Pasaban los años y ella seguía corriendo detrás del
tiempo. Ser madre, esposa, hija, nuera, empleada, cuidadora de dos perros, un
conejo y varios peces la dejaba más cansada que Hércules con las caballerizas. A
pesar de ello, no tenía la gloria mitológica como recompensa.
Después
de un día que parecía un maratón que ni el mismísimo Filípides aguantaría, se
daba por satisfecha. Sin embargo, con la casa recogida, los niños bañados y el
marido roncando, tenía ganas de no despertar en un año. Finalmente, cerró el
libro, apagó la luz de la mesita y volvió a rogar al cielo, al universo o a lo
que haya allá arriba:
—Por
favor, ¡un descanso! Un respiro, aunque sea de cinco minutos, sin que nadie me
llame «mamá», «cari», «hija» o «señora».
Y el
universo, o eso que hay allá arriba, la escuchó…
Cuando
despertó, la envolvía un silencio muy silencioso. Nada del zumbido de la nevera,
ni del torturador goteo del grifo de la cocina, ni de los ronquidos de al lado…
Era un silencio solemne, cósmico, de esos que te asustan y, aun así, te dejan
extasiada. Sobrecogida, la mujer salió de la cama. Y, en vez de pisar la gastada
y áspera alfombrilla, sus pies se hundieron en el suave polvo lunar. ¿Lunar?
Pues, sí. Si no, ¿cómo se podría explicar que la enorme bola azul llamada
Tierra colgaba justo allí, delante? Tampoco se sorprendió al ver que su cama
era una especie de mini platillo que se sostenía en el aire, cubierto con sábanas
de algodón egipcio y decenas de mullidos cojines de plumas.
—Buenoooooo… esto sí que es desconectar —se dijo, y soltó una carcajada
que se perdió en el vacío.
Dio un
par de saltitos, primero algo torpes; después saltó como Pegaso, abrió sus
brazos y gritó:
—¡Soy una
con el universo! ¡¡Soy-una-con-el-u-ni-ver-sooooo!! —se sentía libre y ligera.
Ni un «¿qué hay de comer?», ni un «cari, me falta un calcetín», ni un «hija,
dile a tu padre…», ni siquiera «Señora Rodríguez, bla, bla, bla…».
Se tumbó bocarriba
sobre el polvo chispeante, mirando a las estrellas. Mientras estaba haciendo un
ángel lunar, vio a un pequeño marcianito verde con las alitas doradas de un
querubín. ¿O más bien, lunarcito? Pero ¡qué mono, por Dios! La saludó con su
manita de tres dedos, le tiró un tubo dorado y se desvaneció con cara de
fastidio. A la terrícola le pareció oír: «Otra más. ¿A dónde vamos a parar?»
¿Otra más? ¿Dónde?
Nuestra
exploradora espacial abrió el tubo y sacó un pergamino.
Querida
nueva amiga,
Si
estás aquí, significa que ha llegado el momento de conocer
Club
Lunar de Mujeres Exhaustas. Ponte cómoda en tu cama y agárrate fuerte.
La aventura te espera.
Las Discípulas
de Hera,
las que encontraron este refugio antes que tú.
—Universo,
querido, te pasaste de generoso —rio y se acomodó entre los innumerables
cojines. —Yo solo pedí cinco minutos y me mandaste las vacaciones
interplanetarias.
La
cama-platillo o el platillo-cama se elevó hacia las estrellas, sobrevoló el
borde de un inmenso cráter y se precipitó abajo, a través de una espesa niebla.
Lo que
vio nuestra intrépida viajera, la dejó sin palabras. Un mundo de color y luz se
expandía por toda la superficie. En el centro del cráter y rodeado de
exuberantes jardines en cascada; en la cima de un monte, se erguía un magnífico
palacio. Sus cúpulas de cristal brillaban en colores que ni siquiera una mujer
sabría nombrar. Donde alcanzaba la vista, las innumerables fuentes disparaban
hacia el cielo un líquido rosa sospechoso. A su alrededor, las miríadas de marcianitos-lunarcitos
cargaban bandejas de copas flauta, llenas de… ¿Champán rosado? Uno pasó muy
raudo justo por encima de la cama-platillo. Y casi muere del susto cuando un
brazo ágil, surgido de entre cojines, agarró una copa llena. La mujer la apuró
de un trago. Las finas burbujas le cosquillearon la garganta. No recordaba haber bebido algo tan exquisito.
Cazó a un par de camareros voladores y les dejó sin su carga.
Después
de varias, bueno, bastantes, copas de champán, nuestra dama estaba feliz y
relajada. Hasta que… se vio rodeada de un enorme enjambre de bombones de
Godiva. En forma de corazón, de bolitas; de chocolate blanco, negro y con
leche; con perlitas y polvo de oro; con y sin relleno… Todos querían ser
tocados y saboreados. ¿Qué milagro era ese? La mujer se pellizcó y se tiró del
pelo. Le ha dolido.
—Definitivamente, estoy loca o colocada. Pero no me iré de aquí sin
probar esta maravilla. —Y se metió un Godiva en la boca. Cerró los ojos de
placer… Lo siguieron una docena más y más champán. Lo extraño es que ella no se
sentía ni ebria ni llena. —Definitivamente, estoy muerta y este era el paraíso.
Con la
boca y las manos manchadas de chocolate, la mujer, por fin, vio que no estaba
sola. Había muchas más mujeres. Unas, navegando en los barquitos de colores;
otras, nadando; otras, tomando el café en las terrazas llenas de flores, o, paseando
sin más… Todas vestidas con túnicas vaporosas y el pelo suelto. Como en la
antigua Grecia. Con nostalgia se acordó de su viaje de novios a Atenas. Hace
muchísimo. En su otra vida. Las mujeres, muy sonrientes, la saludaban y le
daban la bienvenida.
Con una
pirueta en el aire, digna de un caza de combate, la cama-platillo aterrizó… No
—alunizó— en las afueras del resort. El contraste con el mundo bucólico que
acababa de sobrevolar era tremendo. Un llano polvoriento gris y montículos de
sacos apilados. Se respiraba la atmósfera triste y opresiva. Un poco más allá, una enorme puerta de oro
desprendía una cálida luz. Una fila de
mujeres, cada una con un saco en la espalda, esperaban su turno para pasar… El platillo-cama dejó a nuestra viajera y
desapareció con rumbo incierto.
Unos
marcianitos-lunarcitos con caras de pocos amigos la cargaron con un enorme saco
lleno de… piedras negras, violetas y amarillas, y la colocaron en la fila con las
demás mujeres:
—Anda,
¿más peso? Y yo que pensaba que estaba de vacaciones. —Nadie le hizo caso. Nadie
hablaba. Cada una llevaba su saco. Y todos contenían la distinta carga. Las
piedras negras eran las pérdidas; las rojas, amores rotos; las amarillas, facturas
y deudas; las azules, las enfermedades; las violetas, preocupaciones; las
marrones, la soledad…
Ya en la
puerta, una mujer bellísima, con pinta de diosa, preguntaba algo a cada
visitante, la abrazada y le pedía desprenderse del saco. Unas lo quitaban como
un abrigo; otras, lloraban y se agarraban a él como si de su segunda piel se
tratase… Finalmente, con una sonrisa y espalda recta, cruzaban la puerta y
desaparecían en el oasis lunar.
—Hola,
querida. Puedes dejar tu saco aquí. Te esperará hasta que vuelvas. Nadie más
que tú podrá sobrellevar tu carga… Sé
bienvenida al Club Lunar de Mujeres Exhaustas.
A nuestra
heroína le ha costado lo suyo dejar el saco multicolor. Aquellas piedras eran parte
de su vida.
Por fin,
ya ligera como una pluma, la mujer atravesó la puerta. En un parpadeo, su
camisón de Pikachu se transfiguró en una túnica vaporosa, y la coleta de cuatro
pelos en una preciosa melena. (JL se moriría de envidia, segurísimo.) Se unió
al grupo de las recién llegadas. Ahora
ya se veía bella y, por primera vez, se sentía hermosa, rodeada de otras como
ella: mujeres corrientes, convertidas en diosas… aunque el hechizo no duraría mucho.
Las nuevas
exhaustas se acercaron, todavía deslumbradas por sus nuevos ropajes, hacia un
gran poste informativo que brillaba como el neón celestial. Allí, en letras
plateadas, se anunciaban las actividades y talleres:
Aprende
a decir NO.
Trucos
para evitar las cenas en casa de tu suegra.
Idioma
para dejar sin palabras a tu hijo/hija adolescente.
¿A
dónde van los calcetines?,
Los
maridos no nacen, se hacen.
Meditación
exprés para no matar a tu jefe…
Nuestra
diosa viajera iba leyendo entre risas… hasta que, de golpe, se topó con alguien
conocido. Ni más, ni menos que su jefa.
Sí, la misma cabrona que la tenía amargada con quejas, encargos
imposibles y correos electrónicos y llamadas a deshoras. ¿Qué hacía allí?
Ella no
lo sabía, pero en aquel reino lunar, incluso su odiada jefa, se había
desprendido de su saco de piedras: el marido que la había cambiado por una más
joven, el cuidado de su madre enferma, los problemas en la empresa y su lucha
para mantenerla a flote… Por primera vez no le pareció una bruja sin corazón,
sino una igual, una diosa cansada y rota como las demás. Compartieron las
confidencias, bebieron y rieron… Dos mujeres corrientes con sus cicatrices. Y
entre risas, nuestra protagonista eligió su primer taller: Aprende a decir
NO. Y su jefa: Meditación exprés para no matar a tu jefe…
El despertador casi la tira de la cama.
—¡Ostras!
Vaya sueñecito… Ufff. —Despeinada y de nuevo con el camisón de Pikachu, nuestra
protagonista, salió de la cama. La de siempre. El tacto áspero de la
alfombrilla la devolvió a la realidad. Y empezó la batalla: «¡Mamaaaaaa!
¿Planchaste mi falda plisada?», «¡Mamaaaaaa! Tobi llenó mi jersey negro de pelo»,
«¡¡Guau, guau!!», «Cariño, acuérdate de que este domingo comemos con mis
padres».
Con una
sonrisa enigmática y la calma de quien ha viajado por lunas, ha visto palacios
de cristal y Godivas que llueven del cielo, la valiente viajera intergaláctica,
se enfrentó a su familia. Los niños chillaban, los perros ladraban, el marido,
en busca del calcetín perdido, el conejo con cara de susto y los peces… Todo
esto parecía el universo entero. Ella
respiró hondo y, con la fuerza de Minotauro, soltó:
—¡¡NO!!
Y el
mundo, al menos por un segundo, se detuvo. El libro Mitología de la antigua Grecia,
se cayó de la estantería.
En la
oficina, como siempre, con prisas y sin aliento, se dio de bruces con la jefa.
Con cara de susto y con un “lo siento” en la boca, nuestra heroína se quedó sin
palabras cuando la otra le guiñó el ojo. Y supo que ambas recordaban la Luna.
© La Pluma del Este

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