31 de octubre de 2025

La mujer sin rostro

La mujer sin rostro 




Cuando la vi por primera vez, yo tenía unos cinco años. Mis abuelos celebraban las bodas de plata. En algún momento de la fiesta, el abuelo sacó de su despacho un enorme paquete rectangular, envuelto en papel marrón y con un gran lazo rojo. La abuela lo desenvolvió y apareció un cuadro de una mujer sentada de espaldas en un sofá rojo. Su melena castaña colgaba del respaldo. Delante de la mujer, un inmenso ventanal con las vistas a una ciudad.

          Desde aquel día, el cuadro se convirtió en el protagonista del salón y en una obsesión para mí. Una obsesión que me transformó en lo que soy ahora…

          En cada visita me sentaba enfrente del cuadro y pasaba largos ratos contemplando a aquella mujer sin rostro. El cielo detrás de su ventana estaba teñido con los colores de un ocaso, o, quizás, de un amanecer. Las preguntas se empujaban en mi cerebro para salir a la superficie: ¿La mujer acaba de despertar o tomaba un descanso después de un largo día? ¿Vivía sola? ¿Cuántos años tenía? ¿Era guapa? En mi adolescencia llegué a preguntarme si estaba desnuda. Imaginar su cuerpo blanco y perfecto sobre el terciopelo rojo, no me dejaba dormir. Y algunas veces me despertaba en plena noche con el calzoncillo mojado.

         En la universidad estudié Bellas Artes. Empecé a pintar. Conocí a muchachas y mujeres, todas bellas, a su manera, y con ganas de amarme. Las pinté dándome la espalda: sentadas, recostadas, de pie…  Mientras lo hacía, estaba en una especie de trance o sueño. Cuando mis modelos se giraban, algo dentro de mí se rompía. No eran ella… Así que las relaciones no duraban mucho: yo siempre volvía con la mujer del cuadro. Puede sonar a locura, pero me sentía culpable por traicionarla. Por mirar a otras.

          Pregunté a mi abuelo decenas de veces dónde lo había comprado. Me daba evasivas, hasta que un día murió y se llevó su secreto a la tumba. Me legó el cuadro en herencia…

          Lola, la directora de la galería, armada con su mejor sonrisa y un profundísimo escote, me sacó de mis cavilaciones y me dio un abrazo.

          —¡Qué maravilla! No te puedes ni imaginar el éxito que tienen tus obras. Ya vendimos once cuadros y un par más se lo están pensando. Si la cosa sigue así, me harás muy rica. Sonríe. Parece que tomaste vinagre. No me sorprende que nadie se te acerque. ¡Ah! Ahí veo al CEO de una de esas empresas de internet. Te dejo, bombón. Y cambia esa cara… —Llegó como un vendaval y así desapareció entre el público.

          Esa noche era la cúspide de mi trabajo y de mis obsesiones. Desde todas las paredes colgaban los cuadros de mujeres. Pero ninguna tenía rostro: solo espaldas, perfiles difuminados, manos, piernas desnudas, figuras deseosas de ser amadas. Todas eran diferentes y en lo profundo de mi ser, solo yo sabía que todas eran ella. Desde aquel primer encuentro en casa de mis abuelos, me enamoré de algo que solo existía en mi cabeza.                  

          Metido en un rincón apartado y con un whisky en la mano, decidí que ya era hora de salir de todo aquel barullo. Algo me hizo erizar la piel. Una voz aterciopelada… Una risa que nada tenía que ver con el ambiente ni con la ocasión… Me giré en su busca. Por un rabillo de ojo vi unos bucles castaños que desaparecieron entre la multitud. Di una vuelta por la galería. Olí una fragancia delicada de un perfume. El corazón casi se me salía del pecho. La cabeza me empezó a dar vueltas. Caminé entre la gente como un borracho, fijándome en las mujeres. Ninguna… Ninguna tenía su modo de llenar el aire, ni quitar el que respiro. ¿Estaba alucinando?

          Me paré en el centro de la galería, jadeando y sin prestar atención a las miradas curiosas. Me daba igual que pensasen que soy un loco. ¿Acaso los artistas no lo somos? De nuevo tuve la sensación de que algo o alguien se encontraba cerca… Alguien que llevo buscando toda mi vida. Miré a la puerta y la vi. Estaba saliendo y solo pude atisbar su espalda vestida de azul noche. Me puse a seguirla, pero la multitud no era el mar, ni yo era Moisés. Cuando salí a la calle, los restos de una delicada fragancia apenas se notaban entre los olores de la ciudad.

          Corrí como un poseso de una esquina de la manzana a la otra. Solo vi la oscuridad y a unos pocos viandantes. Les pregunté y apresuraron sus pasos para alejarse de mí. Caminé por la calle desierta. Después, me metí entre el tráfico, sin prestar atención a los pitidos de los coches. Tenía que encontrarla como fuera. Y seguí caminando durante la noche…

          No lo vi aparecer; solo sentí un golpe fuerte y volé hacia la oscuridad. Cuando entreabrí los ojos, contemplé un cielo pintado de amanecer. El mismo que en el cuadro. Mi conciencia se desvanecía… No tenía ni frío, ni hambre, ni sed… Ni dolor.

          Antes de desaparecer del todo, necesito saber:

         ¿Acaso visteis a la mujer que estoy buscando?

 

Mark Beck (EEUU, 1941) "El largo adiós"

30/10/2025, Gijón

© La Pluma del Este


24 de octubre de 2025

Un tesoro en la grieta

Un tesoro en la grieta

 

 

Antes de encerrarse en la garita, Gregorio hizo una ronda completa. Con linterna en mano comprobó las puertas, miró los candados, espantó a un par de ratas bien gordas. Y se dio el susto a sí mismo al tropezar con una tubería:

          —¡La madre que te…! Por un momento creí que era un puto cadáver. ¡Reostia! —Y, después de darle una patada, prosiguió.

           Era su primer turno de noche. Normalmente, le tocaba de día, pero el compañero dijo que no venía más y, ni corto ni perezoso, se largó de la empresa. Así que Gregorio aceptó cubrir este turno. Otros cien pavos más no le vendrían mal.  Y el curro era de los fáciles: cuidar una nave vieja llena de maquinaria oxidada, tubos de todo tipo y más trastos de hierro cubiertos por lona. ¿Quién iba a robar esa basura? Pero «donde manda el patrón, no manda el marinero». El trabajo era tranquilo y se cobraba bien. Con esta idea tan satisfactoria, Gregorio se metió en la garita, puso un pódcast sobre misterios y cerró los ojos.

          Un ruido lo sobresaltó. Parpadeó. Un haz de luz vagarosa[1] bailó a través del sucio cristal. Gregorio entreabrió la puerta. Por el pasillo central se movían unas sombras. Miró el reloj.  Era la una menos cuarto. Con el teléfono en mano y con el Revólver calibre treinta y ocho, en la otra, el vigilante se adentró en la oscuridad. Su corazón iba a mil por hora y en su cabeza todavía sonaba la historia sobre un espíritu de una siniestra anabolena[2] que envenenó a sus padres para quedarse con la herencia…

          Gregorio conocía bien el almacén y, moviéndose como un gato, asechó hacia el fondo, donde se oía una acalorada discusión. Se escondió detrás de una vieja furgoneta y se asomó con muchísimo cuidado. Lo que vio delante, lo dejó alucinado.

          —… no sean tan pelmazos. Aquí está todo el botín. ¿Acaso creen que yo les iba a estafar? ¿Por quién me tomáis? ¿Por un aurívoro[3]? —Un hombre regordete, vestido con un traje de raya fina que le quedaba dos tallas menos y con una rosa en la solapa, estaba enfrentado a otros dos con pinta de delincuentes.

          —Mire, señor Marcel, no es que no le creamos, pero aquí falta el pedrusco. Yo y Tuerto lo vimos con nuestros propios ojos antes de meterlo en la bolsa. Y aquí no está. Tuerto, lo viste, ¿no?

          —Ssssi… Y el naife[4] ese brillaba tanto que lo vi con mi ojo ciego. Ejem, ejem… Es un poco exagerado, pero es lo que vi. Y compartir el botín es de gente honrada. Estoy con Gordon.

          La discusión aumentaba de volumen. A Gregorio le extrañó que los tres ladrones no se preocuparan por causar tanto alboroto. De repente, el tal Gordon sujetó al trajeado por detrás y Tuerto empezó a registrarle los bolsillos. Señor Marcel, se zafó y agarró a su atacante por la barba. Se armó la pelamesa[5]: golpes, patadas, mordiscos. Los dos cayeron el suelo y empezaron a rodar… Gregorio salió de su escondite:

          —¡Parad ya! O llamo a la policía.

          Tuerto sacó un cuchillo.

          —¡Suelta el cuchillo o te pego un tiro! — Gritó Gregorio.

          Los tres no le hicieron ni caso. Tuerto se acercó a los compinches y, después de vacilar un momento, clavo el cuchillo. Gordon gritó y de su costado salió un chorro de sangre. Gregorio disparó. La bala pasó a través de Tuerto y se perdió en la oscuridad. El vigilante volvió a disparar… Nada. Mientras tanto, el señor Marcel se liberó del abrazo mortal de Gordon y sacó… una pistola pequeña. Tuerto, cuchillo en mano, lo miraba fijamente. ¿Quién era el primero —la bala o la puñalada? Gregorio, boquiabierto y, teléfono móvil en mano, no sabía si llamar al ciento doce o… Se oyó un disparo. Tuerto soltó el cuchillo y se agarró al abdomen. Cayó de rodillas. Señor Marcel se incorporó con dificultad y respirando como un fuelle viejo… Metió la mano dentro de la chaqueta y sacó un enorme diamante de un azul intenso. Los múltiples destellos saltaron de su mano y huyeron en todas las direcciones. Aquel brillo era de una estrella de hielo: imposible de describir ni alcanzar. Su belleza se reflejó en los ojos de los tres hombres. Gregorio, como un espectador involuntario, contemplaba la escena más surrealista y fantástica que haya visto.

          Tuerto con rapidez de su cuerpo moribundo, clavó el cuchillo en la ingle de señor Marcel. Este se cayó sentado, sin soltar el naife. Su mirada seguía clavada en la piedra. El suelo sucio de hormigón se teñía de rojo.  Tuerto se arrastró hacia la mano con diamante. Señor Marcel, con las últimas fuerzas que le quedaban, lo arrojó lejos.

          El naife rodó por el suelo y… Se precipitó por una grieta… Por un instante, su luz azul se elevó hacia el techo y se hundió en la profundidad. 

          Gregorio se acercó a los hombres para ver si estaban vivos. Los tocó… Y tocó el aire. Sin creer a sus ojos ni a lo que estaba pasando, siguió la estela azul. Llegó a la grieta, se puso de rodillas y lo vio: ahí, abajo, a unos cuantos metros, el diamante más raro y codiciado del mundo. El diamante azul. El naife.

          La alarma del móvil sonó a la una y media. Gregorio se sacudió el sueño. Tocaba hacer otra ronda. Al llegar al fondo de la nave, vio una especie de luminiscencia azul. Se acercó. De una grieta en el suelo salía una luz de color hielo…                                                                  


[1] Vagarosa- que vaga de un lugar al otro

[2] Anabolena- mujer alocada y trapisondista

[3] Aurívoro- codicioso de oro

[4] Naife- diamante de calidad superior

[5] Pelamesa- una pelea en que los contendientes se asen y mesan el cabello o la barba          

     

24/10/2025, Gijón
Autor: © La Pluma del Este
Todos los derechos reservados

17 de octubre de 2025

"La némesis de San Pedro"

 

“La némesis” de San Pedro

 

 

La vida empieza muchas veces

 

 

La fila interminable de almas se perdía entre las montañas de nubes semejantes a algodón de azúcar. Por encima de ella volaba una melodía de murmullos, suspiros y quejidos, salpicados de lloros y de alguna que otra risa infantil. Los hombres, intentando mantener el tipo y mirándose las uñas o el reloj, seguían sin creer del todo que este era su viaje final. Las mujeres, retocándose el pelo y hablando entre ellas, parecían estar en la cola de un supermercado. Los niños —niños son— corrían y jugaban, ajenos a la brevedad de sus vidas.  Y los ancianos, encorvados bajo el peso de los años, esperaban con paciencia al eterno descanso. Todas las almas llegaban a las puertas del cielo por caminos distintos, pero compartían la misma expresión: «¿Este es el fin? ¿Estoy muerto? ¿Ya…?»
   El Apóstol San Pedro, en toda su deslumbrante magnificencia —aunque con la paciencia desarrollada por los siglos en el mismo puesto— les franqueaba las puertas del cielo. Cogía a cada uno de la mano, posaba la otra en su cabeza, le bendecía y, con un gesto tan amable como rutinario, lo guiaba a través de las puertas al Más Allá. A veces murmuraba algo como “siguiente” o “ahí no lo vas a necesitar”. Aquel lugar respiraba la calma perpetua.  La aceptación del sino no dejaba lugar al… ¿Alboroto?
          Un murmullo, al principio bajo, iba subiendo de tono. Lo siguieron los empujones y saltitos.  Algunas almas salieron de la fila. Otras quisieron subirse a las nubes cercanas. El Apóstol tomó la postura de su santa indignación y con una voz de trueno preguntó:
   —¿Se puede saber qué estáis haciendo? ¿Por qué este alboroto?
       Y entre las piernas de la corpulenta señora de cierta edad y de un respetuoso anciano apareció… ¿Un perro?
       San Pedro restregó sus ojos con la túnica celestial y volvió a mirar. Sí. Delante de él estaba un perro. Grande, peludo y con una oreja mirando para abajo y con la otra, al lado contrario. Su lengua, como una bayeta colorada, salía y entraba de la dentuda boca. El perro se sentó sobre sus cuartos traseros y clavó la mirada en San Pedro.
   —¡¡Guau!! ¡Guau! ¿Guaaaau? —es lo que oyeron los presentes. Sin embargo, el Apóstol entendió lo siguiente: —Saludos, Guardián de las puertas. ¿Viste a mi Amo?
     Aunque parezca mentira, el Gran Apóstol quedó mudo. Después, recuperó la compostura y le contestó al polizón:
        —No, no he visto a tu amo… todavía. Y tú, no deberías estar aquí. Vuelve al cielo de mascotas… Siguiente…
         El perro no se movió. De hecho, de una nubecita se hizo la cama, se rascó, se relamió, se mordió las uñas y, después de todo este ritual, clavó su penetrante mirada en San Pedro.
      Desde aquel momento se acabó la tranquilidad de las almas y la concentración del Guardián de las puertas. La fila ya no era ordenada ni iba más allá de las nubes de algodón de azúcar. Aquello se parecía más a una romería, pero sin orquesta. Los niños querían jugar con el perro; las mujeres chillaban para que tengan cuidado; los hombres se preguntaban si el perro era suyo y los viejos, con lágrimas en los ojos, recordaban a las mascotas de su infancia.
        Tal desatino no podía continuar. Así que San Pedro chascó los dedos y el perro desapareció. No es que lo matara, nada por el estilo. El perro bajó al mundo de los vivos para buscar a su amo. Y todo ha vuelto a su sitio. Pero no por mucho tiempo.
     Mientras en el cielo apenas pasaron un par de horas, en la Tierra, toda una vida perruna. Y de nuevo en las puertas del Más Allá apareció un perro. Esta vez, una cosita canija y escuálida, con los ojos a punto de salírsele de las órbitas y con los dientes mellados; y… con una oreja mirando para abajo y con la otra, en dirección contraria. Un señor distinguido, que estaba a punto de cruzar la puerta, pisó la colita del perro y este empezó a chillar. Era un sonido tan estridente que taladró los oídos al mismísimo San Pedro. Las almas se dispersaron, como las ovejas por un prado. 
       —¿Tú otra vez? Y no, no he visto a tu amo. ¿Lo buscaste? Vaya, cuánto lo siento. Adiós. —Con el chasquido de los dedos, el Apóstol mandó al chihuahua a la tierra. Otra vez.
    Al chihuahua siguió un pastor alemán; a ese, un perro salchicha. Después, un labrador chocolate, un perro mestizo, un caniche… Todos tenían una oreja mirando para abajo y la otra, en dirección contraria; todos tenían la mirada penetrante de ojos sabios, todos buscaban al mismo Amo y todos eran el mismo perro. San Pedro vivía en un perpetuo déjà vu. Ni los ángeles, ni el resto de los apóstoles, sabían explicar cómo un alma de un simple perro estuviera conectada tan fuertemente a un ser humano. Era un amor tan inmenso e imperecedero que traspasaba la existencia.
     San Pedro ya no se molestaba en arreglar la fila de almas. Total, ¿para qué? Si en cualquier momento aprecia Perro, y todo iba al traste. El Guardián de las Puertas pedía una tregua, un descanso. Y, aunque era un pecado solo de pensarlo, rogaba por la pronta aparición del Amo. ¿Cuántos perros puede haber en la vida de un humano?
      Miles y miles de almas llenaban la infinita pradera sin tener mucha prisa para pasar al Más Allá. Unas charlaban, otras jugaban a pillapilla, otras cotilleaban sobre los demás. Nadie prestaba atención a las inmensas puertas doradas y al ser celestial que las guardaba. Sentado en un taburete, cabizbajo y muy muy cansado, el Apóstol San Pedro, por vez primera en su milenaria historia laboral, no cumplía con su trabajo.
        —¡¡Guau!! ¡Guau! ¿Guaaaau?
        —Vete. Haz lo que quieras, pero déjalo ya.
        —¡¡Guauuuuuu!!
        San Pedro se levantó y estuvo a punto de mandar a Perro lejos, cuando una mano anciana lo paró. Ahí, justo delante, estaba un enorme perro peludo y con una oreja mirando para abajo y con la otra, al lado contrario. Su lengua, como una bayeta colorada, salía y entraba de la dentuda boca. A su lado, un anciano frágil. Ambos se apoyaban el uno en el otro. El perro se sentó sobre sus cuartos traseros y clavó la mirada en San Pedro.
     —Hola, amigo. ¿Así que has vuelto? Y encontraste a tu Amo. Dígame, señor, ¿cómo un perro ha sido capaz de vivir varias vidas para encontrar una, la suya? ¿Por qué? ¿Qué os ata?
     —Ese chucho grandullón, me salvó cuando yo tenía unos cinco años.  Cuando los alemanes entraron en nuestro pueblo, mataron a todos. Y este maravilloso animal, me cubrió con su cuerpo. Quedó herido. Se murió, pero me salvó a mí. Jamás lo olvidé. Tuve varios perros y a todos les llamé por su nombre: Niko. Y ruego que nos deje pasar estas puertas juntos.  Se lo suplico.
    San Pedro frunció el ceño. La petición del anciano incumplía las reglas: las almas humanas no se mezclaban con las de mascotas. El perro, Niko, sentado sobre sus cuartos traseros, le miraba fijamente con sus penetrantes ojos marrones. Ojos de un ser que ha visto y sufrido tanto y por un amor imperecedero.
    —Anda, pasad. Y, Niko, no te quiero ver rondando por aquí. Ya hemos perdido demasiado tiempo. El cielo no debe esperar.



17/10/2025, Gijón

© La Pluma del Este

         

10 de octubre de 2025

Doña Paca

 

Doña Paca

 

 

«Meigas.

Haberlas, haylas».

Un dicho gallego

  

Tanto si querías enterarte de algo o asistir al entierro de alguien; comprar un kilo de azúcar o un puñado de clavos; tomar una pinta de vino o un café de la manga, la bodega Camiño Verde era el lugar apropiado.
          Desde hacía mucho, de hecho, nadie lo recuerda, lo regentaba doña Paca: una mujer de una edad indeterminable. De niños la recordábamos de la misma manera: un delantal floreado impecable, el pelo canoso en un moño muy estirado y los ojos verdes detrás de las gafas, mirando muy dentro de ti. Yo acabo de cumplir los cincuenta y doña Paca está igual. Es como si el tiempo no pasara por ella.
          En Camiño Verde, aparte de lo expuesto arriba, se daba la comida. El mismo menú: el conejo guisado con patatas fritas, bollos rellenos de carne… de conejo y la empanada… Adivinen. Sí. De conejo también. Para la tranquilidad de espíritu de los parroquianos, doña Paca no los hacía a la vez. Y, menos mal. Sin embargo, de postre no había nada, ya que a la doña no le iban los dulces.  Tampoco le iba la gente faltosa y maltratadora de mujeres, niños y hasta animales.
         Cuando tenía delante a un energúmeno así, lo miraba fijamente y sus ojos verdes oscurecían y sus labios pronunciaban unas palabras. Lo he visto en persona. Soy muy observadora, ¿sabe? Y al día siguiente, doña Paca colgaba el menú con algún plato de conejo. ¡Qué cosas! Imagino que, la pobre, se desquitaba de su mal humor cocinando. Pero su fijación por la carne de conejo era del todo inexplicable.
          Pasaban los años, los chiquillos crecíamos; la gente se moría y se celebraban los bautizos; los alcaldes cambiaban de color y en Camiño Verde el tiempo permanecía parado. En otros locales de la comarca ya tenían las televisiones en color, juegos de mesa para la chavalería, hasta las máquinas de esas… ¡Tragaperras! Pero la doña Paca se resistía a lo moderno y solo cobraba en dinero contante y sonante. Por aquella época ya empezaban a aparecer los inspectores. De trabajo, de sanidad, de hacienda… Mira, igual como usted. Algunos muy educados y respetuosos, otros, todo lo contrario… Uff, parecía que habían sido engendrados por el mismísimo Belcebú. Le querían poner multas por todo. Pobre doña Paca… Nunca tuvo los ojos tan oscuros, casi negros. Y nunca comimos tantos platos de conejo. Hasta lo ponía de pincho. Ah, pero con una nueva receta, por la recomendación mía, el conejo escabechado. ¡Qué delicia!
          Perdóneme usted, señor inspector, le solté un rollo tremendo. Veo que esta carta de la Hacienda viene a nombre de la doña Paca. Cuánto lo siento. Pero no está. Se ha jubilado y me ha dejado el negocio. ¿Quién soy? No, no soy su hija. ¿Qué dice? ¿De veras le parezco mucho? Gracias por el cumplido. Soy doña Pácata. A su servicio. ¿Un café? ¿Un vinito? ¿No? Pues, vale. ¿El libro de cuentas? De eso no tenemos, señor… No le acepto esas faltas de respeto. No, señor. Aunque, si insiste. Déjeme verlo un poco de cerca. Su cara me suena muchísimo…
 

“Coello serás, coello quedarás,
ata que o vento leve o mal que fixeches.”
 
Conejo serás, conejo quedarás,
hasta que el viento se lleve el mal que hiciste.
 

          De nuevo tendré que tirar de YouTube para más recetas de conejo. Y mira que me hubiera gustado cocinar algo diferente. Pero lo que Dios ha repartido, el hombre no lo ha de cambiar.
 


2 de octubre de 2025

De oro al heno

 

De oro al heno

 

 

El palacio real, rebosante de actividad, se preparaba para el decimoctavo cumpleaños de la heredera del trono, la princesa Emma. Carros de flores frescas y de toda clase de viandas formaban una larga fila en el portón lateral del castillo. Los mercaderes vendían telas, perfumes y chucherías, compitiendo con malabaristas y juglares por la atención y las monedas del público. Los olores a humo, a pan recién hecho, a carne asada y especias se propagaban por todos los rincones y se mezclaban con la peste del estiércol de caballos. Las lujosas carrozas de invitados entraban acompañadas por la estridente fanfarria de los trovadores. Los ricos y el pueblo llano se mezclaban en las calles y plazas; en tan extraordinaria celebración, todos se entregaban al cotilleo sobre la familia real y la corte.
       La causa de todo aquel alboroto, la princesa Emma, estaba sentada en la terraza de sus aposentos. Rodeada de damiselas, tomaba una infusión de hierbas aromáticas en una taza de la más fina porcelana, con su meñique real alzado. Sonriendo de medio lado, lo justo para evitar las arrugas alrededor de su preciosa boca, Emma estaba complacida con ser el centro de atención. Los regalos estaban llegando desde hacia días y ella se impacientaba por abrirlos. La curiosidad la estaba matando. Así que decidió no esperar más y, escoltada por el séquito, se dirigió al salón rosado.
    Por la inmensa estancia pululaban los pajes y sirvientes, colocando sobre las mesas innumerables cajas y paquetes, envueltos con los primorosos papeles de seda y finas telas. La princesa, orgullosa y henchida como las velas de un barco, empezó a pasearse entre los regalos leyendo las tarjetas con las felicitaciones. El conde tal, la baronesa cual, los señores de nosequé… Gente que no conocía, y cuyo nombre apenas merecía su atención.
       Sus bonitos pies la llevaron a una mesita apartada. Y ahí la vio: una hermosa arca de madera noble, ornada con intrincados dibujos de flores y animales. Las gemas incrustadas en la tapa se reflejaron en los ávidos ojos de la princesa. Con premura, Emma la levantó. Y lo que vio dentro no la impresionó ni lo más mínimo:
      —¿Y para qué quiero yo un libro? Y, mucho menos, uno viejo y sobre plantas y cosas raras. Bah. Sin embargo, el arca me agrada. —Y sin más dilación, tiró el libro por la ventana, que se precipitó, con sus páginas revoloteando como un pájaro raro, y aterrizó en un montón de heno. Los caballos ahí presentes quedaron ojipláticos del susto e interrumpieron su apacible almuerzo. Un joven mozo salvó al pobre libro de la excesiva curiosidad de los equinos.
      —Vaya, vaya. Los de arriba se han vuelto locos; tiran la sabiduría por la ventana. —El mozo recogió el libro.
         «Codex… Salu… ¿tis?», murmuró para sí. «Vaya nombre. Suena a un libro de curas, aunque quizás más a brujería.» Se quitó la camisa y con mucho cuidado envolvió su hallazgo. Después de apaciguar a los caballos, desapareció en las caballerizas reales.
       Era bien entrada la noche y la fiesta continuaba. La música, los gritos y vítores que salían por las ventanas y puertas del palacio, se oían a leguas. Sin embargo, en una pequeña habitación, alejada del bullicio, justo detrás de las caballerizas, reinaba el silencio y, a la luz de una lumbre, se veía a un hombre joven, doblado sobre un libro. Con suma delicadeza, su dedo se movía de renglón en renglón y sus labios dibujaban las palabras leídas. El muchacho se llamaba Stefan y trabajaba de mozo en los establos reales. Y, como pueden adivinar, en sus manos tenía el libro que la princesa desechó con tanto desdén. Antes de quedarse con el libro, Stefan intentó averiguar su procedencia, pero nadie le supo decir nada.
     Pasaron días y lunas. Los reyes buscaban para su hija, la princesa Emma, un pretendiente que cumpliera con las expectativas, y el mozo de cuadra Stefan pasaba las noches devorando las páginas y absorbiendo el conocimiento del libro caído del cielo.
    Al principio, él no entendía las escrituras. Las palabras antiguas lo volvían loco y, a la vez, ansioso por descubrir qué contaban. Los dibujos muy detallados de plantas y flores venían acompañados por listas y recetas de pócimas. Stefan se frustraba, ya que comprendía la importancia del códice. En el día de feria acudió a un mercader, famoso por sus viajes. El avispado vendedor reconoció que aquel libro era un tesoro y ofreció a Stefan una bolsa de doblones. El muchacho se negó, pero le pagó todo lo que tenía ahorrado por un diccionario. Estaba obsesionado por desentrañar la olvidada lengua. La siguiente noche, encerrado en su cuartucho en compañía de dos libros, Stefan se sumergió en el mundo de la curandería. A este narrador se le escapa, pero por algún milagro o a manos de un espíritu errante, el libro había encontrado a su receptor. Y, sin la más mínima sospecha, el mozo de establo se convirtió en el discípulo del Codex Salutis y, con ello, en el futuro sanador del reino.
    Muchas lunas después, Stefan ya era conocido por su talento y arte de curar. Aun así, seguía siendo humilde y continuaba viviendo en su pequeño cuarto. Un día conoció a la altiva princesa. Su mundo y tranquilidad se vinieron abajo y ninguna pócima ni ungüento logró curarle la fiebre del corazón enamorado. Pero esa…  es otra historia.

 


02/10/2025, Gijón

© La Pluma del Este