya no me quieres?
Dímelo en la cara, Marina. ¡Mírame a los ojos y dime que ya no me quieres!
—No te quiero, Roberto. Voy a casarme con el
alcalde. Es un hombre de verdad y me dará una buena vida. Tú eres bueno, pero
sin un centavo. Adiós, Roberto. Y procura no pasar ni por mi casa ni por la dulcería.
No me agrada verte. —Después de decir estas horribles palabras al amor de su
vida y dirigirle la mirada llena de altanería y desprecio, Marina obligó a
mover sus pies para salir del granero, testigo mudo de sus encuentros en los
últimos cinco meses. La siguió una sombra.
Al llegar a casa, la muchacha tropezó de
bruces con don Pedro que estaba fumando en la veranda. Con la mirada lasciva la
repasó de arriba abajo y escupió el puro.
—Si piensas que voy a aguantar tus líos y la
falta de respeto, estás equivocada, querida. Si quieres que este muerto de
hambre viva, olvídate de él. —La agarró y la besó con fuerza. Marina lo mordió
y él la abofeteó—. Cuidado, pequeña zorra. No voy a permitir que me desafíes.
Solo con una orden, dejo a toda tu familia sin nada. Grábatelo en esa bonita
cabeza. La boda será de hoy en tres días.
Como en un sueño, Marina se dejó llevar por
los preparativos de las nupcias. Le preguntaban algo, ella asentía con la
cabeza; bebía cuando le daban de beber; comía alguna cosa. Iba de un lado a
otro. Probaba vestidos, joyas. No veía a su padre. Tampoco a mamá. Se suponía
que la madre de la novia estaría presente en todo momento, pero a la doña
Mercedes estaba prohibida la entrada en la mansión del alcalde. Cada vez que
cerraba los ojos, Marina veía a Roberto que la miraba con la incredulidad y el tremendo dolor
de un corazón roto. La muchacha repugnaba a sí misma.
Llegó el día. En la engalanada y llena de
flores iglesia no cabía ni un alfiler. Todo el pueblo estaba celebrando la boda
del alcalde y su joven novia. Don Ernesto entregó a su hija con lágrimas en los
ojos.
—Perdóname, hijita.
—Te quiero, papá. Estaré bien.
Cuando don Pedro le puso el anillo de oro,
ella sintió las esposas y las cadenas en sus manos. «Ya nada será igual… Nunca seré libre… Pobre Roberto… ¿Dónde estás, mi amor?»
En pleno apogeo del banquete, el alcalde se
levantó:
—Queridos parroquianos, les agradezco su
presencia en mi boda. Soy feliz por tener una bella esposa y para demostrar mi
amor por ella le hago un regalo especial. Está fuera, en la plaza. Salid todos.
Ven, Marina. Seguro que te quedarás sin palabras—. La agarro fuerte por el
brazo y la sacó de la mesa.
Fuera anochecía. Todavía los últimos
reflejos de sol iluminaban la ciudad. Una suave brisa otoñal jugaba con las
hojas coloridas de los árboles. Los invitados y la gente del pueblo se
apartaban para dejar pasar a la pareja de recién casados. Un silencio forzado y
las miradas furtivas decían que algo raro, algo malo, estaba sucediendo. Marina
sintió un escalofrío.
Cuando el muro humano se acabó y llegaron
el centro de la plaza, vieron cuerpo de un hombre tirado entre barro y
excrementos de caballos. Parecía estar muerto. Marina no entendía nada. ¿Un
regalo especial? Se acercó un poco más al pobre infeliz. Su cara, llena de
golpes, estaba irreconocible. Apenas respiraba. ¡¡¡Dios!!! Era Roberto. Su
amado y añorado Roberto. Se tiró para auxiliarlo. Lo cogió en sus brazos y
gritó. Gritó con tanta fuerza que los presentes han sentido su dolor.
—¿¿¡Por qué!?? ¡¡Roberto, mi amor!! ¿Qué te
han hecho estos desgraciados? ¡Que alguien me ayude! ¡Doctor Pérez, por favor,
ayúdeme! ¿Por qué se va? —Marina se giró hacia el alcalde—. Fuiste tú,
desgraciado. No te era suficiente conmigo y tuviste que mandar que lo maten. Maldito…
Don Pedro gozaba con aquella escena. Nada le complacía más que ver a la gente destruida, arrodillada y sucumbida a su poder.
La muchacha abrazaba a su amante y lo mecía
como a un bebé. Pedía ayuda. Suplicaba. La madre de Roberto intentó pegar al
demonio que hizo aquello con su único hijo. Un golpe fuerte con la culata de
pistola, la dejo tirada al lado del moribundo. Decenas de vecinos solo
observaban. Callados.
El río de lágrimas de Marina lavó la cara
del muchacho. Por un momento él abrió los ojos y la reconoció. Con una sonrisa en
su boca rota se dejó ir…
—¡¡¡Noooo!!!… ¡¡¡Noooo!!!… ¡¡¡No me
dejes!!!… ¡Llévame contigo, mi amor! —Sus gemidos llenos de dolor retumbaron
en los corazones cobardes de los presentes.
El alcalde, cansado de tanto alboroto, agarró
a su joven esposa. Ya era suficiente de tanto espectáculo. Marina se revolvió y
le escupió la cara y le clavó las uñas. El hombre no lo esperaba y la soltó.
Ella recogió su vestido y echo a correr hasta la iglesia. Sabía dónde estaba la
escalera del campanario. La subió volando. Oía que la seguían, pero no le
importó.
Cuando llego arriba de la torre, vio a sus padres
que lloraban y gritaban desconsolados, y a decenas de ojos mirando arriba. Los
cuerpos de Roberto y de su madre seguían ahí. Y antes de arrojarse al vacío
gritó una maldición:
—¡Malditos seáis todos vosotros y vuestra
sangre! ¡Jamás saldréis de aquí, ni vuestros hijos, ni vuestros nietos! Todos
seréis los invitados eternos en nuestra boda.
Al año siguiente, treinta y uno de octubre,
cuando el último rayo de sol se había apagado, en la plaza de Río Blanco,
apareció una pareja de novios. Eran Marina y Roberto. Ella, bella y con su
blanco vestido manchado de sangre. Y él, con la cara destrozada y ropa hecha
jirones. Caminaban, cogidos de la mano y a cada persona que encontraban por la
calle, la invitaba a su boda. Los vecinos huían despavoridos y al día siguiente
no despertaban. Y así, año tras año, habitantes de Río Blanco y viajeros,
engrosaban las filas de los invitados. En diez otoños, ya era una multitud de
los no vivos que inundaba las calles, bailando y festejando las
nupcias eternas de la hija del panadero y del hijo de la viuda.
La gente aterrorizada intentaba huir de la ciudad. Pero llegaba solo hasta la última finca. Es como si una fuerza
invisible les estropeaba las carretas, rompía las piernas o volvía locos a los
caballos; dejaba los coches muertos y ocasionaba un tremendo malestar en las
personas. El visitante que se quedaba en Río Blanco más de tres días no volvía
a salir.
Ni brujos, ni exorcistas, ni especialistas
en lo paranormal, ni científicos podían dar una explicación razonable a
aquello. Intentaron poner la sal en las tumbas de los desdichados novios; hacer
misas en su memoria. Nada de nada. La
fuerza de aquella maldición había sido tan fuerte como el amor más puro.
Ahora, querido lector, te tengo que dejar.
Mira la hora qué es y todavía me faltan ventanas por cerrar y puertas por
trancar. No tengo ninguna gana de bailar eternamente en la boda de los novios
errantes.
22/11/2023, Gijón
2 de noviembre de 2023
La Guardiana del desierto
La guardiana del desierto
Hoy le toca estar de guardia.
Desde que lo destinaron al cuartel, uno de
tantos, repartidos por la interminable frontera sur de la Unión Soviética, era
su primera vez. Los compañeros le tomaban el pelo con los fantasmas del
desierto y las docenas de bichos que podían matarle antes que un basmach. Avisos
de no acostarse en el suelo raso, cerrar bien la tienda de campaña, mirar
dentro de las botas… en forma de carteles, intentaban salvar la vida a los jóvenes
soldados, venidos desde toda la URSS.
Mikolay era un chaval del Norte de Ucrania,
donde los campos dorados de trigo y los prados de un verde intenso se
entremezclaban con los lagos y ríos. Al cumplir los dieciocho le ha tocado el
servicio militar obligatorio. Aquello le
gustaba. Era una oportunidad de conocer las tierras lejanas y probarse a sí
mismo como un hombre. Descontando las novatadas y la poca variedad de comida,
él estaba contento. Y hoy, por fin, estaría en el desierto, protegiendo la
frontera, en compañía de su AK-47, la radio, los prismáticos y dos bengalas que
tenía que disparar si detectara algún movimiento sospechoso desde el lado
enemigo, Afganistán. La frontera era una franja de tierra de unos veinte metros
de ancho con el perfecto dibujo rayado. Si alguien la cruzara, enseguida se vería
el rastro. Bajo su vigilancia estaban dos kilómetros de aquella interminable
cinta.
El
sol, colgado sobre la cabeza de Mikolay, le hacía sudar a mares y
cada poco tenía que secar los ojos para poder usar los prismáticos. Faltaban un
par de horas para la bendecida sombra del risco que se elevaba a su lado
derecho. Hasta entonces, tenía que aguantarse, bajo las capas de camuflaje.
Por fin, el último rayo matador se escondió
y Mikolay pudo respirar un halo del aire fresco. Cuando pisó por vez primera el
desierto, su aroma especiado lo mareó. El chico del Norte quedó sobrecogido por
su inmensidad e intenso calor. Aquí no había lugar para la debilidad y falsos
pasos. El desierto podía matarte, enterrarte o, simplemente, dejarte ciego.
Un ruido suave, de algo que se arrastra, le
hizo estremecer. Giro la cabeza. Justo a su derecha, en una piedra plana, vio a
una enorme cobra Real, enroscada en infinitos círculos. Su cabeza decorada con
dos marcas doradas se apoyaba en su cuerpo. Y sus ojos de amarillo, más intenso
que nunca haya visto, estaban fijos en él. El reptil encontró la sombra.
El soldado quedó muy, pero que muy quieto,
apenas sin respirar. Sabía que en unos segundos estaría muerto. Cerró los ojos.
Muy fuerte. Todas las oraciones conocidas inundaron su cabeza. Ahora sabía lo
que se siente antes de morir. «Por Dios, no he pedido que Masha se case conmigo.
Y mi mamá, no lo soportará. Y mi padre. Soy hijo único. Dios, ayúdame».
Segundos pasaban y la muerte no venía.
Abrió los ojos. La serpiente ya no estaba
ahí y en su lugar había un conejo muerto.
Esperó un poco más. Ya estaba casi de noche
cuando decidió a acercarse a la presa. El animalito todavía estaba templado. No
tenía huella de mordedura. Su cabeza colgaba del cuello roto.
Mikolay no lo podía creer. Era del todo imposible
que la serpiente más venenosa de aquellos parajes y que solía matar a todo el ser
viviente, no lo atacara. Y lo más insólito, que le haya dejado un presente.
Muchacho decidió no contárselo a nadie. No
quería que lo tomaran por un loco. Todo ha sido un sueño raro. Y lo del conejo.
Bah. Dirá que lo ha cazado él mismo. Seguro que en la cocina le darán las
gracias.
A la siguiente guardia, él ya estaba
preparado para el encuentro. Escribió cartas a sus padres y a aquella muchacha
de ojos verdes, a la que amaba con locura y no se atrevía a pedir que se case
con él. Por timidez. Por bobo. Ya ni sabía la razón.
Al hacer la ronda, se fijó que las perfectas
líneas de la frontera estaban marcadas con huellas de algún tipo de antílope. Y
a unos cien metros vio una manada que saltaba hacia el territorio afgano. Avisó
por la radio y apuntó la hora y el lugar del incidente.
Cuando el sol tocó el risco y la pequeña
sombra se proyectó sobre “la piedra de la serpiente”, él dejó un cuenco con
leche que sacó a escondidas de la cocina. Hay que ser agradecido.
Rodeado de sombras, esperó por su visitante
peligrosa.
La cobra apareció como un fantasma. Bebió la
leche y de nuevo se enroscó sin quitar sus ojos de Mikolay.
El soldado volvió a rezar y esta vez, se
santiguó con un gesto lento, por si estos eran sus últimos minutos en el mundo.
Nada pasó.
Al entrar la noche, la cobra desapareció y
en su sitio de nuevo había un conejo.
Y así, pasaron semanas: cada vez que Mikolay
estaba de guardia, lo acompañaba la serpiente. Él ya le hablaba por bajito y
ella, como si lo escuchara, sacaba su lengua bífida, pero sin el menor gesto de
querer matarlo.
Los antílopes otra vez cruzaron la frontera,
pero hacia el lado soviético. Los compañeros decían que estarían migrando o
algo así. Aunque estas idas y venidas eran del todo inusuales.
Al muchacho quedaba una semana de servicio y
no sabía cómo “decirlo” a su amiga serpiente. Su amiga, por Dios. Si alguien lo
oyera, llamaría a un manicomio. Y, como siempre, recogió algo de leche y un
trozo de pollo fresco: seguro que a ella le encantaría comer algo diferente.
La frontera aparentemente estaba tranquila. De
ambos lados se veían manadas de antílopes pastando. Nunca vio nada parecido,
pero él no era un zoólogo. Lo más importante que no había señales de los basmachy.
La cobra apareció, sin embargo, no se echó en
la piedra, como siempre, sino que se acercó a Mikolay y se levantó delante de
él con toda su altura y abrió el capuchón.
Sacó su lengua y sus peligrosos colmillos, llenos de veneno, quedaron a
la vista. El soldado creyó morir ahí mismo. ¿Por qué después de tantos meses lo
querría atacar ahora? Tenía pánico y se quedó congelado en el mismo sitio,
segundos, minutos… ¿Horas? Cada vez que quería moverse, la cobra le cerraba el
paso con la postura amenazante. De repente, desapareció.
Mikolay cayó de rodillas y lloró. Apenas le
quedaban fuerzas. Pasó la noche encogido, muerto de miedo y frío. Por la mañana
el compañero de recambio no vino. Sin agua y comida quedó esperando cinco
horas más. La radio no contestaba. Disparó las bengalas. Nada. Estaba solo.
Decidió volver al fortín por su cuenta.
Desde lejos vio una columna de humo y varios
buitres sobrevolando la zona. Ahí estaba el cuartel. Según se acercaba veía los
cuerpos de civiles y su ganado desperdigados por la carretera. El fortín estaba
casi destruido. En los postes que quedaban en pie, colgaban los cuerpos de los oficiales.
El olor fuerte de sangre y vísceras sobrevolaba aquel dantesco espectáculo. Los
niños con sus madres, tirados como los despojos. Los soldados, fusilados frente
la pared del campo de futbol. Ni los perros sobrevivieron. Deambuló entre las
ruinas, buscando a alguien con vida. No encontró a nadie. Y si él estuviera
aquí, también estaría muerto. La sospecha de que la cobra le salvó la vida, lo
dejó estupefacto. ¿Cómo podía ser? Era del todo imposible. Después de comprobar
que la línea telefónica estaba cortada y el poste de la radio, reducido a un
amasijo de hierro, se desmayó…
Ya había anochecido, cuando terminó de
recoger y colocar los cuerpos en el edificio del comedor, que todavía quedaba
en pie. Su cansancio superaba el nivel del aguante de un ser humano normal. El
olor de cuerpos en descomposición ya era parte de él. Aun así, no podía
dejarles tirados, ya que las manadas de chacales empezaban a rodear el fortín
en busca de comida fácil.
Con primeros rayos de sol, emprendió la
marcha a la ciudad más cercana para avisar a las autoridades.
Nadie le creyó. Los oficiales de la policía
militar se turnaban con los agentes de la NKVD. La historia que contaba soldado
Mikolay Kirilenko no tenía sentido. Lo encerraron en el calabozo por abandonar su
destacamento y dejar la frontera desprotegida.
Llevaba encerrado ya una semana. Los
interrogatorios lo tenían hecho polvo. Llegó a cuestionarse a sí mismo sobre lo
que había pasado. Pero docenas de muertos y sus cuerpos, sí eran reales. ¿Y la
serpiente?…
—Psss, chaval. Oye, aquí, al lado. Oí a los
guardias. Te van a llevar a la capital. Diles que todo era un error o una imaginación
tuya. Si te declaran loco, quedarás encerrado en un manicomio. De ahí no
saldrás. Mejor en una prisión, te lo digo por experiencia. Dajima, la Guardiana
del desierto, te ha escogido por algo. Te ha protegido. Vivirás. No es una
cobra cualquiera…
Los principios de los cincuenta eran muy
difíciles, posguerra, escasos recursos y demasiados enemigos. La investigación de
aquella matanza ha sido secreta, ya que los de arriba no tenían ganas de airear
un fallo tan grande en la frontera con Afganistán. Los basmachy llevaban
meses preparando esta incursión. Habían reunido centenares de los antílopes y
las pasaban de un lado a otro de la frontera para despistar a los soviéticos.
Hasta que aquella terrible noche, la han cruzado a caballo, escondidos entre los
animales salvajes. Los tres puestos de vigilancia quedaron arrasados. El
cuarto, de Mikolay, no. ¿No lo han visto? ¿El enemigo no tenía la información?
Solo un joven soldado sabía la verdad. No le creyeron. Por esto, mi abuelo,
aquel chico ucraniano, pasó diez años en el Gulag por ser “traidor a la patria”
…
Nota de autor: basmachy
– hoy en día los llamamos “talibanes”.
1 de noviembre de 2023
En la consulta
—Bah. Me mandó la mujer a recoger unas recetas. Dijome que vaya en persona, que por más que llama al centro, no le cogen el teléfono.
—Cada vez peor. Citas para todo. Llame que te llame, no contestan. Mira, ahí sale Manolo.
—Hola, Juan, Paco. Vine a por los resultados. El otro día me chuparon la sangre y traje un bote de orina. A saber, qué buscaban estos matasanos. Total, estoy como un roble. Ácido úrico un poco alto, pero con beber mucho líquido, lo tengo controlado. Es lo que dijo la doctora.
—Juan, ¿y tú a qué viniste?
—A por una receta.
—¿Estás malo? ¿Qué tienes?
—Qué va. Ese cuerpo todavía aguanta la marcha. El otro día conocí a una moza por esas cosas de internetes. Me lo enseño mi nieto. Está de buen ver. Tiene sesenta y pico, viuda. Quedamos para tomar un café y nunca se sabe como termina la cosa. Y uno ya no es chaval. Necesito algo de ayuda. A ver si el médico me da pastillitas de esas.
—¡Ostras, Juan! No te irás para casa sin contarnos nada. Te invito a un vino. Hay que beber líquido que me lo mandó la médica.
—¿No será el agua?
—Y yo al siguiente. Pero ni mú a mi mujer. Si les pregunta, he tomado un descafeinado con sacarina.
—Vaya dos. Esperadme en Casa Pepe. No tardo. Y pedid que prepare una tapa de esos torreznos tan ricos que tiene.
Este relato es para el concurso de noviembre del blog El Tintero de Oro.
31 de octubre de 2023
Buscándote
23 de octubre de 2023
La vida de una guitarra
La vida de una guitarra
Ambos crean belleza.
23/10/2023, Gijón
12 de octubre de 2023
Sé que volverás
Sé que volverás
¡Amo,
qué alegría!
Veo que sacas mi arnés y la correa. Andas de un lado a
otro. ¡Guau! Vamos a salir. ¡¡Guau, me encanta!! Adoro ir contigo, aunque hasta
la esquina. Sé que ya no soy un cachorro y no me muevo tan rápido, pero los
paseos largos me chiflan.
Bajamos al
garaje. Mucho mejor. ¡¡Guau!! ¿Vamos de viaje? ¿Podemos ir al pueblo?
Porfaaaaaaa… Me encantaría volver a ver a la hembra que vive al lado. Hemos
llegado a un medio acuerdo. La tengo en el bote, como decís, los humanos. Solo
falta traerle una salchicha. ¡Qué alegría! ¡Me encanta! Pa-se-o, pa-se-o…
Nos-va-mos-de-pa-se-o…
Amo, te noto extraño. Huelo preocupación. Tú,
tranquilo. Hacemos un buen equipo: tú y yo. Aunque no le gusto demasiado a tu
nueva hembra. Pero tranquilo, la ganaré. Soy un especialista en las hembras. Sé
que ella se enfadó mucho cuando mordí su bolso. Pero es que estaba tan
apetecible y olía tan bien que no me pude resistir. Ya sé que los perros tan
mayores como yo no deberían hacer estas cosas. Pero no he podido aguantar.
Nunca más. Te lo prometo. ¡Ah! Lo de aquel zapato, no cuenta. Te pedí el
perdón. Aunque me debes una por lo del otro día: meterme un termómetro por el
culo no ha molado nada de nada. Esto no se hace. Y sin esperar. Uff. Todavía me
tiemblan los cuartos traseros al recordar aquella encerrona en la clínica.
Me encanta ir en coche contigo. Nunca sabes
qué aventura vamos a vivir.
Ay, qué
tiempos aquellos, cuando éramos unos críos. Tú, con tu pelota de futbol, y yo
con la mía, de goma. Qué bien nos lo pasábamos. Y hasta dormíamos juntos. Ahora
tienes la puerta cerrada. Bah, no pasa nada. Estoy más a gusto en la cocina
donde pasa el tubo de agua caliente. Uno ya tiene edad, ¿sabes?, aunque me
siento como un chaval todavía.
¡¡Aaaaaamo!! Creo que te equivocaste del
camino. El olor es diferente. No es por ahí. Date la vuelta. Hola, estoy aquí,
atrás. Te veo por el espejo. Veo tu mirada. Mírame. ¿Por qué no me miras?
Te-has-e-qui-vo-ca-do. ¿A dónde vamos? ¿Un sitio nuevo? ¡¡Guau!! Vamos de
aventura como antes. ¡¡¡Guau!!!
¿Por qué paras el coche? ¿Ya hemos llegado?
No veo nada alrededor. Bueno, sí, un bosque. ¿Vamos a un bosque? ¡Pero si nunca
vamos al bosque! Bueno, una aventura misteriosa, guau.
Mira como
salto la valla. Ups. Qué golpe. Antes, yo volaría por encima. Mejor me pasaré
por debajo. Ni se te ocurra reírte. Y no lo cuentes a la perra del vecino. Uno
tiene su orgullo. Uff, aquí huele diferente. Me gusta. ¿A dónde vamos? ¿Me vas
a amarrar? ¿Y cómo se supone que vaya contigo si me dejas aquí como a un
cachorro maleducado? Aaaaamo. Mírame. ¡¡Guau!! ¡¡Un pícnic!! Trajiste mi
mantita, el cuenco y la comida. También me vale, aunque unas ricas salchichas
molarían mucho más.
¿A dónde vas?
Puedes levantar tu pata aquí mismo, somos machos. Estas cosas no me molestan.
¡Aaaaamo! ¿A dónde vas? Esto ya no me hace gracia. No te veo. ¡Guau! ¡¡Guau!!
¡¡¡Guau!!! ¡¡¡Aaaaaaamo!!! ¡¡¡Aaaaaaamo!!! No quiero quedarme aquí. Esta correa
es muy fuerte. ¡¡¡Guau!!! ¡¡¡Guauuuuuu!!!
Oigo tu coche cada vez más lejos. ¡Guau!
¡¡¡Guauuuuuu!!! ¡No me dejes aquí! Quiero irme a casa. No sé qué ha pasado. No
entiendo nada. ¿Qué hice? ¿Por qué te fuiste? Quiero volver contigo a nuestra
casa. Tranquilo, Max, respira. Seguro que volverá. Sin ti no podrá vivir.
¡Guau!… Moja…
Lluvia… Odio la lluvia. ¡¡¡Aaaaamo!!! ¡¿Dónde estás?! Tengo que soltarme como
sea. A ver esos dientes. Puedo con esa correa. Uff. Cuesta. Un poco más. Se
resiste. Ya falta poco. Qué dolor en la boca. Sangre. Lo que faltaba: un diente
roto. Sigo que ya casi está. ¡Ya! ¡Estoy libre!
¡¡¡Aaaaamo!!!
¡¡¡Guau!!! ¡¡¡Guau!!! ¡¿Dónde estás?! No hay nadie. A ver ese olfato. Coche
estaba aquí y se fue… Por allá. Eso es. Ahí está la casa. ¡¡Aaamo!! ¡¡¡Voooy!!!…
Tenía que
haber bebido el agua del cuenco. ¿Ahora qué? Me muero de sed y este camino no
termina nunca.
Las patas me
duelen un montón. Uff. Qué frío hace. Tengo hambre. Cuando llegue a casa no me
quejaré del pienso. Lo comeré todo. Después, salchicha. Voy a echarme un ratito
aquí, justo al lado de la carretera. Así mi amo me verá más rápido. Volverá…
Segurísimo… Sin mí no puede…