“La némesis” de San Pedro
La
vida empieza muchas veces
La fila interminable de almas se perdía entre las
montañas de nubes semejantes a algodón de azúcar. Por encima de ella volaba una
melodía de murmullos, suspiros y quejidos, salpicados de lloros y de alguna que
otra risa infantil. Los hombres, intentando mantener el tipo y mirándose las
uñas o el reloj, seguían sin creer del todo que este era su viaje final. Las mujeres,
retocándose el pelo y hablando entre ellas, parecían estar en la cola de un
supermercado. Los niños —niños son— corrían y jugaban, ajenos a la brevedad de
sus vidas. Y los ancianos, encorvados
bajo el peso de los años, esperaban con paciencia al eterno descanso. Todas las
almas llegaban a las puertas del cielo por caminos distintos, pero compartían
la misma expresión: «¿Este es el fin? ¿Estoy muerto? ¿Ya…?»
El
Apóstol San Pedro, en toda su deslumbrante magnificencia —aunque con la
paciencia desarrollada por los siglos en el mismo puesto— les franqueaba las
puertas del cielo. Cogía a cada uno de la mano, posaba la otra en su cabeza, le
bendecía y, con un gesto tan amable como rutinario, lo guiaba a través de las
puertas al Más Allá. A veces murmuraba algo como “siguiente” o “ahí no lo vas a
necesitar”. Aquel lugar respiraba la calma perpetua. La aceptación del sino no dejaba lugar al…
¿Alboroto?
Un
murmullo, al principio bajo, iba subiendo de tono. Lo siguieron los empujones y
saltitos. Algunas almas salieron de la
fila. Otras quisieron subirse a las nubes cercanas. El Apóstol tomó la postura
de su santa indignación y con una voz de trueno preguntó:
—¿Se
puede saber qué estáis haciendo? ¿Por qué este alboroto?
Y
entre las piernas de la corpulenta señora de cierta edad y de un respetuoso
anciano apareció… ¿Un perro?
San Pedro restregó sus ojos con la túnica celestial y volvió a mirar. Sí. Delante
de él estaba un perro. Grande, peludo y con una oreja mirando para abajo y con
la otra, al lado contrario. Su lengua, como una bayeta colorada, salía y
entraba de la dentuda boca. El perro se sentó sobre sus cuartos traseros y clavó
la mirada en San Pedro.
—¡¡Guau!!
¡Guau! ¿Guaaaau? —es lo que oyeron los presentes. Sin embargo, el Apóstol
entendió lo siguiente: —Saludos, Guardián de las puertas. ¿Viste a mi Amo?
Aunque parezca mentira, el Gran Apóstol quedó mudo. Después, recuperó la
compostura y le contestó al polizón:
—No,
no he visto a tu amo… todavía. Y tú, no deberías estar aquí. Vuelve al cielo de
mascotas… Siguiente…
El perro
no se movió. De hecho, de una nubecita se hizo la cama, se rascó, se relamió, se
mordió las uñas y, después de todo este ritual, clavó su penetrante mirada en
San Pedro.
Desde aquel momento se acabó la tranquilidad de las almas y la
concentración del Guardián de las puertas. La fila ya no era ordenada ni iba
más allá de las nubes de algodón de azúcar. Aquello se parecía más a una
romería, pero sin orquesta. Los niños querían jugar con el perro; las mujeres
chillaban para que tengan cuidado; los hombres se preguntaban si el perro era
suyo y los viejos, con lágrimas en los ojos, recordaban a las mascotas de su
infancia.
Tal desatino no podía continuar. Así que San Pedro chascó los dedos y el perro desapareció.
No es que lo matara, nada por el estilo. El perro bajó al mundo de los vivos
para buscar a su amo. Y todo ha vuelto a su sitio. Pero no por mucho tiempo.
Mientras en el cielo apenas pasaron un par de horas, en la Tierra, toda
una vida perruna. Y de nuevo en las puertas del Más Allá apareció un perro.
Esta vez, una cosita canija y escuálida, con los ojos a punto de salírsele de
las órbitas y con los dientes mellados; y… con una oreja mirando para abajo y
con la otra, en dirección contraria. Un señor distinguido, que estaba a punto
de cruzar la puerta, pisó la colita del perro y este empezó a chillar. Era un
sonido tan estridente que taladró los oídos al mismísimo San Pedro. Las almas
se dispersaron, como las ovejas por un prado.
—¿Tú
otra vez? Y no, no he visto a tu amo. ¿Lo buscaste? Vaya, cuánto lo siento.
Adiós. —Con el chasquido de los dedos, el Apóstol mandó al chihuahua a la
tierra. Otra vez.
Al
chihuahua siguió un pastor alemán; a ese, un perro salchicha. Después, un
labrador chocolate, un perro mestizo, un caniche… Todos tenían una oreja
mirando para abajo y la otra, en dirección contraria; todos tenían la mirada
penetrante de ojos sabios, todos buscaban al mismo Amo y todos eran el mismo
perro. San Pedro vivía en un perpetuo déjà vu. Ni los ángeles, ni el resto de los
apóstoles, sabían explicar cómo un alma de un simple perro estuviera conectada
tan fuertemente a un ser humano. Era un amor tan inmenso e imperecedero que
traspasaba la existencia.
San
Pedro ya no se molestaba en arreglar la fila de almas. Total, ¿para qué? Si en
cualquier momento aprecia Perro, y todo iba al traste. El Guardián de las
Puertas pedía una tregua, un descanso. Y, aunque era un pecado solo de
pensarlo, rogaba por la pronta aparición del Amo. ¿Cuántos perros puede haber
en la vida de un humano?
Miles y miles de almas llenaban la infinita pradera sin tener
mucha prisa para pasar al Más Allá. Unas charlaban, otras jugaban a pillapilla,
otras cotilleaban sobre los demás. Nadie prestaba atención a las inmensas
puertas doradas y al ser celestial que las guardaba. Sentado en un taburete,
cabizbajo y muy muy cansado, el Apóstol San Pedro, por vez primera en su
milenaria historia laboral, no cumplía con su trabajo.
—¡¡Guau!! ¡Guau! ¿Guaaaau?
—Vete. Haz lo que quieras, pero déjalo ya.
—¡¡Guauuuuuu!!
San
Pedro se levantó y estuvo a punto de mandar a Perro lejos, cuando una mano
anciana lo paró. Ahí, justo delante, estaba un enorme perro peludo y con una
oreja mirando para abajo y con la otra, al lado contrario. Su lengua, como una
bayeta colorada, salía y entraba de la dentuda boca. A su lado, un anciano
frágil. Ambos se apoyaban el uno en el otro. El perro se sentó sobre sus
cuartos traseros y clavó la mirada en San Pedro.
—Hola, amigo. ¿Así que has vuelto? Y encontraste a tu Amo. Dígame,
señor, ¿cómo un perro ha sido capaz de vivir varias vidas para encontrar una,
la suya? ¿Por qué? ¿Qué os ata?
—Ese chucho grandullón, me salvó
cuando yo tenía unos cinco años. Cuando
los alemanes entraron en nuestro pueblo, mataron a todos. Y este maravilloso
animal, me cubrió con su cuerpo. Quedó herido. Se murió, pero me salvó a mí.
Jamás lo olvidé. Tuve varios perros y a todos les llamé por su nombre: Niko. Y
ruego que nos deje pasar estas puertas juntos. Se lo suplico.
San Pedro frunció el ceño. La
petición del anciano incumplía las reglas: las almas humanas no se mezclaban
con las de mascotas. El perro, Niko, sentado sobre sus cuartos traseros, le
miraba fijamente con sus penetrantes ojos marrones. Ojos de un ser que ha visto
y sufrido tanto y por un amor imperecedero.
—Anda, pasad. Y, Niko, no te quiero
ver rondando por aquí. Ya hemos perdido demasiado tiempo. El cielo no debe
esperar.
17/10/2025, Gijón
© La
Pluma del Este
No hay comentarios:
Publicar un comentario