2 de octubre de 2025

De oro al heno

 

De oro al heno

 

 

El palacio real, rebosante de actividad, se preparaba para el decimoctavo cumpleaños de la heredera del trono, la princesa Emma. Carros de flores frescas y de toda clase de viandas formaban una larga fila en el portón lateral del castillo. Los mercaderes vendían telas, perfumes y chucherías, compitiendo con malabaristas y juglares por la atención y las monedas del público. Los olores a humo, a pan recién hecho, a carne asada y especias se propagaban por todos los rincones y se mezclaban con la peste del estiércol de caballos. Las lujosas carrozas de invitados entraban acompañadas por la estridente fanfarria de los trovadores. Los ricos y el pueblo llano se mezclaban en las calles y plazas; en tan extraordinaria celebración, todos se entregaban al cotilleo sobre la familia real y la corte.
       La causa de todo aquel alboroto, la princesa Emma, estaba sentada en la terraza de sus aposentos. Rodeada de damiselas, tomaba una infusión de hierbas aromáticas en una taza de la más fina porcelana, con su meñique real alzado. Sonriendo de medio lado, lo justo para evitar las arrugas alrededor de su preciosa boca, Emma estaba complacida con ser el centro de atención. Los regalos estaban llegando desde hacia días y ella se impacientaba por abrirlos. La curiosidad la estaba matando. Así que decidió no esperar más y, escoltada por el séquito, se dirigió al salón rosado.
    Por la inmensa estancia pululaban los pajes y sirvientes, colocando sobre las mesas innumerables cajas y paquetes, envueltos con los primorosos papeles de seda y finas telas. La princesa, orgullosa y henchida como las velas de un barco, empezó a pasearse entre los regalos leyendo las tarjetas con las felicitaciones. El conde tal, la baronesa cual, los señores de nosequé… Gente que no conocía, y cuyo nombre apenas merecía su atención.
       Sus bonitos pies la llevaron a una mesita apartada. Y ahí la vio: una hermosa arca de madera noble, ornada con intrincados dibujos de flores y animales. Las gemas incrustadas en la tapa se reflejaron en los ávidos ojos de la princesa. Con premura, Emma la levantó. Y lo que vio dentro no la impresionó ni lo más mínimo:
      —¿Y para qué quiero yo un libro? Y, mucho menos, uno viejo y sobre plantas y cosas raras. Bah. Sin embargo, el arca me agrada. —Y sin más dilación, tiró el libro por la ventana, que se precipitó, con sus páginas revoloteando como un pájaro raro, y aterrizó en un montón de heno. Los caballos ahí presentes quedaron ojipláticos del susto e interrumpieron su apacible almuerzo. Un joven mozo salvó al pobre libro de la excesiva curiosidad de los equinos.
      —Vaya, vaya. Los de arriba se han vuelto locos; tiran la sabiduría por la ventana. —El mozo recogió el libro.
         «Codex… Salu… ¿tis?», murmuró para sí. «Vaya nombre. Suena a un libro de curas, aunque quizás más a brujería.» Se quitó la camisa y con mucho cuidado envolvió su hallazgo. Después de apaciguar a los caballos, desapareció en las caballerizas reales.
       Era bien entrada la noche y la fiesta continuaba. La música, los gritos y vítores que salían por las ventanas y puertas del palacio, se oían a leguas. Sin embargo, en una pequeña habitación, alejada del bullicio, justo detrás de las caballerizas, reinaba el silencio y, a la luz de una lumbre, se veía a un hombre joven, doblado sobre un libro. Con suma delicadeza, su dedo se movía de renglón en renglón y sus labios dibujaban las palabras leídas. El muchacho se llamaba Stefan y trabajaba de mozo en los establos reales. Y, como pueden adivinar, en sus manos tenía el libro que la princesa desechó con tanto desdén. Antes de quedarse con el libro, Stefan intentó averiguar su procedencia, pero nadie le supo decir nada.
     Pasaron días y lunas. Los reyes buscaban para su hija, la princesa Emma, un pretendiente que cumpliera con las expectativas, y el mozo de cuadra Stefan pasaba las noches devorando las páginas y absorbiendo el conocimiento del libro caído del cielo.
    Al principio, él no entendía las escrituras. Las palabras antiguas lo volvían loco y, a la vez, ansioso por descubrir qué contaban. Los dibujos muy detallados de plantas y flores venían acompañados por listas y recetas de pócimas. Stefan se frustraba, ya que comprendía la importancia del códice. En el día de feria acudió a un mercader, famoso por sus viajes. El avispado vendedor reconoció que aquel libro era un tesoro y ofreció a Stefan una bolsa de doblones. El muchacho se negó, pero le pagó todo lo que tenía ahorrado por un diccionario. Estaba obsesionado por desentrañar la olvidada lengua. La siguiente noche, encerrado en su cuartucho en compañía de dos libros, Stefan se sumergió en el mundo de la curandería. A este narrador se le escapa, pero por algún milagro o a manos de un espíritu errante, el libro había encontrado a su receptor. Y, sin la más mínima sospecha, el mozo de establo se convirtió en el discípulo del Codex Salutis y, con ello, en el futuro sanador del reino.
    Muchas lunas después, Stefan ya era conocido por su talento y arte de curar. Aun así, seguía siendo humilde y continuaba viviendo en su pequeño cuarto. Un día conoció a la altiva princesa. Su mundo y tranquilidad se vinieron abajo y ninguna pócima ni ungüento logró curarle la fiebre del corazón enamorado. Pero esa…  es otra historia.

 


02/10/2025, Gijón

© La Pluma del Este


2 comentarios:

  1. Normalmente son los sentimientos del corazón los que se sobreponen a los razonamientos de la cabeza. :)

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  2. Como siempre, ja,ja,ja. Y eso nos lleva muchas veces al desastre. Un saludo.

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