La maldición de Venus
“La realidad supera la ficción”.
No puede
existir una frase más gastada por el uso. Tiramos de ella para aceptar
cualquier suceso o hecho que nos deja sorprendidos. Al no encontrar la
explicación ni la lógica, soltamos el veredicto: la realidad supera la ficción
—y, después guardamos en la memoria lo sucedido para contarlo a quien quiera
oírnos.
Eso mismo
dijo la vecina del cuarto después de contarme una historia de lo más extraña. Y
a ella se lo contó una amiga de su amiga. Y a esa se lo contó su hermana y a
ella una compañera de trabajo. Ahí me perdí…
Por supuesto, yo tenía que mantener la noticia en secreto.
—Hay
gente que habla demasiado y quiere saberlo todo. Ya tú sabes, hija mía. —Me lo
dijo por lo bajito la vecina.
Sin
embargo, no he podido resistir y, esperando un tiempo prudencial, mi alma
escritoril me obliga a relatarles esta historia. Pero debo cumplir mi promesa,
así que cambiaré los nombres. No quiero cargar con la culpa de no haber
respetado la confianza depositada en mí. Y, para rellenar las lagunas
informativas, tomaré alguna que otra libertad literaria.
Llamaré a
las protagonistas Teodora y Hortensia; las amigas inseparables de toda la vida;
casadas y con hijos ya adultos. Y, como suele pasar con las mujeres de cierta
edad, ellas añoraban verse más jóvenes y más deseables. Aunque sus maridos
llevaban las curvas delanteras y las coronillas despejadas y no criticaban a
sus mujeres por engordar un poquito, las dos amigas ansiaban mejorar su imagen.
(Una de ellas mucho más que la otra.) El dinero no era un problema… O, bueno,
no del todo cierto. Tampoco les sobraba. Pero, por recuperar la lozanía y subir
lo que había bajado, el sacrificio monetario merecía la pena.
Cabe
señalar que Hortensia era una mujer tranquila y apacible y Teodora era un
torbellino de ideas y decisiones atrevidas. Fue la que, al asistir a la misa de
domingo, guiñó el ojo a su amiga y con la frase: «Ya te contaré», acompañada de
una sonrisa enigmática, se concentró en la oratoria del cura.
Ya en la cafetería,
sentadas en una mesa apartada y ocultas de las cotillas del barrio, Teodora
sacó un folleto publicitario.
—Mira. Ya
lo tenemos. —Y entregó la hoja a su amiga. —Es un chollo. Es un sitio nuevo. Y
por la inauguración, si haces un liftin de esos que te deja la cara como un
culo de un bebé, te regalan un tratamiento para levantar el trasero. Con
colágenos y laurónicos de esos que vemos en la tele. Doscientos cincuenta
euracos, un chollo. Sí, solo por cortarte las puntas y teñirte cobran setenta.
¡Una ganga! ¡Nos apuntamos!
—Ufff… No
sé yo. ¿Y si es una estafa? ¿Cómo sabes que no nos quitarán el dinero por no
hacer nada? —le contestó Hortensia en un tono incrédulo.
—Me lo dijo
la Feli, la nuera de la otra comosellame, de la frutera. Esa. Que son
buenísimos. Que es una amiga de ella que estudió en Nueva York. Y ahora su
padre, que tiene dinero por castigo, le montó una clínica llena de aparatos de
esos que te dejan como nueva. Bueno, de todos modos, yo ya pedí la cita. Es
mañana a las cuatro de la tarde. Quedamos en la parada del doce a las tres y
media. Me voy… ¿Pagas tú el café?
Al día
siguiente, Hortensia esperaba a su amiga con la puntualidad alemana. Los
doscientos cincuenta euros en billetes pequeños guardados dentro de su
sujetador la hacían sudar. Con los tiempos que corren, llevar tanto dinero
encima la ponía nerviosa. Su amiga llegó corriendo, asfixiada y roja como un
tomate. Montaron casi sobre la marcha el autobús que ya había arrancado.
Teodora fulminó con la mirada al chofer y aterrizó en un asiento libre.
Hortensia pagó los billetes.
La
clínica, de un blanco níveo y con luces que quemaban las retinas, estaba vacía.
Sin embargo, alguien les abrió la puerta. En el centro del vestíbulo, una
fuente susurraba el agua cristalina que caía a un pequeño estanque con peces
rojos. Olía de maravilla. Una suave música de fondo invitaba a olvidar el ruido
de los coches y de la vida. Las paredes con enormes fotografías de modelos
bellísimas prometían el maná estético a las mujeres normales y corrientes.
Hortensia sintió un pequeño escalofrío de desconfianza: demasiado bonito,
demasiado perfecto.
—Bienvenidas, señoras, al Centro de Estética Personalizada Venus. —Una
mujer joven vestida de blanco, con el pelo moreno recogido en un impresionante moño,
las hizo pasar a una habitación más pequeña, pero decorada con mucho lujo en
tonos rosas y dorados. —Me llamo Ágata y seré vuestra consejera de imagen. Aquí
tenéis unos formularios para rellenar. Vuelvo enseguida.
Teodora,
todo nervios y excitación, echó un rápido vistazo a la hoja y la firmó.
Hortensia recorrió las líneas con su dedo y, frunciendo el entrecejo se levantó
con un gesto de triunfo:
—¿Ves?
¡Te lo dije! Es un engaño. Mira, aquí pone: «No nos hacemos responsables de los
efectos secundarios». Nos vamos.
—Pero
¿qué dices? Lee. «El éxito del tratamiento está asegurado un cien por cien».
Además, hay opiniones. Y todas están más que contentas. Nos quedamos.
La
aparición de Ágata interrumpió la discusión.
—Señora
Teodora, sígame, por favor. Señora Hortensia, la invito a probar el café y
acompañarlo con deliciosos pasteles. La avisaremos en breve.
—No se
moleste. No voy a hacer ningún tratamiento. Esperaré a por mi amiga. ¿Seguro
que lo quieres hacer, Teo?… Suerte, amiga.
Después
de dos tazas de café que sabía sospechosamente bien y media docena de
pastelitos, Hortensia quedó relajada. El mullido sillón la llevó a los brazos
de Morfeo.
Unas
voces la despertaron. Hortensia abrió los ojos y vio a esa tal Ágata acompañada
de otra mujer. Su cara le sonaba, pero no recordaba dónde la había visto. Era
de unos treinta y tantos años, con una melena rubia y cara perfecta. Llevaba un
vestido ajustadísimo y tacones. Y esos ojos verdes… ¡Por Dios! Era Teodora. ¡Su
Teodora! Y, sin embargo, no quedaba ni rastro de la mujer que conocía tan bien.
—¡Teo!
¿Eres tú? ¿Pero qué te han hecho? Pareces más joven que tu hija. Ay, Teodora…
La rubia la
miró sin comprender nada.
—Señora,
¿quién es usted? No me toque.
—Teodora,
soy yo, Hortensia. Tu amiga desde que íbamos a la escuela. ¿Por qué no me
reconoces? ¿Qué le habéis hecho, Ágata? Voy a llamar a la policía.
—Señora,
llame a quien quiera. La señora Teodora ha firmado la autorización. Ahí
claramente se avisaba sobre los efectos secundarios. En el caso de su amiga, ha
sido la memoria. Por lo demás, está perfecta. De hecho, será nuestra nueva
modelo para la campaña internacional…
Desde
aquel día Hortensia ya no era la misma. Se sentía culpable. Y Teodora… Dejó a
su marido. Perdió el contacto con sus hijos. Durante algún tiempo viajó por el
mundo. Iba de fiesta en fiesta; salió en revistas, pero, al final, se lio con
quien no debía y murió en tierras lejanas. Su marido, nunca lo comprendió. La
quería tal como era, con sus años, sus canas, sus arrugas y la sonrisa. Y la
clínica… Después de aquello y un par de “tratamientos” más que acabaron con un
escándalo, se cerró de un día para otro.
Todo lo
que les he contado podría haber pasado o no, pero créanme: a veces la realidad no
solo supera a la ficción, sino la deja atrás sin mirar.
19/11/2025, Gijón
© La
Pluma del Este

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