19 de diciembre de 2025

La celera te mata

 La celera te mata





Al abrir la puerta de la mansarda, un olor a rancio y a las cosas olvidadas me dio de lleno. Di un paso. Otro… Hacía mucho que nadie entraba. Ahora que lo pienso, desde que mi abuelo desapareció. Él pasaba horas aquí, encerrado. Se podía oír sus balbuceos al hablar consigo mismo… O, con alguien.  Mis recuerdos de aquellos años son solo los retazos de la memoria. Y, sin embargo, sé que he entrado aquí una vez… Mi abuelo estaba escribiendo en una libreta… Muy absorto. Cuando me vio en la puerta, se enfadó muchísimo, me gritó y me echó. Me tropecé y caí por la escalera. Desde entonces tengo el tic de tocarme la cicatriz de mi frente. También discutió con mis padres. Después nos fuimos a nuestra nueva casa y el abuelo se quedó aquí… Solo… Durante veinticinco años. Sin llamadas, sin cartas, sin felicitaciones por Navidades y cumpleaños… Nunca hemos vuelto…  Hasta ahora.

           Hacía unos seis años que el abuelo había desaparecido sin dejar rastro. Mis padres pusieron la casa en venta. Yo decidí, por fin, mitigar mi curiosidad y ver por mí mismo por qué él pasaba tanto tiempo en esta buhardilla…

          Con la linterna del teléfono vislumbré una lámpara de pie. La encendí… La pantalla, que ahora era un hogar de las arañas, desprendió una luz amarillenta. La sombra del dibujo intrincado de la telaraña se reflejó en el techo. Al lado de la lámpara estaba un sillón antiguo y gastado y una mesita, llena de libretas apiladas. Me fijé en un par de guantes toscos de cuero que estaban colgados en el respaldo. ¿Qué hacían ahí?… Enfrente del sillón, en el centro de la estancia, había una estructura tapada con una sábana. Di una vuelta alrededor. La luz de la linterna se reflejó en las desnudas paredes. Pero las esquinas y las aristas de la buhardilla protegieron su oscuridad de mi invasión. Quité la sábana… Y descubrí un enorme espejo ovalado.

          Me miré y no me vi reflejado en él. Un escalofrío me recorrió de arriba abajo. Lo toqué. Mis dedos casi se quedan pegados a la helada superficie. El cristal muerto estaba rodeado por una moldura negra y exageradamente repujada con rosas de un rojo intenso. Las toqué… Y el espejo cobró vida… Los tallos, llenos de espinas, empezaron a retorcerse como serpientes. Y su sonido, una especie de crujido y tintineo, se propagó por la habitación… Me pinché… Las rosas se quedaron quietas… A la espera… La sangre, formando un finísimo riachuelo, empezó a bajar por mi brazo… Metí el dedo en la boca… Mi boca se llenó de sangre… ¡Dios! ¿¡Si era solo un pinchazo de nada!? Sentí un mareo. Di un paso hacia atrás y tropecé con el sillón. Caí en él y una nube de polvo se elevó al techo. Miré al espejo. ¿O el espejo era el que miraba en mí?

          Recogí del suelo una libreta. La frase “La celera te mata”, “la celera te mata”, se repetía centenares de veces en cada página… Abrí otra libreta… Las ojeé una detrás de otra y todas, con más o menos inteligibilidad, tenían escrita la misma frase: “La celera te mata” … Me quedé sentado una hora… ¿O dos? ¿O más? Me sentía débil… La sangre no paraba de gotear. No tenía ni fuerzas ni ganas para moverme y llegar hasta el teléfono que estaba tirado en el suelo. Tampoco creo que valdría para algo; la linterna habrá gastado la batería.

          Miré al espejo. Ahora tenía una mancha oscura que poco a poco aumentaba de tamaño. Yo, como un conejo frente a una serpiente, no podía apartar la mirada.  Y, la mancha se convirtió en un rostro. El de una mujer joven y bellísima. Sus ojos color whisky estaban fijos en mí. De repente, el rostro empezó a cambiar.  Ahora me miraba una cara antigua, marchita y de muecas exageradas, que se rompieron con una risa desdentada… De aquella boca horrorosa no salía ningún sonido y, sin embargo, mi mente la oía. Una risa repugnante. Mi cabeza empezó a dar vueltas. La risa era más y más alta. Mi mente se licuaba con aquel sonido. De repente, todo paró… La cara desapareció.

          Entonces comenzó el tráfago: pasos arriba, pasos abajo, a los lados, golpes en el techo; la lámpara parpadeaba al compás. Las arañas enloquecidas subían por las paredes en oleadas. Era como si la mansarda entera se hubiera despertado de un letargo. Las libretas, como las aves siniestras, batiendo las hojas, formaron un círculo alrededor del espejo. Volando y volando cada vez más rápido, crearon una especie de torbellino. Yo me sentí arrastrado hacia él. Me aferré al sillón… Era una locura. Esto no podía pasar. Mis dedos ya apenas se agarraban al tapizado. Me di cuenta de que ni el sillón, ni la lámpara, ni la mesita se movían. Era total y absolutamente ilógico.  Recé a Dios, llamé a mi madre, lloré como un crío… Miré hacia el espejo… Convertido en una boca oscura y hambrienta, el espejo estaba a punto de engullirme… De nuevo la risa de aquella horrible mujer sonó en mi cabeza: «Ven, muchacho. No seas cobarde. Con tu abuelo no fue suficiente. Ni con tu hijo pagarás por el daño causado. Y los muertos no olvidan. ¡Ja, ja, ja!» … ¿Hijo? No tengo hijos… Una mano huesuda salió del remolino y empezó a arrastrarme hacia dentro. ¡¡Nooooooooo!!

          —Cariño, ¿qué te pasa? Despierta… Te llamé un montón de veces. Me tenías muy preocupada. ¿Te pasa algo?… Dime, cariño. —Sandra, mi novia, estaba de rodillas con cara de susto y preocupación. —He llamado a tu trabajo, también a tus padres. Y me dijeron que ibas a venir aquí. Menos mal que la puerta estaba abierta y pude entrar sin montar un escándalo a estas horas de la noche.

          Mi cabeza seguía dando vueltas. Me sentía confuso sin distinguir qué era el sueño y qué era la realidad. La voz preocupada de Sandra y sus besos poco a poco me sacaron de la pesadilla vivida:

          —San, estoy bien. No te preocupes. Solo que los recuerdos de mi infancia aquí y la historia con mi abuelo me dejaron hecho polvo. ¿Viste mi …? —el resto de la frase quedó atascado en mi garganta. El espejo seguía ahí, pero totalmente diferente. Era un espejo normal, con el marco labrado y repujado en oro. Nada que ver con la monstruosidad que me quiso engullir.

          —¡Qué espejo más bonito! Y es de pie. Estas piezas no se ven a menudo. En un anticuario cuestan unos cientos de euros o más. ¿Podríamos quedar con él? En nuestro dormitorio se vería divino.

          Solo de imaginar revivir la pesadilla salida de este espejo me dio escalofríos.

          —Vaya, cariño. Cómo sois los hombres, ja, ja, ja. Las mujeres siempre vemos joyas donde vosotros veis las antiguallas. Pues si no te gusta, aquí se queda. Cambia esa cara… Te voy a decir algo que te va a levantar el ánimo. De hecho, por esto estaba loca por encontrarte. ¿Te acuerdas de que te dije que me sentía rara? Pues… ¡Chan-chan! ¡Estoy embarazada! ¡Vamos a tener un bebé!

          Salté del sillón como un muelle. ¡Dios! ¡Seré padre! El amor que sentía por esta maravillosa mujer me hizo sentir el hombre más feliz del mundo. La abracé, la besé en su boca, su frente, su pelo. Olí la fragancia del perfume en su cuello… Y me miré mi mano izquierda que jugaba con el mechón rubio… En la yema del dedo corazón claramente se veía un pinchazo. Miré al espejo. Desde dentro salió volando una fotografía… Suspendida en el aire, que parecía jugar con ella, la fotografía se posó en la mesita. Como si estuviera ahí todo este tiempo. La cogí con la mano temblorosa.

          —¿Y esta foto? ¿Quiénes son, cielo?

          —Mi… Ejem, ejem… Es mi abuelo y la mujer tiene que ser mi abuela. Y la niña, es mi madre. ¿Sabes?, no llegué a conocer a mi abuela.  Ni siquiera vi sus fotos. Es como si jamás hubiese existido. Cuando yo nací, ella ya había muerto. No sé más. Igual mis padres nos pueden hablar de ella. —La fotografía temblaba en mis manos. No podía ser…  Era una locura. ¡La mujer del espejo era mi abuela!

           Cuando cerraba la puerta de la mansarda pude oír la risa diabólica de la vieja… «La celera te mata… la celera te mata, ¡ja, ja, ja, ja!»





38/12/2025, Gijón

© La Pluma del Este


27 de noviembre de 2025

Club Lunar de Mujeres Exhaustas

 Club Lunar de Mujeres Exhaustas





Pasaban los años y ella seguía corriendo detrás del tiempo. Ser madre, esposa, hija, nuera, empleada, cuidadora de dos perros, un conejo y varios peces la dejaba más cansada que Hércules con las caballerizas. A pesar de ello, no tenía la gloria mitológica como recompensa.

          Después de un día que parecía un maratón que ni el mismísimo Filípides aguantaría, se daba por satisfecha. Sin embargo, con la casa recogida, los niños bañados y el marido roncando, tenía ganas de no despertar en un año. Finalmente, cerró el libro, apagó la luz de la mesita y volvió a rogar al cielo, al universo o a lo que haya allá arriba:

          —Por favor, ¡un descanso! Un respiro, aunque sea de cinco minutos, sin que nadie me llame «mamá», «cari», «hija» o «señora».

         Y el universo, o eso que hay allá arriba, la escuchó…

          Cuando despertó, la envolvía un silencio muy silencioso. Nada del zumbido de la nevera, ni del torturador goteo del grifo de la cocina, ni de los ronquidos de al lado… Era un silencio solemne, cósmico, de esos que te asustan y, aun así, te dejan extasiada. Sobrecogida, la mujer salió de la cama. Y, en vez de pisar la gastada y áspera alfombrilla, sus pies se hundieron en el suave polvo lunar. ¿Lunar? Pues, sí. Si no, ¿cómo se podría explicar que la enorme bola azul llamada Tierra colgaba justo allí, delante? Tampoco se sorprendió al ver que su cama era una especie de mini platillo que se sostenía en el aire, cubierto con sábanas de algodón egipcio y decenas de mullidos cojines de plumas.

          —Buenoooooo… esto sí que es desconectar —se dijo, y soltó una carcajada que se perdió en el vacío.

          Dio un par de saltitos, primero algo torpes; después saltó como Pegaso, abrió sus brazos y gritó:

          —¡Soy una con el universo! ¡¡Soy-una-con-el-u-ni-ver-sooooo!! —se sentía libre y ligera. Ni un «¿qué hay de comer?», ni un «cari, me falta un calcetín», ni un «hija, dile a tu padre…», ni siquiera «Señora Rodríguez, bla, bla, bla…».

          Se tumbó bocarriba sobre el polvo chispeante, mirando a las estrellas. Mientras estaba haciendo un ángel lunar, vio a un pequeño marcianito verde con las alitas doradas de un querubín. ¿O más bien, lunarcito? Pero ¡qué mono, por Dios! La saludó con su manita de tres dedos, le tiró un tubo dorado y se desvaneció con cara de fastidio. A la terrícola le pareció oír: «Otra más. ¿A dónde vamos a parar?» ¿Otra más? ¿Dónde?

          Nuestra exploradora espacial abrió el tubo y sacó un pergamino.

 

Querida nueva amiga,

Si estás aquí, significa que ha llegado el momento de conocer

Club Lunar de Mujeres Exhaustas. Ponte cómoda en tu cama y agárrate fuerte.

 La aventura te espera.

         

                                                           Las Discípulas de Hera,

 las que encontraron este refugio antes que tú.

 

          —Universo, querido, te pasaste de generoso —rio y se acomodó entre los innumerables cojines. —Yo solo pedí cinco minutos y me mandaste las vacaciones interplanetarias.

          La cama-platillo o el platillo-cama se elevó hacia las estrellas, sobrevoló el borde de un inmenso cráter y se precipitó abajo, a través de una espesa niebla.

          Lo que vio nuestra intrépida viajera, la dejó sin palabras. Un mundo de color y luz se expandía por toda la superficie. En el centro del cráter y rodeado de exuberantes jardines en cascada; en la cima de un monte, se erguía un magnífico palacio. Sus cúpulas de cristal brillaban en colores que ni siquiera una mujer sabría nombrar. Donde alcanzaba la vista, las innumerables fuentes disparaban hacia el cielo un líquido rosa sospechoso.  A su alrededor, las miríadas de marcianitos-lunarcitos cargaban bandejas de copas flauta, llenas de… ¿Champán rosado? Uno pasó muy raudo justo por encima de la cama-platillo. Y casi muere del susto cuando un brazo ágil, surgido de entre cojines, agarró una copa llena. La mujer la apuró de un trago. Las finas burbujas le cosquillearon la garganta.  No recordaba haber bebido algo tan exquisito. Cazó a un par de camareros voladores y les dejó sin su carga.

          Después de varias, bueno, bastantes, copas de champán, nuestra dama estaba feliz y relajada. Hasta que… se vio rodeada de un enorme enjambre de bombones de Godiva. En forma de corazón, de bolitas; de chocolate blanco, negro y con leche; con perlitas y polvo de oro; con y sin relleno… Todos querían ser tocados y saboreados. ¿Qué milagro era ese? La mujer se pellizcó y se tiró del pelo. Le ha dolido.

          —Definitivamente, estoy loca o colocada. Pero no me iré de aquí sin probar esta maravilla. —Y se metió un Godiva en la boca. Cerró los ojos de placer… Lo siguieron una docena más y más champán. Lo extraño es que ella no se sentía ni ebria ni llena. —Definitivamente, estoy muerta y este era el paraíso.

         Con la boca y las manos manchadas de chocolate, la mujer, por fin, vio que no estaba sola. Había muchas más mujeres. Unas, navegando en los barquitos de colores; otras, nadando; otras, tomando el café en las terrazas llenas de flores, o, paseando sin más… Todas vestidas con túnicas vaporosas y el pelo suelto. Como en la antigua Grecia. Con nostalgia se acordó de su viaje de novios a Atenas. Hace muchísimo. En su otra vida. Las mujeres, muy sonrientes, la saludaban y le daban la bienvenida.

         Con una pirueta en el aire, digna de un caza de combate, la cama-platillo aterrizó… No —alunizó— en las afueras del resort. El contraste con el mundo bucólico que acababa de sobrevolar era tremendo. Un llano polvoriento gris y montículos de sacos apilados. Se respiraba la atmósfera triste y opresiva.  Un poco más allá, una enorme puerta de oro desprendía una cálida luz.  Una fila de mujeres, cada una con un saco en la espalda, esperaban su turno para pasar…  El platillo-cama dejó a nuestra viajera y desapareció con rumbo incierto.

          Unos marcianitos-lunarcitos con caras de pocos amigos la cargaron con un enorme saco lleno de… piedras negras, violetas y amarillas, y la colocaron en la fila con las demás mujeres:

         —Anda, ¿más peso? Y yo que pensaba que estaba de vacaciones. —Nadie le hizo caso. Nadie hablaba. Cada una llevaba su saco. Y todos contenían la distinta carga. Las piedras negras eran las pérdidas; las rojas, amores rotos; las amarillas, facturas y deudas; las azules, las enfermedades; las violetas, preocupaciones; las marrones, la soledad…

          Ya en la puerta, una mujer bellísima, con pinta de diosa, preguntaba algo a cada visitante, la abrazada y le pedía desprenderse del saco. Unas lo quitaban como un abrigo; otras, lloraban y se agarraban a él como si de su segunda piel se tratase… Finalmente, con una sonrisa y espalda recta, cruzaban la puerta y desaparecían en el oasis lunar. 

          —Hola, querida. Puedes dejar tu saco aquí. Te esperará hasta que vuelvas. Nadie más que tú podrá sobrellevar tu carga…  Sé bienvenida al Club Lunar de Mujeres Exhaustas.

          A nuestra heroína le ha costado lo suyo dejar el saco multicolor. Aquellas piedras eran parte de su vida.

          Por fin, ya ligera como una pluma, la mujer atravesó la puerta. En un parpadeo, su camisón de Pikachu se transfiguró en una túnica vaporosa, y la coleta de cuatro pelos en una preciosa melena. (JL se moriría de envidia, segurísimo.) Se unió al grupo de las recién llegadas.  Ahora ya se veía bella y, por primera vez, se sentía hermosa, rodeada de otras como ella: mujeres corrientes, convertidas en diosas… aunque el hechizo no duraría mucho. 

          Las nuevas exhaustas se acercaron, todavía deslumbradas por sus nuevos ropajes, hacia un gran poste informativo que brillaba como el neón celestial. Allí, en letras plateadas, se anunciaban las actividades y talleres:

 

Aprende a decir NO.

Trucos para evitar las cenas en casa de tu suegra.

Idioma para dejar sin palabras a tu hijo/hija adolescente.

¿A dónde van los calcetines?,

Los maridos no nacen, se hacen.

Meditación exprés para no matar a tu jefe…

 

         Nuestra diosa viajera iba leyendo entre risas… hasta que, de golpe, se topó con alguien conocido. Ni más, ni menos que su jefa.  Sí, la misma cabrona que la tenía amargada con quejas, encargos imposibles y correos electrónicos y llamadas a deshoras. ¿Qué hacía allí?

          Ella no lo sabía, pero en aquel reino lunar, incluso su odiada jefa, se había desprendido de su saco de piedras: el marido que la había cambiado por una más joven, el cuidado de su madre enferma, los problemas en la empresa y su lucha para mantenerla a flote… Por primera vez no le pareció una bruja sin corazón, sino una igual, una diosa cansada y rota como las demás. Compartieron las confidencias, bebieron y rieron… Dos mujeres corrientes con sus cicatrices. Y entre risas, nuestra protagonista eligió su primer taller: Aprende a decir NO. Y su jefa: Meditación exprés para no matar a tu jefe…

          El despertador casi la tira de la cama.

         —¡Ostras! Vaya sueñecito… Ufff. —Despeinada y de nuevo con el camisón de Pikachu, nuestra protagonista, salió de la cama. La de siempre. El tacto áspero de la alfombrilla la devolvió a la realidad. Y empezó la batalla: «¡Mamaaaaaa! ¿Planchaste mi falda plisada?», «¡Mamaaaaaa! Tobi llenó mi jersey negro de pelo», «¡¡Guau, guau!!», «Cariño, acuérdate de que este domingo comemos con mis padres».

          Con una sonrisa enigmática y la calma de quien ha viajado por lunas, ha visto palacios de cristal y Godivas que llueven del cielo, la valiente viajera intergaláctica, se enfrentó a su familia. Los niños chillaban, los perros ladraban, el marido, en busca del calcetín perdido, el conejo con cara de susto y los peces… Todo esto parecía el universo entero.  Ella respiró hondo y, con la fuerza de Minotauro, soltó:

          —¡¡NO!!

          Y el mundo, al menos por un segundo, se detuvo. El libro Mitología de la antigua Grecia, se cayó de la estantería.

 

 

           En la oficina, como siempre, con prisas y sin aliento, se dio de bruces con la jefa. Con cara de susto y con un “lo siento” en la boca, nuestra heroína se quedó sin palabras cuando la otra le guiñó el ojo. Y supo que ambas recordaban la Luna.

 



27/11/2025, Gijón (o Luna...)

        © La Pluma del Este


21 de noviembre de 2025

La maldición de Venus

 La maldición de Venus

 

“La realidad supera la ficción”.
         
          No puede existir una frase más gastada por el uso. Tiramos de ella para aceptar cualquier suceso o hecho que nos deja sorprendidos. Al no encontrar la explicación ni la lógica, soltamos el veredicto: la realidad supera la ficción —y, después guardamos en la memoria lo sucedido para contarlo a quien quiera oírnos.
          Eso mismo dijo la vecina del cuarto después de contarme una historia de lo más extraña. Y a ella se lo contó una amiga de su amiga. Y a esa se lo contó su hermana y a ella una compañera de trabajo. Ahí me perdí…  Por supuesto, yo tenía que mantener la noticia en secreto.
          —Hay gente que habla demasiado y quiere saberlo todo. Ya tú sabes, hija mía. —Me lo dijo por lo bajito la vecina.
          Sin embargo, no he podido resistir y, esperando un tiempo prudencial, mi alma escritoril me obliga a relatarles esta historia. Pero debo cumplir mi promesa, así que cambiaré los nombres. No quiero cargar con la culpa de no haber respetado la confianza depositada en mí. Y, para rellenar las lagunas informativas, tomaré alguna que otra libertad literaria. 
          Llamaré a las protagonistas Teodora y Hortensia; las amigas inseparables de toda la vida; casadas y con hijos ya adultos. Y, como suele pasar con las mujeres de cierta edad, ellas añoraban verse más jóvenes y más deseables. Aunque sus maridos llevaban las curvas delanteras y las coronillas despejadas y no criticaban a sus mujeres por engordar un poquito, las dos amigas ansiaban mejorar su imagen. (Una de ellas mucho más que la otra.) El dinero no era un problema… O, bueno, no del todo cierto. Tampoco les sobraba. Pero, por recuperar la lozanía y subir lo que había bajado, el sacrificio monetario merecía la pena.
          Cabe señalar que Hortensia era una mujer tranquila y apacible y Teodora era un torbellino de ideas y decisiones atrevidas. Fue la que, al asistir a la misa de domingo, guiñó el ojo a su amiga y con la frase: «Ya te contaré», acompañada de una sonrisa enigmática, se concentró en la oratoria del cura.
          Ya en la cafetería, sentadas en una mesa apartada y ocultas de las cotillas del barrio, Teodora sacó un folleto publicitario.
          —Mira. Ya lo tenemos. —Y entregó la hoja a su amiga. —Es un chollo. Es un sitio nuevo. Y por la inauguración, si haces un liftin de esos que te deja la cara como un culo de un bebé, te regalan un tratamiento para levantar el trasero. Con colágenos y laurónicos de esos que vemos en la tele. Doscientos cincuenta euracos, un chollo. Sí, solo por cortarte las puntas y teñirte cobran setenta. ¡Una ganga! ¡Nos apuntamos!
          —Ufff… No sé yo. ¿Y si es una estafa? ¿Cómo sabes que no nos quitarán el dinero por no hacer nada? —le contestó Hortensia en un tono incrédulo.
          —Me lo dijo la Feli, la nuera de la otra comosellame, de la frutera. Esa. Que son buenísimos. Que es una amiga de ella que estudió en Nueva York. Y ahora su padre, que tiene dinero por castigo, le montó una clínica llena de aparatos de esos que te dejan como nueva. Bueno, de todos modos, yo ya pedí la cita. Es mañana a las cuatro de la tarde. Quedamos en la parada del doce a las tres y media. Me voy… ¿Pagas tú el café?
          Al día siguiente, Hortensia esperaba a su amiga con la puntualidad alemana. Los doscientos cincuenta euros en billetes pequeños guardados dentro de su sujetador la hacían sudar. Con los tiempos que corren, llevar tanto dinero encima la ponía nerviosa. Su amiga llegó corriendo, asfixiada y roja como un tomate. Montaron casi sobre la marcha el autobús que ya había arrancado. Teodora fulminó con la mirada al chofer y aterrizó en un asiento libre. Hortensia pagó los billetes.
          La clínica, de un blanco níveo y con luces que quemaban las retinas, estaba vacía. Sin embargo, alguien les abrió la puerta. En el centro del vestíbulo, una fuente susurraba el agua cristalina que caía a un pequeño estanque con peces rojos. Olía de maravilla. Una suave música de fondo invitaba a olvidar el ruido de los coches y de la vida. Las paredes con enormes fotografías de modelos bellísimas prometían el maná estético a las mujeres normales y corrientes. Hortensia sintió un pequeño escalofrío de desconfianza: demasiado bonito, demasiado perfecto.
          —Bienvenidas, señoras, al Centro de Estética Personalizada Venus. —Una mujer joven vestida de blanco, con el pelo moreno recogido en un impresionante moño, las hizo pasar a una habitación más pequeña, pero decorada con mucho lujo en tonos rosas y dorados. —Me llamo Ágata y seré vuestra consejera de imagen. Aquí tenéis unos formularios para rellenar. Vuelvo enseguida.
          Teodora, todo nervios y excitación, echó un rápido vistazo a la hoja y la firmó. Hortensia recorrió las líneas con su dedo y, frunciendo el entrecejo se levantó con un gesto de triunfo:
     —¿Ves? ¡Te lo dije! Es un engaño. Mira, aquí pone: «No nos hacemos responsables de los efectos secundarios». Nos vamos.
          —Pero ¿qué dices? Lee. «El éxito del tratamiento está asegurado un cien por cien». Además, hay opiniones. Y todas están más que contentas. Nos quedamos.
          La aparición de Ágata interrumpió la discusión.
          —Señora Teodora, sígame, por favor. Señora Hortensia, la invito a probar el café y acompañarlo con deliciosos pasteles. La avisaremos en breve.
          —No se moleste. No voy a hacer ningún tratamiento. Esperaré a por mi amiga. ¿Seguro que lo quieres hacer, Teo?… Suerte, amiga.
          Después de dos tazas de café que sabía sospechosamente bien y media docena de pastelitos, Hortensia quedó relajada. El mullido sillón la llevó a los brazos de Morfeo.
          Unas voces la despertaron. Hortensia abrió los ojos y vio a esa tal Ágata acompañada de otra mujer. Su cara le sonaba, pero no recordaba dónde la había visto. Era de unos treinta y tantos años, con una melena rubia y cara perfecta. Llevaba un vestido ajustadísimo y tacones. Y esos ojos verdes… ¡Por Dios! Era Teodora. ¡Su Teodora! Y, sin embargo, no quedaba ni rastro de la mujer que conocía tan bien.
          —¡Teo! ¿Eres tú? ¿Pero qué te han hecho? Pareces más joven que tu hija. Ay, Teodora…
          La rubia la miró sin comprender nada.
          —Señora, ¿quién es usted? No me toque.
        —Teodora, soy yo, Hortensia. Tu amiga desde que íbamos a la escuela. ¿Por qué no me reconoces? ¿Qué le habéis hecho, Ágata? Voy a llamar a la policía.
          —Señora, llame a quien quiera. La señora Teodora ha firmado la autorización. Ahí claramente se avisaba sobre los efectos secundarios. En el caso de su amiga, ha sido la memoria. Por lo demás, está perfecta. De hecho, será nuestra nueva modelo para la campaña internacional…
 
          Desde aquel día Hortensia ya no era la misma. Se sentía culpable. Y Teodora… Dejó a su marido. Perdió el contacto con sus hijos. Durante algún tiempo viajó por el mundo. Iba de fiesta en fiesta; salió en revistas, pero, al final, se lio con quien no debía y murió en tierras lejanas. Su marido, nunca lo comprendió. La quería tal como era, con sus años, sus canas, sus arrugas y la sonrisa. Y la clínica… Después de aquello y un par de “tratamientos” más que acabaron con un escándalo, se cerró de un día para otro.
          Todo lo que les he contado podría haber pasado o no, pero créanme: a veces la realidad no solo supera a la ficción, sino la deja atrás sin mirar.




                                                                             19/11/2025, Gijón

© La Pluma del Este

          



7 de noviembre de 2025

El trato roto

 

El trato roto

 

¿Y esa cara? ¿No me esperabas? Cuánto lo siento —bueno, no del todo cierto—. Llevo mucho tiempo postergando este encuentro. Y no, no te molestes en llamar a tus… treinta y siete guardaespaldas. Ni a la secretaria. Tampoco creo que estés preocupado por ellos. Para ti son solo siervos. Ni más ni menos que tú para mí. Te veo muy desmejorado… seco. Es como si te faltara algo dentro.

          Observo un brillo de desdén en tus ojos. Vaya, vaya. He tocado tu punto débil: eres de una soberbia digna de admirar. Cuando mi Padre dictó los diez mandamientos, pensó en los humanos como tú. Sabía que erais débiles. Tú has infringido cada mandamiento cientos de veces. Y, aunque me cueste admitirlo, celebro que hubieras ampliado la lista con unos cuantos más. Solo de imaginar la cara de mi Padre me da un enorme placer. ¡Ja, ja, ja!

          Ah, hablando del susodicho. Dios Todopoderoso, ¿acaso este hombre aquí presente, no es tu obra? Míralo: ha llegado a lo más alto del poder. Ha exprimido a los ciudadanos-hormiga con los impuestos inverosímiles; solo le queda cobrarles por respirar. En cada elección les mentía y prometía cosas que jamás cumpliría. Y reconozco —hasta a mí me ha superado—: mientras yo convenzo y cumplo los deseos de mis clientes en la intimidad, él engaña con facilidad a los millones. ¡Y a plena luz del día! La mentira es su sustento… Ha dividido la sociedad. Ha colonizado todas las instituciones. Sin miramientos deja muertos en vida a los disidentes y a los opositores. Y sin mancharse las manos. Su trato a las mujeres es de la más exquisita malevolencia; las usa sin piedad y las tira… En fin. No vine aquí para alimentar su desmesurado ego. Deseo acabar con esto ya. Así que, Padre, mira a tu obra. Se le ve engreído y a la vez, insignificante, ¿verdad? Pero no me culpes por ello: yo solo le di un pequeño empujón y el resto es el mérito suyo. ¿No te apetece negociar por su alma inmortal, Dios? Te ofrezco una oveja descarrilada para tu redil… Ah. No contestas. Entiendo.

          Tú, gusano, ¿a dónde vas? No he acabado contigo… todavía. Me propuse buscarte una salida, una redención. Pero para ti no hay lugar ni arriba ni abajo. Voy al grano: vine para romper nuestro trato. No hay alma que reclamar. Estás vacío. Otra vez esa cara… No te quiero en mi reino. Serías capaz de confabular a mis demonios contra mí. Morirás ahora. Y te quedarás en ninguna parte. Tú solo y la Nada. Adiós…



 

          04/11/2025, Gijón

© La Pluma del Este

31 de octubre de 2025

La mujer sin rostro

La mujer sin rostro 




Cuando la vi por primera vez, yo tenía unos cinco años. Mis abuelos celebraban las bodas de plata. En algún momento de la fiesta, el abuelo sacó de su despacho un enorme paquete rectangular, envuelto en papel marrón y con un gran lazo rojo. La abuela lo desenvolvió y apareció un cuadro de una mujer sentada de espaldas en un sofá rojo. Su melena castaña colgaba del respaldo. Delante de la mujer, un inmenso ventanal con las vistas a una ciudad.

          Desde aquel día, el cuadro se convirtió en el protagonista del salón y en una obsesión para mí. Una obsesión que me transformó en lo que soy ahora…

          En cada visita me sentaba enfrente del cuadro y pasaba largos ratos contemplando a aquella mujer sin rostro. El cielo detrás de su ventana estaba teñido con los colores de un ocaso, o, quizás, de un amanecer. Las preguntas se empujaban en mi cerebro para salir a la superficie: ¿La mujer acaba de despertar o tomaba un descanso después de un largo día? ¿Vivía sola? ¿Cuántos años tenía? ¿Era guapa? En mi adolescencia llegué a preguntarme si estaba desnuda. Imaginar su cuerpo blanco y perfecto sobre el terciopelo rojo, no me dejaba dormir. Y algunas veces me despertaba en plena noche con el calzoncillo mojado.

         En la universidad estudié Bellas Artes. Empecé a pintar. Conocí a muchachas y mujeres, todas bellas, a su manera, y con ganas de amarme. Las pinté dándome la espalda: sentadas, recostadas, de pie…  Mientras lo hacía, estaba en una especie de trance o sueño. Cuando mis modelos se giraban, algo dentro de mí se rompía. No eran ella… Así que las relaciones no duraban mucho: yo siempre volvía con la mujer del cuadro. Puede sonar a locura, pero me sentía culpable por traicionarla. Por mirar a otras.

          Pregunté a mi abuelo decenas de veces dónde lo había comprado. Me daba evasivas, hasta que un día murió y se llevó su secreto a la tumba. Me legó el cuadro en herencia…

          Lola, la directora de la galería, armada con su mejor sonrisa y un profundísimo escote, me sacó de mis cavilaciones y me dio un abrazo.

          —¡Qué maravilla! No te puedes ni imaginar el éxito que tienen tus obras. Ya vendimos once cuadros y un par más se lo están pensando. Si la cosa sigue así, me harás muy rica. Sonríe. Parece que tomaste vinagre. No me sorprende que nadie se te acerque. ¡Ah! Ahí veo al CEO de una de esas empresas de internet. Te dejo, bombón. Y cambia esa cara… —Llegó como un vendaval y así desapareció entre el público.

          Esa noche era la cúspide de mi trabajo y de mis obsesiones. Desde todas las paredes colgaban los cuadros de mujeres. Pero ninguna tenía rostro: solo espaldas, perfiles difuminados, manos, piernas desnudas, figuras deseosas de ser amadas. Todas eran diferentes y en lo profundo de mi ser, solo yo sabía que todas eran ella. Desde aquel primer encuentro en casa de mis abuelos, me enamoré de algo que solo existía en mi cabeza.                  

          Metido en un rincón apartado y con un whisky en la mano, decidí que ya era hora de salir de todo aquel barullo. Algo me hizo erizar la piel. Una voz aterciopelada… Una risa que nada tenía que ver con el ambiente ni con la ocasión… Me giré en su busca. Por un rabillo de ojo vi unos bucles castaños que desaparecieron entre la multitud. Di una vuelta por la galería. Olí una fragancia delicada de un perfume. El corazón casi se me salía del pecho. La cabeza me empezó a dar vueltas. Caminé entre la gente como un borracho, fijándome en las mujeres. Ninguna… Ninguna tenía su modo de llenar el aire, ni quitar el que respiro. ¿Estaba alucinando?

          Me paré en el centro de la galería, jadeando y sin prestar atención a las miradas curiosas. Me daba igual que pensasen que soy un loco. ¿Acaso los artistas no lo somos? De nuevo tuve la sensación de que algo o alguien se encontraba cerca… Alguien que llevo buscando toda mi vida. Miré a la puerta y la vi. Estaba saliendo y solo pude atisbar su espalda vestida de azul noche. Me puse a seguirla, pero la multitud no era el mar, ni yo era Moisés. Cuando salí a la calle, los restos de una delicada fragancia apenas se notaban entre los olores de la ciudad.

          Corrí como un poseso de una esquina de la manzana a la otra. Solo vi la oscuridad y a unos pocos viandantes. Les pregunté y apresuraron sus pasos para alejarse de mí. Caminé por la calle desierta. Después, me metí entre el tráfico, sin prestar atención a los pitidos de los coches. Tenía que encontrarla como fuera. Y seguí caminando durante la noche…

          No lo vi aparecer; solo sentí un golpe fuerte y volé hacia la oscuridad. Cuando entreabrí los ojos, contemplé un cielo pintado de amanecer. El mismo que en el cuadro. Mi conciencia se desvanecía… No tenía ni frío, ni hambre, ni sed… Ni dolor.

          Antes de desaparecer del todo, necesito saber:

         ¿Acaso visteis a la mujer que estoy buscando?

 

Mark Beck (EEUU, 1941) "El largo adiós"

30/10/2025, Gijón

© La Pluma del Este


24 de octubre de 2025

Un tesoro en la grieta

Un tesoro en la grieta

 

 

Antes de encerrarse en la garita, Gregorio hizo una ronda completa. Con linterna en mano comprobó las puertas, miró los candados, espantó a un par de ratas bien gordas. Y se dio el susto a sí mismo al tropezar con una tubería:

          —¡La madre que te…! Por un momento creí que era un puto cadáver. ¡Reostia! —Y, después de darle una patada, prosiguió.

           Era su primer turno de noche. Normalmente, le tocaba de día, pero el compañero dijo que no venía más y, ni corto ni perezoso, se largó de la empresa. Así que Gregorio aceptó cubrir este turno. Otros cien pavos más no le vendrían mal.  Y el curro era de los fáciles: cuidar una nave vieja llena de maquinaria oxidada, tubos de todo tipo y más trastos de hierro cubiertos por lona. ¿Quién iba a robar esa basura? Pero «donde manda el patrón, no manda el marinero». El trabajo era tranquilo y se cobraba bien. Con esta idea tan satisfactoria, Gregorio se metió en la garita, puso un pódcast sobre misterios y cerró los ojos.

          Un ruido lo sobresaltó. Parpadeó. Un haz de luz vagarosa[1] bailó a través del sucio cristal. Gregorio entreabrió la puerta. Por el pasillo central se movían unas sombras. Miró el reloj.  Era la una menos cuarto. Con el teléfono en mano y con el Revólver calibre treinta y ocho, en la otra, el vigilante se adentró en la oscuridad. Su corazón iba a mil por hora y en su cabeza todavía sonaba la historia sobre un espíritu de una siniestra anabolena[2] que envenenó a sus padres para quedarse con la herencia…

          Gregorio conocía bien el almacén y, moviéndose como un gato, asechó hacia el fondo, donde se oía una acalorada discusión. Se escondió detrás de una vieja furgoneta y se asomó con muchísimo cuidado. Lo que vio delante, lo dejó alucinado.

          —… no sean tan pelmazos. Aquí está todo el botín. ¿Acaso creen que yo les iba a estafar? ¿Por quién me tomáis? ¿Por un aurívoro[3]? —Un hombre regordete, vestido con un traje de raya fina que le quedaba dos tallas menos y con una rosa en la solapa, estaba enfrentado a otros dos con pinta de delincuentes.

          —Mire, señor Marcel, no es que no le creamos, pero aquí falta el pedrusco. Yo y Tuerto lo vimos con nuestros propios ojos antes de meterlo en la bolsa. Y aquí no está. Tuerto, lo viste, ¿no?

          —Ssssi… Y el naife[4] ese brillaba tanto que lo vi con mi ojo ciego. Ejem, ejem… Es un poco exagerado, pero es lo que vi. Y compartir el botín es de gente honrada. Estoy con Gordon.

          La discusión aumentaba de volumen. A Gregorio le extrañó que los tres ladrones no se preocuparan por causar tanto alboroto. De repente, el tal Gordon sujetó al trajeado por detrás y Tuerto empezó a registrarle los bolsillos. Señor Marcel, se zafó y agarró a su atacante por la barba. Se armó la pelamesa[5]: golpes, patadas, mordiscos. Los dos cayeron el suelo y empezaron a rodar… Gregorio salió de su escondite:

          —¡Parad ya! O llamo a la policía.

          Tuerto sacó un cuchillo.

          —¡Suelta el cuchillo o te pego un tiro! — Gritó Gregorio.

          Los tres no le hicieron ni caso. Tuerto se acercó a los compinches y, después de vacilar un momento, clavo el cuchillo. Gordon gritó y de su costado salió un chorro de sangre. Gregorio disparó. La bala pasó a través de Tuerto y se perdió en la oscuridad. El vigilante volvió a disparar… Nada. Mientras tanto, el señor Marcel se liberó del abrazo mortal de Gordon y sacó… una pistola pequeña. Tuerto, cuchillo en mano, lo miraba fijamente. ¿Quién era el primero —la bala o la puñalada? Gregorio, boquiabierto y, teléfono móvil en mano, no sabía si llamar al ciento doce o… Se oyó un disparo. Tuerto soltó el cuchillo y se agarró al abdomen. Cayó de rodillas. Señor Marcel se incorporó con dificultad y respirando como un fuelle viejo… Metió la mano dentro de la chaqueta y sacó un enorme diamante de un azul intenso. Los múltiples destellos saltaron de su mano y huyeron en todas las direcciones. Aquel brillo era de una estrella de hielo: imposible de describir ni alcanzar. Su belleza se reflejó en los ojos de los tres hombres. Gregorio, como un espectador involuntario, contemplaba la escena más surrealista y fantástica que haya visto.

          Tuerto con rapidez de su cuerpo moribundo, clavó el cuchillo en la ingle de señor Marcel. Este se cayó sentado, sin soltar el naife. Su mirada seguía clavada en la piedra. El suelo sucio de hormigón se teñía de rojo.  Tuerto se arrastró hacia la mano con diamante. Señor Marcel, con las últimas fuerzas que le quedaban, lo arrojó lejos.

          El naife rodó por el suelo y… Se precipitó por una grieta… Por un instante, su luz azul se elevó hacia el techo y se hundió en la profundidad. 

          Gregorio se acercó a los hombres para ver si estaban vivos. Los tocó… Y tocó el aire. Sin creer a sus ojos ni a lo que estaba pasando, siguió la estela azul. Llegó a la grieta, se puso de rodillas y lo vio: ahí, abajo, a unos cuantos metros, el diamante más raro y codiciado del mundo. El diamante azul. El naife.

          La alarma del móvil sonó a la una y media. Gregorio se sacudió el sueño. Tocaba hacer otra ronda. Al llegar al fondo de la nave, vio una especie de luminiscencia azul. Se acercó. De una grieta en el suelo salía una luz de color hielo…                                                                  


[1] Vagarosa- que vaga de un lugar al otro

[2] Anabolena- mujer alocada y trapisondista

[3] Aurívoro- codicioso de oro

[4] Naife- diamante de calidad superior

[5] Pelamesa- una pelea en que los contendientes se asen y mesan el cabello o la barba          

     

24/10/2025, Gijón
Autor: © La Pluma del Este
Todos los derechos reservados

17 de octubre de 2025

"La némesis de San Pedro"

 

“La némesis” de San Pedro

 

 

La vida empieza muchas veces

 

 

La fila interminable de almas se perdía entre las montañas de nubes semejantes a algodón de azúcar. Por encima de ella volaba una melodía de murmullos, suspiros y quejidos, salpicados de lloros y de alguna que otra risa infantil. Los hombres, intentando mantener el tipo y mirándose las uñas o el reloj, seguían sin creer del todo que este era su viaje final. Las mujeres, retocándose el pelo y hablando entre ellas, parecían estar en la cola de un supermercado. Los niños —niños son— corrían y jugaban, ajenos a la brevedad de sus vidas.  Y los ancianos, encorvados bajo el peso de los años, esperaban con paciencia al eterno descanso. Todas las almas llegaban a las puertas del cielo por caminos distintos, pero compartían la misma expresión: «¿Este es el fin? ¿Estoy muerto? ¿Ya…?»
   El Apóstol San Pedro, en toda su deslumbrante magnificencia —aunque con la paciencia desarrollada por los siglos en el mismo puesto— les franqueaba las puertas del cielo. Cogía a cada uno de la mano, posaba la otra en su cabeza, le bendecía y, con un gesto tan amable como rutinario, lo guiaba a través de las puertas al Más Allá. A veces murmuraba algo como “siguiente” o “ahí no lo vas a necesitar”. Aquel lugar respiraba la calma perpetua.  La aceptación del sino no dejaba lugar al… ¿Alboroto?
          Un murmullo, al principio bajo, iba subiendo de tono. Lo siguieron los empujones y saltitos.  Algunas almas salieron de la fila. Otras quisieron subirse a las nubes cercanas. El Apóstol tomó la postura de su santa indignación y con una voz de trueno preguntó:
   —¿Se puede saber qué estáis haciendo? ¿Por qué este alboroto?
       Y entre las piernas de la corpulenta señora de cierta edad y de un respetuoso anciano apareció… ¿Un perro?
       San Pedro restregó sus ojos con la túnica celestial y volvió a mirar. Sí. Delante de él estaba un perro. Grande, peludo y con una oreja mirando para abajo y con la otra, al lado contrario. Su lengua, como una bayeta colorada, salía y entraba de la dentuda boca. El perro se sentó sobre sus cuartos traseros y clavó la mirada en San Pedro.
   —¡¡Guau!! ¡Guau! ¿Guaaaau? —es lo que oyeron los presentes. Sin embargo, el Apóstol entendió lo siguiente: —Saludos, Guardián de las puertas. ¿Viste a mi Amo?
     Aunque parezca mentira, el Gran Apóstol quedó mudo. Después, recuperó la compostura y le contestó al polizón:
        —No, no he visto a tu amo… todavía. Y tú, no deberías estar aquí. Vuelve al cielo de mascotas… Siguiente…
         El perro no se movió. De hecho, de una nubecita se hizo la cama, se rascó, se relamió, se mordió las uñas y, después de todo este ritual, clavó su penetrante mirada en San Pedro.
      Desde aquel momento se acabó la tranquilidad de las almas y la concentración del Guardián de las puertas. La fila ya no era ordenada ni iba más allá de las nubes de algodón de azúcar. Aquello se parecía más a una romería, pero sin orquesta. Los niños querían jugar con el perro; las mujeres chillaban para que tengan cuidado; los hombres se preguntaban si el perro era suyo y los viejos, con lágrimas en los ojos, recordaban a las mascotas de su infancia.
        Tal desatino no podía continuar. Así que San Pedro chascó los dedos y el perro desapareció. No es que lo matara, nada por el estilo. El perro bajó al mundo de los vivos para buscar a su amo. Y todo ha vuelto a su sitio. Pero no por mucho tiempo.
     Mientras en el cielo apenas pasaron un par de horas, en la Tierra, toda una vida perruna. Y de nuevo en las puertas del Más Allá apareció un perro. Esta vez, una cosita canija y escuálida, con los ojos a punto de salírsele de las órbitas y con los dientes mellados; y… con una oreja mirando para abajo y con la otra, en dirección contraria. Un señor distinguido, que estaba a punto de cruzar la puerta, pisó la colita del perro y este empezó a chillar. Era un sonido tan estridente que taladró los oídos al mismísimo San Pedro. Las almas se dispersaron, como las ovejas por un prado. 
       —¿Tú otra vez? Y no, no he visto a tu amo. ¿Lo buscaste? Vaya, cuánto lo siento. Adiós. —Con el chasquido de los dedos, el Apóstol mandó al chihuahua a la tierra. Otra vez.
    Al chihuahua siguió un pastor alemán; a ese, un perro salchicha. Después, un labrador chocolate, un perro mestizo, un caniche… Todos tenían una oreja mirando para abajo y la otra, en dirección contraria; todos tenían la mirada penetrante de ojos sabios, todos buscaban al mismo Amo y todos eran el mismo perro. San Pedro vivía en un perpetuo déjà vu. Ni los ángeles, ni el resto de los apóstoles, sabían explicar cómo un alma de un simple perro estuviera conectada tan fuertemente a un ser humano. Era un amor tan inmenso e imperecedero que traspasaba la existencia.
     San Pedro ya no se molestaba en arreglar la fila de almas. Total, ¿para qué? Si en cualquier momento aprecia Perro, y todo iba al traste. El Guardián de las Puertas pedía una tregua, un descanso. Y, aunque era un pecado solo de pensarlo, rogaba por la pronta aparición del Amo. ¿Cuántos perros puede haber en la vida de un humano?
      Miles y miles de almas llenaban la infinita pradera sin tener mucha prisa para pasar al Más Allá. Unas charlaban, otras jugaban a pillapilla, otras cotilleaban sobre los demás. Nadie prestaba atención a las inmensas puertas doradas y al ser celestial que las guardaba. Sentado en un taburete, cabizbajo y muy muy cansado, el Apóstol San Pedro, por vez primera en su milenaria historia laboral, no cumplía con su trabajo.
        —¡¡Guau!! ¡Guau! ¿Guaaaau?
        —Vete. Haz lo que quieras, pero déjalo ya.
        —¡¡Guauuuuuu!!
        San Pedro se levantó y estuvo a punto de mandar a Perro lejos, cuando una mano anciana lo paró. Ahí, justo delante, estaba un enorme perro peludo y con una oreja mirando para abajo y con la otra, al lado contrario. Su lengua, como una bayeta colorada, salía y entraba de la dentuda boca. A su lado, un anciano frágil. Ambos se apoyaban el uno en el otro. El perro se sentó sobre sus cuartos traseros y clavó la mirada en San Pedro.
     —Hola, amigo. ¿Así que has vuelto? Y encontraste a tu Amo. Dígame, señor, ¿cómo un perro ha sido capaz de vivir varias vidas para encontrar una, la suya? ¿Por qué? ¿Qué os ata?
     —Ese chucho grandullón, me salvó cuando yo tenía unos cinco años.  Cuando los alemanes entraron en nuestro pueblo, mataron a todos. Y este maravilloso animal, me cubrió con su cuerpo. Quedó herido. Se murió, pero me salvó a mí. Jamás lo olvidé. Tuve varios perros y a todos les llamé por su nombre: Niko. Y ruego que nos deje pasar estas puertas juntos.  Se lo suplico.
    San Pedro frunció el ceño. La petición del anciano incumplía las reglas: las almas humanas no se mezclaban con las de mascotas. El perro, Niko, sentado sobre sus cuartos traseros, le miraba fijamente con sus penetrantes ojos marrones. Ojos de un ser que ha visto y sufrido tanto y por un amor imperecedero.
    —Anda, pasad. Y, Niko, no te quiero ver rondando por aquí. Ya hemos perdido demasiado tiempo. El cielo no debe esperar.



17/10/2025, Gijón

© La Pluma del Este