De oro al heno
El palacio real, rebosante de actividad, se preparaba
para el decimoctavo cumpleaños de la heredera del trono, la princesa Emma.
Carros de flores frescas y de toda clase de viandas formaban una larga fila en
el portón lateral del castillo. Los mercaderes vendían telas, perfumes y chucherías,
compitiendo con malabaristas y juglares por la atención y las monedas del
público. Los olores a humo, a pan recién hecho, a carne asada y especias se
propagaban por todos los rincones y se mezclaban con la peste del estiércol de caballos.
Las lujosas carrozas de invitados entraban acompañadas por la estridente
fanfarria de los trovadores. Los ricos y el pueblo llano se mezclaban en las
calles y plazas; en tan extraordinaria celebración, todos se entregaban al
cotilleo sobre la familia real y la corte.
La
causa de todo aquel alboroto, la princesa Emma, estaba sentada en la terraza de
sus aposentos. Rodeada de damiselas, tomaba una infusión de hierbas aromáticas
en una taza de la más fina porcelana, con su meñique real alzado. Sonriendo de
medio lado, lo justo para evitar las arrugas alrededor de su preciosa boca,
Emma estaba complacida con ser el centro de atención. Los regalos estaban
llegando desde hacia días y ella se impacientaba por abrirlos. La curiosidad la estaba
matando. Así que decidió no esperar más y, escoltada por el séquito, se dirigió
al salón rosado.
Por la
inmensa estancia pululaban los pajes y sirvientes, colocando sobre las mesas
innumerables cajas y paquetes, envueltos con los primorosos papeles de seda y
finas telas. La princesa, orgullosa y henchida como las velas de un barco,
empezó a pasearse entre los regalos leyendo las tarjetas con las
felicitaciones. El conde tal, la baronesa cual, los señores de nosequé… Gente
que no conocía, y cuyo nombre apenas merecía su atención.
Sus
bonitos pies la llevaron a una mesita apartada. Y ahí la vio: una hermosa arca
de madera noble, ornada con intrincados dibujos de flores y animales. Las gemas
incrustadas en la tapa se reflejaron en los ávidos ojos de la princesa. Con
premura, Emma la levantó. Y lo que vio dentro no la impresionó ni lo más mínimo:
—¿Y
para qué quiero yo un libro? Y, mucho menos, uno viejo y sobre plantas y cosas
raras. Bah. Sin embargo, el arca me agrada. —Y sin más dilación, tiró el libro
por la ventana, que se precipitó, con sus páginas revoloteando como un pájaro
raro, y aterrizó en un montón de heno. Los caballos ahí presentes quedaron
ojipláticos del susto e interrumpieron su apacible almuerzo. Un joven mozo
salvó al pobre libro de la excesiva curiosidad de los equinos.
—Vaya, vaya. Los de arriba se han vuelto locos; tiran la sabiduría por
la ventana. —El mozo recogió el libro.
«Codex…
Salu… ¿tis?», murmuró para sí. «Vaya nombre. Suena a un libro de curas, aunque
quizás más a brujería.» Se quitó la camisa y con mucho cuidado envolvió su
hallazgo. Después de apaciguar a los caballos, desapareció en las caballerizas
reales.
Era
bien entrada la noche y la fiesta continuaba. La música, los gritos y vítores
que salían por las ventanas y puertas del palacio, se oían a leguas. Sin
embargo, en una pequeña habitación, alejada del bullicio, justo detrás de las
caballerizas, reinaba el silencio y, a la luz de una lumbre, se veía a un
hombre joven, doblado sobre un libro. Con suma delicadeza, su dedo se movía de
renglón en renglón y sus labios dibujaban las palabras leídas. El muchacho se
llamaba Stefan y trabajaba de mozo en los establos reales. Y, como pueden
adivinar, en sus manos tenía el libro que la princesa desechó con tanto desdén.
Antes de quedarse con el libro, Stefan intentó averiguar su procedencia, pero
nadie le supo decir nada.
Pasaron
días y lunas. Los reyes buscaban para su hija, la princesa Emma, un
pretendiente que cumpliera con las expectativas, y el mozo de cuadra Stefan pasaba las noches devorando las páginas y absorbiendo el conocimiento del libro
caído del cielo.
Al
principio, él no entendía las escrituras. Las palabras antiguas lo volvían loco
y, a la vez, ansioso por descubrir qué contaban. Los dibujos muy detallados de
plantas y flores venían acompañados por listas y recetas de pócimas. Stefan se
frustraba, ya que comprendía la importancia del códice. En el día de feria
acudió a un mercader, famoso por sus viajes. El avispado vendedor reconoció que
aquel libro era un tesoro y ofreció a Stefan una bolsa de doblones. El muchacho
se negó, pero le pagó todo lo que tenía ahorrado por un diccionario. Estaba
obsesionado por desentrañar la olvidada lengua. La siguiente noche, encerrado
en su cuartucho en compañía de dos libros, Stefan se sumergió en el mundo de la
curandería. A este narrador se le escapa, pero por algún milagro o a manos de
un espíritu errante, el libro había encontrado a su receptor. Y, sin la más
mínima sospecha, el mozo de establo se convirtió en el discípulo del Codex
Salutis y, con ello, en el futuro sanador del reino.
Muchas lunas después, Stefan ya era conocido por su talento y arte de
curar. Aun así, seguía siendo humilde y continuaba viviendo en su pequeño
cuarto. Un día conoció a la altiva princesa. Su mundo y tranquilidad se
vinieron abajo y ninguna pócima ni ungüento logró curarle la fiebre del corazón
enamorado. Pero esa… es otra historia.
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