La celera te mata
Al abrir la puerta de la mansarda, un olor a rancio y a
las cosas olvidadas me dio de lleno. Di un paso. Otro… Hacía mucho que nadie entraba.
Ahora que lo pienso, desde que mi abuelo desapareció. Él pasaba horas aquí,
encerrado. Se podía oír sus balbuceos al hablar consigo mismo… O, con alguien. Mis recuerdos de aquellos años son solo los
retazos de la memoria. Y, sin embargo, sé que he entrado aquí una vez… Mi
abuelo estaba escribiendo en una libreta… Muy absorto. Cuando me vio en la
puerta, se enfadó muchísimo, me gritó y me echó. Me tropecé y caí por la
escalera. Desde entonces tengo el tic de tocarme la cicatriz de mi frente. También
discutió con mis padres. Después nos fuimos a nuestra nueva casa y el abuelo se
quedó aquí… Solo… Durante veinticinco años. Sin llamadas, sin cartas, sin
felicitaciones por Navidades y cumpleaños… Nunca hemos vuelto… Hasta ahora.
Hacía unos seis años que el abuelo había
desaparecido sin dejar rastro. Mis padres pusieron la casa en venta. Yo decidí,
por fin, mitigar mi curiosidad y ver por mí mismo por qué él pasaba tanto
tiempo en esta buhardilla…
Con la
linterna del teléfono vislumbré una lámpara de pie. La encendí… La pantalla,
que ahora era un hogar de las arañas, desprendió una luz amarillenta. La sombra
del dibujo intrincado de la telaraña se reflejó en el techo. Al lado de la
lámpara estaba un sillón antiguo y gastado y una mesita, llena de libretas
apiladas. Me fijé en un par de guantes toscos de cuero que estaban colgados en
el respaldo. ¿Qué hacían ahí?… Enfrente del sillón, en el centro de la estancia,
había una estructura tapada con una sábana. Di una vuelta alrededor. La luz de
la linterna se reflejó en las desnudas paredes. Pero las esquinas y las aristas
de la buhardilla protegieron su oscuridad de mi invasión. Quité la sábana… Y
descubrí un enorme espejo ovalado.
Me miré y
no me vi reflejado en él. Un escalofrío me recorrió de arriba abajo. Lo toqué.
Mis dedos casi se quedan pegados a la helada superficie. El cristal muerto
estaba rodeado por una moldura negra y exageradamente repujada con rosas de un
rojo intenso. Las toqué… Y el espejo cobró vida… Los tallos, llenos de espinas,
empezaron a retorcerse como serpientes. Y su sonido, una especie de crujido y
tintineo, se propagó por la habitación… Me pinché… Las rosas se quedaron quietas…
A la espera… La sangre, formando un finísimo riachuelo, empezó a bajar por mi
brazo… Metí el dedo en la boca… Mi boca se llenó de sangre… ¡Dios! ¿¡Si era
solo un pinchazo de nada!? Sentí un mareo. Di un paso hacia atrás y tropecé con
el sillón. Caí en él y una nube de polvo se elevó al techo. Miré al espejo. ¿O
el espejo era el que miraba en mí?
Recogí
del suelo una libreta. La frase “La celera te mata”, “la celera te mata”, se
repetía centenares de veces en cada página… Abrí otra libreta… Las ojeé una
detrás de otra y todas, con más o menos inteligibilidad, tenían escrita la
misma frase: “La celera te mata” … Me quedé sentado una hora… ¿O dos? ¿O más? Me
sentía débil… La sangre no paraba de gotear. No tenía ni fuerzas ni ganas para
moverme y llegar hasta el teléfono que estaba tirado en el suelo. Tampoco creo
que valdría para algo; la linterna habrá gastado la batería.
Miré al
espejo. Ahora tenía una mancha oscura que poco a poco aumentaba de tamaño. Yo,
como un conejo frente a una serpiente, no podía apartar la mirada. Y, la mancha se convirtió en un rostro. El de
una mujer joven y bellísima. Sus ojos color whisky estaban fijos en mí. De
repente, el rostro empezó a cambiar. Ahora
me miraba una cara antigua, marchita y de muecas exageradas, que se rompieron
con una risa desdentada… De aquella boca horrorosa no salía ningún sonido y,
sin embargo, mi mente la oía. Una risa repugnante. Mi cabeza empezó a dar
vueltas. La risa era más y más alta. Mi mente se licuaba con aquel sonido. De
repente, todo paró… La cara desapareció.
Entonces
comenzó el tráfago: pasos arriba, pasos abajo, a los lados, golpes en el techo;
la lámpara parpadeaba al compás. Las arañas enloquecidas subían por las paredes
en oleadas. Era como si la mansarda entera se hubiera despertado de un letargo.
Las libretas, como las aves siniestras, batiendo las hojas, formaron un círculo
alrededor del espejo. Volando y volando cada vez más rápido, crearon una
especie de torbellino. Yo me sentí arrastrado hacia él. Me aferré al sillón… Era
una locura. Esto no podía pasar. Mis dedos ya apenas se agarraban al tapizado. Me
di cuenta de que ni el sillón, ni la lámpara, ni la mesita se movían. Era total
y absolutamente ilógico. Recé a Dios,
llamé a mi madre, lloré como un crío… Miré hacia el espejo… Convertido en una
boca oscura y hambrienta, el espejo estaba a punto de engullirme… De nuevo la
risa de aquella horrible mujer sonó en mi cabeza: «Ven, muchacho. No seas
cobarde. Con tu abuelo no fue suficiente. Ni con tu hijo pagarás por el daño
causado. Y los muertos no olvidan. ¡Ja, ja, ja!» … ¿Hijo? No tengo hijos… Una
mano huesuda salió del remolino y empezó a arrastrarme hacia dentro. ¡¡Nooooooooo!!
—Cariño,
¿qué te pasa? Despierta… Te llamé un montón de veces. Me tenías muy preocupada.
¿Te pasa algo?… Dime, cariño. —Sandra, mi novia, estaba de rodillas con cara de
susto y preocupación. —He llamado a tu trabajo, también a tus padres. Y me
dijeron que ibas a venir aquí. Menos mal que la puerta estaba abierta y pude
entrar sin montar un escándalo a estas horas de la noche.
Mi cabeza
seguía dando vueltas. Me sentía confuso sin distinguir qué era el sueño y qué
era la realidad. La voz preocupada de Sandra y sus besos poco a poco me sacaron
de la pesadilla vivida:
—San,
estoy bien. No te preocupes. Solo que los recuerdos de mi infancia aquí y la
historia con mi abuelo me dejaron hecho polvo. ¿Viste mi …? —el resto de la
frase quedó atascado en mi garganta. El espejo seguía ahí, pero totalmente
diferente. Era un espejo normal, con el marco labrado y repujado en oro. Nada
que ver con la monstruosidad que me quiso engullir.
—¡Qué
espejo más bonito! Y es de pie. Estas piezas no se ven a menudo. En un
anticuario cuestan unos cientos de euros o más. ¿Podríamos quedar con él? En
nuestro dormitorio se vería divino.
Solo de
imaginar revivir la pesadilla salida de este espejo me dio escalofríos.
—Vaya,
cariño. Cómo sois los hombres, ja, ja, ja. Las mujeres siempre vemos joyas
donde vosotros veis las antiguallas. Pues si no te gusta, aquí se queda. Cambia
esa cara… Te voy a decir algo que te va a levantar el ánimo. De hecho, por esto
estaba loca por encontrarte. ¿Te acuerdas de que te dije que me sentía rara?
Pues… ¡Chan-chan! ¡Estoy embarazada! ¡Vamos a tener un bebé!
Salté del
sillón como un muelle. ¡Dios! ¡Seré padre! El amor que sentía por esta
maravillosa mujer me hizo sentir el hombre más feliz del mundo. La abracé, la
besé en su boca, su frente, su pelo. Olí la fragancia del perfume en su cuello…
Y me miré mi mano izquierda que jugaba con el mechón rubio… En la yema del dedo
corazón claramente se veía un pinchazo. Miré al espejo. Desde dentro salió
volando una fotografía… Suspendida en el aire, que parecía jugar con ella, la
fotografía se posó en la mesita. Como si estuviera ahí todo este tiempo. La
cogí con la mano temblorosa.
—¿Y esta
foto? ¿Quiénes son, cielo?
—Mi…
Ejem, ejem… Es mi abuelo y la mujer tiene que ser mi abuela. Y la niña, es mi
madre. ¿Sabes?, no llegué a conocer a mi abuela. Ni siquiera vi sus fotos. Es como si jamás
hubiese existido. Cuando yo nací, ella ya había muerto. No sé más. Igual mis
padres nos pueden hablar de ella. —La fotografía temblaba en mis manos. No
podía ser… Era una locura. ¡La mujer del
espejo era mi abuela!
Cuando
cerraba la puerta de la mansarda pude oír la risa diabólica de la vieja… «La
celera te mata… la celera te mata, ¡ja, ja, ja, ja!»
38/12/2025, Gijón
© La
Pluma del Este

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