La mujer sin rostro
Cuando la vi por primera vez, yo tenía
unos cinco años. Mis abuelos celebraban las bodas de plata. En algún momento de
la fiesta, el abuelo sacó de su despacho un enorme paquete rectangular,
envuelto en papel marrón y con un gran lazo rojo. La abuela lo desenvolvió y
apareció un cuadro de una mujer sentada de espaldas en un sofá rojo. Su melena
castaña colgaba del respaldo. Delante de la mujer, un inmenso ventanal con las
vistas a una ciudad. 
         
Desde aquel día, el cuadro se convirtió en el protagonista del salón y en
una obsesión para mí. Una obsesión que me transformó en lo que soy ahora… 
         
En cada visita me sentaba enfrente del cuadro y pasaba largos ratos
contemplando a aquella mujer sin rostro. El cielo detrás de su ventana estaba
teñido con los colores de un ocaso, o, quizás, de un amanecer. Las preguntas se
empujaban en mi cerebro para salir a la superficie: ¿La mujer acaba de
despertar o tomaba un descanso después de un largo día? ¿Vivía sola? ¿Cuántos
años tenía? ¿Era guapa? En mi adolescencia llegué a preguntarme si estaba
desnuda. Imaginar su cuerpo blanco y perfecto sobre el terciopelo rojo, no me
dejaba dormir. Y algunas veces me despertaba en plena noche con el calzoncillo
mojado. 
        
En la universidad estudié Bellas Artes. Empecé a pintar. Conocí a
muchachas y mujeres, todas bellas, a su manera, y con ganas de amarme. Las pinté
dándome la espalda: sentadas, recostadas, de pie…  Mientras lo hacía, estaba en una especie de trance
o sueño. Cuando mis modelos se giraban, algo dentro de mí se rompía. No eran
ella… Así que las relaciones no duraban mucho: yo siempre volvía con la mujer
del cuadro. Puede sonar a locura, pero me sentía culpable por traicionarla. Por
mirar a otras. 
         
Pregunté a mi abuelo decenas de veces dónde lo había comprado. Me daba
evasivas, hasta que un día murió y se llevó su secreto a la tumba. Me legó el
cuadro en herencia…
         
Lola, la directora de la galería, armada con su mejor sonrisa y un
profundísimo escote, me sacó de mis cavilaciones y me dio un abrazo. 
         
—¡Qué maravilla! No te puedes ni imaginar el éxito que tienen tus obras.
Ya vendimos once cuadros y un par más se lo están pensando. Si la cosa sigue
así, me harás muy rica. Sonríe. Parece que tomaste vinagre. No me sorprende que
nadie se te acerque. ¡Ah! Ahí veo al CEO de una de esas empresas de internet. Te
dejo, bombón. Y cambia esa cara… —Llegó como un vendaval y así desapareció
entre el público.
         
Esa noche era la cúspide de mi trabajo y de mis obsesiones. Desde todas
las paredes colgaban los cuadros de mujeres. Pero ninguna tenía rostro: solo
espaldas, perfiles difuminados, manos, piernas desnudas, figuras deseosas de ser
amadas. Todas eran diferentes y en lo profundo de mi ser, solo yo sabía que
todas eran ella. Desde aquel primer encuentro en casa de mis abuelos, me
enamoré de algo que solo existía en mi cabeza.                  
         
Metido en un rincón apartado y con un whisky en la mano, decidí que ya
era hora de salir de todo aquel barullo. Algo me hizo erizar la piel. Una voz
aterciopelada… Una risa que nada tenía que ver con el ambiente ni con la ocasión…
Me giré en su busca. Por un rabillo de ojo vi unos bucles castaños que
desaparecieron entre la multitud. Di una vuelta por la galería. Olí una
fragancia delicada de un perfume. El corazón casi se me salía del pecho. La
cabeza me empezó a dar vueltas. Caminé entre la gente como un borracho,
fijándome en las mujeres. Ninguna… Ninguna tenía su modo de llenar el aire, ni
quitar el que respiro. ¿Estaba alucinando?
         
Me paré en el centro de la galería, jadeando y sin prestar atención a
las miradas curiosas. Me daba igual que pensasen que soy un loco. ¿Acaso los
artistas no lo somos? De nuevo tuve la sensación de que algo o alguien se
encontraba cerca… Alguien que llevo buscando toda mi vida. Miré a la puerta y
la vi. Estaba saliendo y solo pude atisbar su espalda vestida de azul noche. Me
puse a seguirla, pero la multitud no era el mar, ni yo era Moisés. Cuando salí
a la calle, los restos de una delicada fragancia apenas se notaban entre los
olores de la ciudad. 
         
Corrí como un poseso de una esquina de la manzana a la otra. Solo vi la
oscuridad y a unos pocos viandantes. Les pregunté y apresuraron sus pasos para
alejarse de mí. Caminé por la calle desierta. Después, me metí entre el
tráfico, sin prestar atención a los pitidos de los coches. Tenía que
encontrarla como fuera. Y seguí caminando durante la noche… 
         
No lo vi aparecer; solo sentí un golpe fuerte y volé hacia la oscuridad.
Cuando entreabrí los ojos, contemplé un cielo pintado de amanecer. El mismo que
en el cuadro. Mi conciencia se desvanecía… No tenía ni frío, ni hambre, ni sed…
Ni dolor. 
         
Antes de desaparecer del todo, necesito saber: 
        
¿Acaso visteis a la mujer que estoy buscando?

Mark Beck (EEUU, 1941) "El largo adiós" 
30/10/2025,
Gijón
© La
Pluma del Este 
 
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