Un tesoro en la grieta
Antes de encerrarse en la garita,
Gregorio hizo una ronda completa. Con linterna en mano comprobó las puertas,
miró los candados, espantó a un par de ratas bien gordas. Y se dio el susto a sí
mismo al tropezar con una tubería:
—¡La madre que te…! Por un momento creí que era un puto cadáver. ¡Reostia!
—Y, después de darle una patada, prosiguió.
Era su primer turno de noche.
Normalmente, le tocaba de día, pero el compañero dijo que no venía más y, ni
corto ni perezoso, se largó de la empresa. Así que Gregorio aceptó cubrir este
turno. Otros cien pavos más no le vendrían mal.
Y el curro era de los fáciles: cuidar una nave vieja llena de maquinaria
oxidada, tubos de todo tipo y más trastos de hierro cubiertos por lona. ¿Quién
iba a robar esa basura? Pero «donde manda el patrón, no manda el marinero». El
trabajo era tranquilo y se cobraba bien. Con esta idea tan satisfactoria,
Gregorio se metió en la garita, puso un pódcast sobre misterios y cerró los
ojos.
Un ruido lo sobresaltó. Parpadeó. Un haz de luz vagarosa[1]
bailó a través del sucio cristal. Gregorio entreabrió la puerta. Por el pasillo
central se movían unas sombras. Miró el reloj.
Era la una menos cuarto. Con el teléfono en mano y con el Revólver
calibre treinta y ocho, en la otra, el vigilante se adentró en la oscuridad. Su
corazón iba a mil por hora y en su cabeza todavía sonaba la historia sobre un
espíritu de una siniestra anabolena[2]
que envenenó a sus padres para quedarse con la herencia…
Gregorio conocía bien el almacén y, moviéndose como un gato, asechó hacia
el fondo, donde se oía una acalorada discusión. Se escondió detrás de una vieja
furgoneta y se asomó con muchísimo cuidado. Lo que vio delante, lo dejó alucinado.
—… no sean tan pelmazos. Aquí está todo el botín. ¿Acaso creen que yo
les iba a estafar? ¿Por quién me tomáis? ¿Por un aurívoro[3]?
—Un hombre regordete, vestido con un traje de raya fina que le quedaba dos
tallas menos y con una rosa en la solapa, estaba enfrentado a otros dos con
pinta de delincuentes.
—Mire, señor Marcel, no es que no le creamos, pero aquí falta el
pedrusco. Yo y Tuerto lo vimos con nuestros propios ojos antes de meterlo en la
bolsa. Y aquí no está. Tuerto, lo viste, ¿no?
—Ssssi… Y el naife[4]
ese brillaba tanto que lo vi con mi ojo ciego. Ejem, ejem… Es un poco
exagerado, pero es lo que vi. Y compartir el botín es de gente honrada. Estoy
con Gordon.
La discusión aumentaba de volumen. A Gregorio le extrañó que los tres
ladrones no se preocuparan por causar tanto alboroto. De repente, el tal Gordon
sujetó al trajeado por detrás y Tuerto empezó a registrarle los bolsillos.
Señor Marcel, se zafó y agarró a su atacante por la barba. Se armó la
pelamesa[5]:
golpes, patadas, mordiscos. Los dos cayeron el suelo y empezaron a rodar…
Gregorio salió de su escondite:
—¡Parad ya! O llamo a la policía.
Tuerto sacó un cuchillo.
—¡Suelta el cuchillo o te pego un tiro! — Gritó Gregorio.
Los tres no le hicieron ni caso. Tuerto se acercó a los compinches y,
después de vacilar un momento, clavo el cuchillo. Gordon gritó y de su costado
salió un chorro de sangre. Gregorio disparó. La bala pasó a través de Tuerto y
se perdió en la oscuridad. El vigilante volvió a disparar… Nada. Mientras tanto,
el señor Marcel se liberó del abrazo mortal de Gordon y sacó… una pistola
pequeña. Tuerto, cuchillo en mano, lo miraba fijamente. ¿Quién era el primero
—la bala o la puñalada? Gregorio, boquiabierto y, teléfono móvil en mano, no
sabía si llamar al ciento doce o… Se oyó un disparo. Tuerto soltó el cuchillo y
se agarró al abdomen. Cayó de rodillas. Señor Marcel se incorporó con
dificultad y respirando como un fuelle viejo… Metió la mano dentro de la
chaqueta y sacó un enorme diamante de un azul intenso. Los múltiples destellos
saltaron de su mano y huyeron en todas las direcciones. Aquel brillo era de una
estrella de hielo:
imposible
de describir ni alcanzar. Su belleza se reflejó en los ojos de los tres
hombres. Gregorio, como un espectador involuntario, contemplaba la escena más
surrealista y fantástica que haya visto.
Tuerto con rapidez de su cuerpo moribundo, clavó el cuchillo en la ingle
de señor Marcel. Este se cayó sentado, sin soltar el naife. Su mirada seguía
clavada en la piedra. El suelo sucio de hormigón se teñía de rojo. Tuerto se arrastró hacia la mano con
diamante. Señor Marcel, con las últimas fuerzas que le quedaban, lo arrojó
lejos.
El naife rodó por el suelo y… Se precipitó por una grieta… Por un
instante, su luz azul se elevó hacia el techo y se hundió en la
profundidad.
Gregorio se acercó a los hombres para ver si estaban vivos. Los tocó… Y
tocó el aire. Sin creer a sus ojos ni a lo que estaba pasando, siguió la estela
azul. Llegó a la grieta, se puso de rodillas y lo vio: ahí, abajo, a unos
cuantos metros, el diamante más raro y codiciado del mundo. El diamante azul.
El naife.
La alarma del móvil sonó a la una y media. Gregorio se sacudió el sueño. Tocaba hacer otra ronda. Al llegar al fondo de la nave, vio una especie de luminiscencia azul. Se acercó. De una grieta en el suelo salía una luz de color hielo…
[1] Vagarosa-
que vaga de un lugar al otro
[2]
Anabolena- mujer alocada y trapisondista
[3]
Aurívoro- codicioso de oro
[4] Naife-
diamante de calidad superior
[5] Pelamesa- una pelea en que los contendientes se asen y mesan el cabello o la barba








