17 de octubre de 2025

"La némesis de San Pedro"

 

“La némesis” de San Pedro

 

 

La vida empieza muchas veces

 

 

La fila interminable de almas se perdía entre las montañas de nubes semejantes a algodón de azúcar. Por encima de ella volaba una melodía de murmullos, suspiros y quejidos, salpicados de lloros y de alguna que otra risa infantil. Los hombres, intentando mantener el tipo y mirándose las uñas o el reloj, seguían sin creer del todo que este era su viaje final. Las mujeres, retocándose el pelo y hablando entre ellas, parecían estar en la cola de un supermercado. Los niños —niños son— corrían y jugaban, ajenos a la brevedad de sus vidas.  Y los ancianos, encorvados bajo el peso de los años, esperaban con paciencia al eterno descanso. Todas las almas llegaban a las puertas del cielo por caminos distintos, pero compartían la misma expresión: «¿Este es el fin? ¿Estoy muerto? ¿Ya…?»
   El Apóstol San Pedro, en toda su deslumbrante magnificencia —aunque con la paciencia desarrollada por los siglos en el mismo puesto— les franqueaba las puertas del cielo. Cogía a cada uno de la mano, posaba la otra en su cabeza, le bendecía y, con un gesto tan amable como rutinario, lo guiaba a través de las puertas al Más Allá. A veces murmuraba algo como “siguiente” o “ahí no lo vas a necesitar”. Aquel lugar respiraba la calma perpetua.  La aceptación del sino no dejaba lugar al… ¿Alboroto?
          Un murmullo, al principio bajo, iba subiendo de tono. Lo siguieron los empujones y saltitos.  Algunas almas salieron de la fila. Otras quisieron subirse a las nubes cercanas. El Apóstol tomó la postura de su santa indignación y con una voz de trueno preguntó:
   —¿Se puede saber qué estáis haciendo? ¿Por qué este alboroto?
       Y entre las piernas de la corpulenta señora de cierta edad y de un respetuoso anciano apareció… ¿Un perro?
       San Pedro restregó sus ojos con la túnica celestial y volvió a mirar. Sí. Delante de él estaba un perro. Grande, peludo y con una oreja mirando para abajo y con la otra, al lado contrario. Su lengua, como una bayeta colorada, salía y entraba de la dentuda boca. El perro se sentó sobre sus cuartos traseros y clavó la mirada en San Pedro.
   —¡¡Guau!! ¡Guau! ¿Guaaaau? —es lo que oyeron los presentes. Sin embargo, el Apóstol entendió lo siguiente: —Saludos, Guardián de las puertas. ¿Viste a mi Amo?
     Aunque parezca mentira, el Gran Apóstol quedó mudo. Después, recuperó la compostura y le contestó al polizón:
        —No, no he visto a tu amo… todavía. Y tú, no deberías estar aquí. Vuelve al cielo de mascotas… Siguiente…
         El perro no se movió. De hecho, de una nubecita se hizo la cama, se rascó, se relamió, se mordió las uñas y, después de todo este ritual, clavó su penetrante mirada en San Pedro.
      Desde aquel momento se acabó la tranquilidad de las almas y la concentración del Guardián de las puertas. La fila ya no era ordenada ni iba más allá de las nubes de algodón de azúcar. Aquello se parecía más a una romería, pero sin orquesta. Los niños querían jugar con el perro; las mujeres chillaban para que tengan cuidado; los hombres se preguntaban si el perro era suyo y los viejos, con lágrimas en los ojos, recordaban a las mascotas de su infancia.
        Tal desatino no podía continuar. Así que San Pedro chascó los dedos y el perro desapareció. No es que lo matara, nada por el estilo. El perro bajó al mundo de los vivos para buscar a su amo. Y todo ha vuelto a su sitio. Pero no por mucho tiempo.
     Mientras en el cielo apenas pasaron un par de horas, en la Tierra, toda una vida perruna. Y de nuevo en las puertas del Más Allá apareció un perro. Esta vez, una cosita canija y escuálida, con los ojos a punto de salírsele de las órbitas y con los dientes mellados; y… con una oreja mirando para abajo y con la otra, en dirección contraria. Un señor distinguido, que estaba a punto de cruzar la puerta, pisó la colita del perro y este empezó a chillar. Era un sonido tan estridente que taladró los oídos al mismísimo San Pedro. Las almas se dispersaron, como las ovejas por un prado. 
       —¿Tú otra vez? Y no, no he visto a tu amo. ¿Lo buscaste? Vaya, cuánto lo siento. Adiós. —Con el chasquido de los dedos, el Apóstol mandó al chihuahua a la tierra. Otra vez.
    Al chihuahua siguió un pastor alemán; a ese, un perro salchicha. Después, un labrador chocolate, un perro mestizo, un caniche… Todos tenían una oreja mirando para abajo y la otra, en dirección contraria; todos tenían la mirada penetrante de ojos sabios, todos buscaban al mismo Amo y todos eran el mismo perro. San Pedro vivía en un perpetuo déjà vu. Ni los ángeles, ni el resto de los apóstoles, sabían explicar cómo un alma de un simple perro estuviera conectada tan fuertemente a un ser humano. Era un amor tan inmenso e imperecedero que traspasaba la existencia.
     San Pedro ya no se molestaba en arreglar la fila de almas. Total, ¿para qué? Si en cualquier momento aprecia Perro, y todo iba al traste. El Guardián de las Puertas pedía una tregua, un descanso. Y, aunque era un pecado solo de pensarlo, rogaba por la pronta aparición del Amo. ¿Cuántos perros puede haber en la vida de un humano?
      Miles y miles de almas llenaban la infinita pradera sin tener mucha prisa para pasar al Más Allá. Unas charlaban, otras jugaban a pillapilla, otras cotilleaban sobre los demás. Nadie prestaba atención a las inmensas puertas doradas y al ser celestial que las guardaba. Sentado en un taburete, cabizbajo y muy muy cansado, el Apóstol San Pedro, por vez primera en su milenaria historia laboral, no cumplía con su trabajo.
        —¡¡Guau!! ¡Guau! ¿Guaaaau?
        —Vete. Haz lo que quieras, pero déjalo ya.
        —¡¡Guauuuuuu!!
        San Pedro se levantó y estuvo a punto de mandar a Perro lejos, cuando una mano anciana lo paró. Ahí, justo delante, estaba un enorme perro peludo y con una oreja mirando para abajo y con la otra, al lado contrario. Su lengua, como una bayeta colorada, salía y entraba de la dentuda boca. A su lado, un anciano frágil. Ambos se apoyaban el uno en el otro. El perro se sentó sobre sus cuartos traseros y clavó la mirada en San Pedro.
     —Hola, amigo. ¿Así que has vuelto? Y encontraste a tu Amo. Dígame, señor, ¿cómo un perro ha sido capaz de vivir varias vidas para encontrar una, la suya? ¿Por qué? ¿Qué os ata?
     —Ese chucho grandullón, me salvó cuando yo tenía unos cinco años.  Cuando los alemanes entraron en nuestro pueblo, mataron a todos. Y este maravilloso animal, me cubrió con su cuerpo. Quedó herido. Se murió, pero me salvó a mí. Jamás lo olvidé. Tuve varios perros y a todos les llamé por su nombre: Niko. Y ruego que nos deje pasar estas puertas juntos.  Se lo suplico.
    San Pedro frunció el ceño. La petición del anciano incumplía las reglas: las almas humanas no se mezclaban con las de mascotas. El perro, Niko, sentado sobre sus cuartos traseros, le miraba fijamente con sus penetrantes ojos marrones. Ojos de un ser que ha visto y sufrido tanto y por un amor imperecedero.
    —Anda, pasad. Y, Niko, no te quiero ver rondando por aquí. Ya hemos perdido demasiado tiempo. El cielo no debe esperar.



17/10/2025, Gijón

© La Pluma del Este

         

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