20 de diciembre de 2023
El grupo de apoyo
—Hola a todos. Espero que hayáis pasado un buen fin de semana. Veo que tenemos caras nuevas. ¿Alguien quiere empezar? Tú. Sí. ¿Te apetece presentarte y compartir con nosotros porque estás aquí? No seas tímida. Adelante.
12 de octubre de 2023
Sé que volverás
Sé que volverás
Veo que sacas mi arnés y la correa. Andas de un lado a otro. ¡Guau! Vamos a salir. ¡¡Guau, me encanta!! Adoro ir contigo, aunque hasta la esquina. Sé que ya no soy un cachorro y no me muevo tan rápido, pero los paseos largos me chiflan.
Bajamos al garaje. Mucho mejor. ¡¡Guau!! ¿Vamos de viaje? ¿Podemos ir al pueblo? Porfaaaaaaa… Me encantaría volver a ver a la hembra que vive al lado. Hemos llegado a un medio acuerdo. La tengo en el bote, como decís, los humanos. Solo falta traerle una salchicha. ¡Qué alegría! ¡Me encanta! Pa-se-o, pa-se-o… Nos-va-mos-de-pa-se-o…
Amo, te noto extraño. Huelo preocupación. Tú, tranquilo. Hacemos un buen equipo: tú y yo. Aunque no le gusto demasiado a tu nueva hembra. Pero tranquilo, la ganaré. Soy un especialista en las hembras. Sé que ella se enfadó mucho cuando mordí su bolso. Pero es que estaba tan apetecible y olía tan bien que no me pude resistir. Ya sé que los perros tan mayores como yo no deberían hacer estas cosas. Pero no he podido aguantarme. Nunca más. Te lo prometo. ¡Ah! Lo de aquel zapato, no cuenta. Te pedí el perdón. Aunque me debes una por lo del otro día: meterme un termómetro por el culo no ha molado nada de nada. Esto no se hace. Y sin esperar. Uff. Todavía me tiemblan los cuartos traseros al recordar aquella encerrona en la clínica.
Me encanta ir en coche contigo. Nunca sabes qué aventura vamos a vivir.
¡Ay, qué tiempos aquellos, cuando éramos unos críos! Tú, con tu pelota de fútbol, y yo con la mía, de goma. ¡Qué bien nos lo pasábamos! Y hasta dormíamos juntos. Ahora tienes la puerta cerrada. Bah, no pasa nada. Estoy más a gusto en la cocina donde pasa el tubo de agua caliente. Uno ya tiene edad, ¿sabes?, aunque me siento como un chaval todavía.
¡¡Aaaaaamo!! Creo que te equivocaste del camino. El olor es diferente. No es por ahí. Date la vuelta. Hola, estoy aquí, atrás. Te veo por el espejo. Veo tu mirada. Mírame. ¿Por qué no me miras? Te-has-e-qui-vo-ca-do. ¿A dónde vamos? ¿Un sitio nuevo? ¡¡Guau!! Vamos de aventura como antes. ¡¡¡Guau!!!
¿Por qué paras el coche? ¿Ya hemos llegado? No veo nada alrededor. Bueno, sí, un bosque. ¿Vamos a un bosque? ¡Pero si nunca vamos al bosque! Bueno, una aventura misteriosa, guau.
Mira cómo salto la valla. Ups. ¡Qué golpe! Antes, yo volaría por encima. Mejor me pasaré por debajo. Ni se te ocurra reírte. Y no lo cuentes a la perra del vecino. Uno tiene su orgullo. Uff, aquí huele diferente. Me gusta. ¿A dónde vamos? ¿Me vas a amarrar? ¿Y cómo se supone que vaya contigo si me dejas aquí como a un cachorro maleducado? Aaaaamo. Mírame. ¡¡Guau!! ¡¡Un pícnic!! Trajiste mi mantita, el cuenco y la comida. También me vale, aunque unas ricas salchichas molarían mucho más.
¿A dónde vas? Puedes levantar tu pata aquí mismo, somos machos. Estas cosas no me molestan. ¡Aaaaamo! ¿A dónde vas? Esto ya no me hace gracia. No te veo. ¡Guau! ¡¡Guau!! ¡¡¡Guau!!! ¡¡¡Aaaaaaamo!!! ¡¡¡Aaaaaaamo!!! No quiero quedarme aquí. Esta correa es muy fuerte. ¡¡¡Guau!!! ¡¡¡Guauuuuuu!!!
Oigo tu coche cada vez más lejos. ¡Guau! ¡¡¡Guauuuuuu!!! ¡No me dejes aquí! Quiero irme a casa. No sé qué ha pasado. No entiendo nada. ¿Qué hice? ¿Por qué te fuiste? Quiero volver contigo a nuestra casa. Tranquilo, Max, respira. Seguro que volverá. Sin ti no podrá vivir.
¡Guau!… Moja… Lluvia… Odio la lluvia. ¡¡¡Aaaaamo!!! ¡¿Dónde estás?! Tengo que soltarme como sea. A ver esos dientes. Puedo con esa correa. Uff. Cuesta. Un poco más. Se resiste. Ya falta poco. Qué dolor en la boca. Sangre. Lo que faltaba: un diente roto. Sigo que ya casi está. ¡Ya! ¡Estoy libre!
¡¡¡Aaaaamo!!! ¡¡¡Guau!!! ¡¡¡Guau!!! ¡¿Dónde estás?! No hay nadie. A ver ese olfato. El coche estaba aquí y se fue… Por allá. Eso es. Ahí está la casa. ¡¡Aaamo!! ¡¡¡Voooy!!!…
Tenía que haber bebido el agua del cuenco. ¿Ahora qué? Me muero de sed y este camino no termina nunca.
Las patas me duelen un montón. Uff. ¡Qué frío hace! Tengo hambre. Cuando llegue a casa no me quejaré del pienso. Lo comeré todo. Después, salchicha. Voy a echarme un ratito aquí, justo al lado de la carretera. Así mi amo me verá más rápido. Volverá… Segurísimo… Sin mí no puede…
13 de mayo de 2023
Me voy...
Me voy…
Me estoy muriendo o, por lo menos, es lo que oigo alrededor. Gente susurrando, el sonido del agua, el pitido molesto… Y el frío, mucho frío. Lo siento apoderándose de mi cuerpo.
Estaba pescando. O esta era mi intención. Vine muy pronto. Dejé a mi esposa durmiendo. Tan bella después de tantos años. Le di un beso. Por fin pude cumplir mi deseo: ir a pescar. Para un pensionista recién estrenado es algo incondicional. Estar tranquilo, sin prisas, solo con la naturaleza. La unión con lo divino. Suena cursi, lo sé. Creo que he cogido un par de buenas truchas.
Después, un fuerte dolor en el pecho…
Mi cerebro casi sin oxígeno me dice que me voy. Me siento tranquilo… El agua está llevando mis recuerdos como los pétalos de flores…
31 de agosto de 2024
La Muerte Perfumada
La presentación en toda regla
(O lo que puedo contarles y dejarles vivos)
Hola, mi querido lector.
Permíteme que me presente. Soy a la que llaman «La Muerte Perfumada». Por supuesto, es un nombre en clave, dado que el que me dieron mis padres al nacer está olvidado. Lo hice olvidar. Y los que lo sabían, ya no están entre los vivos.
Soy una mujer normal: ni alta, ni baja; ni delgada, ni rellenita; ni guapa ni fea… En todos los sentidos, no llamo la atención, a no ser que se requiera según qué circunstancias. Soy muy inteligente, sin duda alguna. Hablo varios idiomas con fluidez: ruso, ucraniano (es donde nací), español, inglés, francés, alemán y mandarín. Me encanta leer y tengo una magnífica memoria. Soy muy buena en el terreno desconocido, ya que mi sentido de orientación casi nunca me falla. También soy muy, pero que muy, resolutiva. Es mi punto fuerte. Encuentro la solución a cualquier situación. Y como un valor añadido a mi perfil, soy camaleónica. Sí, sí. Observo que no puede contener la sonrisa, querido lector. Es que no miento. Me encanta disfrazarme. ¿Igual por qué de niña nunca he podido hacerlo? Será por esto. El oficio al que me dedico es muy antiguo. No. No es el que él piensa. No saque tan rápido las conclusiones. De hecho, es el oficio que me eligió a mí de muy joven y es otra historia de la que no voy a hablar. Por ahora.
La Muerte Perfumada… Me encanta cómo suena. Aunque me ha llevado años crear este apodo y la fama. Muchos años y demasiados cadáveres a mis espaldas… Muy justificados, sin duda alguna. Soy una asesina. Fría, retorcida y despiadada asesina que tiene sus propias reglas. Los que me contratan solo requieren de mis servicios cuando hay que ser tan delicado como un alfarero y tan sutil como una pluma. Y esta soy yo. Cuando yo acepto un trabajo, no hay nada que me pare. Así que espero no tenerle entre mis encargos.
Por ahora, no diré nada más. Dejaré que me vaya conociendo poco a poco, sorbito a sorbito, como un McKallan de dieciocho años. Lo bueno se disfruta lentamente y yo soy muy, pero que muy buena en lo mío.
Nos vemos… Ja, ja, ja… Es una broma. Espero no verlo nunca.
La Muerte PerfumadaEn Gijón, a 30 de agosto de 2024.
Permíteme que me presente. Soy a la que llaman «La Muerte Perfumada». Por supuesto, es un nombre en clave, dado que el que me dieron mis padres al nacer está olvidado. Lo hice olvidar. Y los que lo sabían, ya no están entre los vivos.
Soy una mujer normal: ni alta, ni baja; ni delgada, ni rellenita; ni guapa ni fea… En todos los sentidos, no llamo la atención, a no ser que se requiera según qué circunstancias. Soy muy inteligente, sin duda alguna. Hablo varios idiomas con fluidez: ruso, ucraniano (es donde nací), español, inglés, francés, alemán y mandarín. Me encanta leer y tengo una magnífica memoria. Soy muy buena en el terreno desconocido, ya que mi sentido de orientación casi nunca me falla. También soy muy, pero que muy, resolutiva. Es mi punto fuerte. Encuentro la solución a cualquier situación. Y como un valor añadido a mi perfil, soy camaleónica. Sí, sí. Observo que no puede contener la sonrisa, querido lector. Es que no miento. Me encanta disfrazarme. ¿Igual por qué de niña nunca he podido hacerlo? Será por esto.
La Muerte Perfumada… Me encanta cómo suena. Aunque me ha llevado años crear este apodo y la fama. Muchos años y demasiados cadáveres a mis espaldas… Muy justificados, sin duda alguna. Soy una asesina. Fría, retorcida y despiadada asesina que tiene sus propias reglas. Los que me contratan solo requieren de mis servicios cuando hay que ser tan delicado como un alfarero y tan sutil como una pluma. Y esta soy yo. Cuando yo acepto un trabajo, no hay nada que me pare. Así que espero no tenerle entre mis encargos.
Por ahora, no diré nada más. Dejaré que me vaya conociendo poco a poco, sorbito a sorbito, como un McKallan de dieciocho años. Lo bueno se disfruta lentamente y yo soy muy, pero que muy buena en lo mío.
Nos vemos… Ja, ja, ja… Es una broma. Espero no verlo nunca.
22 de noviembre de 2023
Los novios errantes
Mientras en muchos países los niños disfrazados recorren las calles en busca de caramelos y diversión, en la pequeña ciudad de Río Blanco no se ve ni un alma. No hay festejos, no hay risas, no hay disfraces. Con los últimos rayos de sol, toda la población queda encerrada en sus casas. Ni los perros rondan por las desiertas calles.
¿Cuál es la razón de este miedo? Te lo voy a
contar, querido lector.
En 1875 la ciudad de Río Blanco rebozaba de
vida y prosperidad. Los tratantes de ganado se reunían en grandes ferias. Los
vendedores de todo tipo de cosas y remedios pululaban entre los puestos. El
dinero y oro corría de unas manos a otras y alcohol, para animar aquello, no
podía faltar. Los jornaleros y vaqueros montaban las broncas y se mataban entre ellos. Las matronas y jóvenes casaderas iban de compras o a la misa. Las mujeres
alegres paseaban los cancanes de sus escotados vestidos por las polvorientas
calles, en busca de clientes. La vida típica de una población del Nuevo Mundo.
Pues esta ciudad también tenía a un alcalde.
Un hombre cincuentón, corpulento, con ropa de calidad, reloj de oro en su
cadena y lustrosas botas. No era guapo, ni mucho menos. Los pequeños ojos de
pez bajo unas hirsutas cejas miraban al mundo con desprecio. Su nariz rota
contaba que no era ajeno a una buena pelea. El sombrero de ala ancha cubría su
enorme cabeza. Don Pedro, así se llamaba, era un hombre de negocios y el dueño
de más de la mitad de la ciudad y de las tierras alrededor. Hacía y deshacía a su
antojo. Casi todos le debían el dinero o algún favor. Él era la Orden y la Ley.
El mismísimo alguacil estaba a su servicio.
Don Ernesto Valle, era el panadero local. Una
noche, no se sabe por qué, su negocio se quemó. La “generosidad” del alcalde le
permitió no quedar en la calle con su familia y con un préstamo pudo abrir la
nueva panadería. Hace diez años de aquello. De hecho, la mujer de Ernesto,
Mercedes, le decía que jamás estarían libres de don Pedro, ya que la deuda
apenas menguaba.
Marina, la hija del panadero, era una
preciosa muchacha de diecinueve años. La harina se transformaba en sus delicadas
manos en esponjosos buñuelos, crujientes galletas, ricas empanadas y todo tipo
de pasteles. Por esto la panadería tenía mucha fama en los alrededores. Así es
como se conocieron ella y el guapo Roberto que vino acompañando a su madre. El
muchacho se quedó prendado de Marina y empezó a pasar cada día con cualquier
excusa. Los amigos ya le tomaban el pelo diciendo que se iba a poner como un
tonel si seguía comiendo tanta dulcería. Y a Marina le encantaba. Guardaba para su Roberto los trozos más ricos y hasta le hacía pastelitos. Así nuestros
tortolitos se enamoraban más y más, hasta que un día fueron juntos a las
fiestas del pueblo.
La muchacha se puso su mejor vestido y estaba especialmente guapa: el amor que sentía le iluminaba la cara y sus ojos de color de espliego brillaban como nunca. Bailó con Roberto, abrazada a él, delante de todos. A sus padres le parecía un buen partido. Y a la viuda, la madre del muchacho, también. Sonaban las campanas de boda… Ahí es cuando don Pedro se fijó en ella. Y la quiso para él.
La mañana siguiente mandó a llamar al panadero.
—Don Pedro, buenos días.
—Ay, don Ernesto. ¡Cuánto tiempo! Pase,
pase, siéntese. ¿Café, té, ron? Tengo uno muy bueno que me enviaron desde Cuba.
Sí, para lo que tenemos que hablar, el ron es lo mejor—. Después de servir dos copas con el chinchín
incluido, el alcalde fue directamente al grano: —Sabe, don Ernesto, que soy
viudo y mi hijo está más tonto que Abundio. Quiero casarme y tener un heredero
como Dios manda. Y claro, la chica tiene que ser joven y de buena sangre. El
dinero no me importa. Ya tengo más que suficiente. Ayer he visto a tu hija. Una
moza muy guapa. Digna de llevar los vestidos de París y joyas caras. Quiero
tenerla como esposa y la madre de mis hijos. No, no, no… Todavía no diga nada.
Sé que tenemos asuntos pendientes y los quiero resolver. No voy a cobrar los
intereses ni el préstamo a mis consuegros. Su familia no me debe nada. Aquí
está el documento para firmar. —El panadero, con la cara del mismo color que
papel, se puso a temblar—. Pues brindemos y demos la mano.
—Pe…, pe…, pero, don Pedro. Me…, me halaga
mucho. Pero mi hija ya tiene novio. Parece que ella está enamorada de un chico,
Roberto se llama.
—Sí, la vi bailar con un muerto de hambre.
—Es un buen muchacho y muy trabajador. Y se
quieren.
—¿Te niegas ser mi familia? ¿Te niegas la
felicidad de tu hija? ¡¡Serás desagradecido!! ¿Sabes que puedo quedarme con tu
panadería y con tu hija igual? ¿Sabes que puedo echar a la calle a ti, a tu
mujer y a los mocosos que tenéis y, aun así, quedarme con tu hija? Fuera de mi
vista, desgraciado. Te doy tiempo hasta la noche. Ven aquí con tu mujer.
Hablaremos sobre los preparativos de boda.
Nada más salir don Ernesto, el alcalde llamó
al alguacil y le ordenó que vigilen la panadería y a su futura esposa.
La proposición de don Pedro ha caído como el
jarro de agua fría en el hogar de los Valle. La amenaza de dejar a toda la
familia sin nada y el casamiento forzoso de la hija mayor llenó la casa de
gritos, lloros y tristeza. Marina rogaba a Dios que todo fuera un sueño. Amaba
a Roberto con todo el alma y deseaba casarse con él y no con un viejo maligno.
Se sentía rota por dentro. Pero sus padres y hermanos dependían de ella. No
podía dejar que se queden en la calle. El hermanito más pequeño solo tenía tres
años. Mamá lloraba sin parar. Su padre, con los hombros hundidos, se veía
superado por los hechos. Juan, su hermano, dijo que iba a matar al alcalde.
Marina era una estatua entre aquel caos de sentimientos. Por más que le duela,
debía aceptar la proposición. Ella no importaba. ¡Por Dios! Roberto. Tenía que
hablar con él y explicarle que no podrán estar juntos nunca más.
—Papá, mamá, acepto. No os preocupéis por mí.
Estaré bien. —Les abrazó fuertemente, ahogándose en sus propias lágrimas—. Papá,
lee bien el documento antes de firmarlo. Soy feliz ya que la deuda estará
soldada.
Cuando sus padres se fueron a la mansión de
don Pedro, Marina se escabulló por la puerta del patio para contar las nuevas a
Roberto. No le iba a gustar. Pero poco podían hacer al respecto. La siguieron
tres sombras.
—¡¡No!! ¡No lo acepto! ¿Por qué me dices
esto, Marina? Te amo. Eres mi vida. Ayer aceptaste casarte conmigo. ¿Por qué
este cambio?… No lo entiendo. ¿Acaso hice algo malo? ¿Ya no me quieres?
Dímelo en la cara, Marina. ¡Mírame a los ojos y dime que ya no me quieres!
—No te quiero, Roberto. Voy a casarme con el
alcalde. Es un hombre de verdad y me dará una buena vida. Tú eres bueno, pero
sin un centavo. Adiós, Roberto. Y procura no pasar ni por mi casa ni por la dulcería.
No me agrada verte. —Después de decir estas horribles palabras al amor de su
vida y dirigirle la mirada llena de altanería y desprecio, Marina obligó a
mover sus pies para salir del granero, testigo mudo de sus encuentros en los
últimos cinco meses. La siguió una sombra.
Al llegar a casa, la muchacha tropezó de
bruces con don Pedro que estaba fumando en la veranda. Con la mirada lasciva la
repasó de arriba abajo y escupió el puro.
—Si piensas que voy a aguantar tus líos y la
falta de respeto, estás equivocada, querida. Si quieres que este muerto de
hambre viva, olvídate de él. —La agarró y la besó con fuerza. Marina lo mordió
y él la abofeteó—. Cuidado, pequeña zorra. No voy a permitir que me desafíes.
Solo con una orden, dejo a toda tu familia sin nada. Grábatelo en esa bonita
cabeza. La boda será de hoy en tres días.
Como en un sueño, Marina se dejó llevar por
los preparativos de las nupcias. Le preguntaban algo, ella asentía con la
cabeza; bebía cuando le daban de beber; comía alguna cosa. Iba de un lado a
otro. Probaba vestidos, joyas. No veía a su padre. Tampoco a mamá. Se suponía
que la madre de la novia estaría presente en todo momento, pero a la doña
Mercedes estaba prohibida la entrada en la mansión del alcalde. Cada vez que
cerraba los ojos, Marina veía a Roberto que la miraba con la incredulidad y el tremendo dolor
de un corazón roto. La muchacha repugnaba a sí misma.
Llegó el día. En la engalanada y llena de
flores iglesia no cabía ni un alfiler. Todo el pueblo estaba celebrando la boda
del alcalde y su joven novia. Don Ernesto entregó a su hija con lágrimas en los
ojos.
—Perdóname, hijita.
—Te quiero, papá. Estaré bien.
Cuando don Pedro le puso el anillo de oro,
ella sintió las esposas y las cadenas en sus manos. «Ya nada será igual… Nunca seré libre… Pobre Roberto… ¿Dónde estás, mi amor?»
En pleno apogeo del banquete, el alcalde se
levantó:
—Queridos parroquianos, les agradezco su
presencia en mi boda. Soy feliz por tener una bella esposa y para demostrar mi
amor por ella le hago un regalo especial. Está fuera, en la plaza. Salid todos.
Ven, Marina. Seguro que te quedarás sin palabras—. La agarro fuerte por el
brazo y la sacó de la mesa.
Fuera anochecía. Todavía los últimos
reflejos de sol iluminaban la ciudad. Una suave brisa otoñal jugaba con las
hojas coloridas de los árboles. Los invitados y la gente del pueblo se
apartaban para dejar pasar a la pareja de recién casados. Un silencio forzado y
las miradas furtivas decían que algo raro, algo malo, estaba sucediendo. Marina
sintió un escalofrío.
Cuando el muro humano se acabó y llegaron
el centro de la plaza, vieron cuerpo de un hombre tirado entre barro y
excrementos de caballos. Parecía estar muerto. Marina no entendía nada. ¿Un
regalo especial? Se acercó un poco más al pobre infeliz. Su cara, llena de
golpes, estaba irreconocible. Apenas respiraba. ¡¡¡Dios!!! Era Roberto. Su
amado y añorado Roberto. Se tiró para auxiliarlo. Lo cogió en sus brazos y
gritó. Gritó con tanta fuerza que los presentes han sentido su dolor.
—¿¿¡Por qué!?? ¡¡Roberto, mi amor!! ¿Qué te
han hecho estos desgraciados? ¡Que alguien me ayude! ¡Doctor Pérez, por favor,
ayúdeme! ¿Por qué se va? —Marina se giró hacia el alcalde—. Fuiste tú,
desgraciado. No te era suficiente conmigo y tuviste que mandar que lo maten. Maldito…
Don Pedro gozaba con aquella escena. Nada le complacía más que ver a la gente destruida, arrodillada y sucumbida a su poder.
La muchacha abrazaba a su amante y lo mecía
como a un bebé. Pedía ayuda. Suplicaba. La madre de Roberto intentó pegar al
demonio que hizo aquello con su único hijo. Un golpe fuerte con la culata de
pistola, la dejo tirada al lado del moribundo. Decenas de vecinos solo
observaban. Callados.
El río de lágrimas de Marina lavó la cara
del muchacho. Por un momento él abrió los ojos y la reconoció. Con una sonrisa en
su boca rota se dejó ir…
—¡¡¡Noooo!!!… ¡¡¡Noooo!!!… ¡¡¡No me
dejes!!!… ¡Llévame contigo, mi amor! —Sus gemidos llenos de dolor retumbaron
en los corazones cobardes de los presentes.
El alcalde, cansado de tanto alboroto, agarró
a su joven esposa. Ya era suficiente de tanto espectáculo. Marina se revolvió y
le escupió la cara y le clavó las uñas. El hombre no lo esperaba y la soltó.
Ella recogió su vestido y echo a correr hasta la iglesia. Sabía dónde estaba la
escalera del campanario. La subió volando. Oía que la seguían, pero no le
importó.
Cuando llego arriba de la torre, vio a sus padres
que lloraban y gritaban desconsolados, y a decenas de ojos mirando arriba. Los
cuerpos de Roberto y de su madre seguían ahí. Y antes de arrojarse al vacío
gritó una maldición:
—¡Malditos seáis todos vosotros y vuestra
sangre! ¡Jamás saldréis de aquí, ni vuestros hijos, ni vuestros nietos! Todos
seréis los invitados eternos en nuestra boda.
Al año siguiente, treinta y uno de octubre,
cuando el último rayo de sol se había apagado, en la plaza de Río Blanco,
apareció una pareja de novios. Eran Marina y Roberto. Ella, bella y con su
blanco vestido manchado de sangre. Y él, con la cara destrozada y ropa hecha
jirones. Caminaban, cogidos de la mano y a cada persona que encontraban por la
calle, la invitaba a su boda. Los vecinos huían despavoridos y al día siguiente
no despertaban. Y así, año tras año, habitantes de Río Blanco y viajeros,
engrosaban las filas de los invitados. En diez otoños, ya era una multitud de
los no vivos que inundaba las calles, bailando y festejando las
nupcias eternas de la hija del panadero y del hijo de la viuda.
La gente aterrorizada intentaba huir de la ciudad. Pero llegaba solo hasta la última finca. Es como si una fuerza
invisible les estropeaba las carretas, rompía las piernas o volvía locos a los
caballos; dejaba los coches muertos y ocasionaba un tremendo malestar en las
personas. El visitante que se quedaba en Río Blanco más de tres días no volvía
a salir.
Ni brujos, ni exorcistas, ni especialistas
en lo paranormal, ni científicos podían dar una explicación razonable a
aquello. Intentaron poner la sal en las tumbas de los desdichados novios; hacer
misas en su memoria. Nada de nada. La
fuerza de aquella maldición había sido tan fuerte como el amor más puro.
Ahora, querido lector, te tengo que dejar.
Mira la hora qué es y todavía me faltan ventanas por cerrar y puertas por
trancar. No tengo ninguna gana de bailar eternamente en la boda de los novios
errantes.
22/11/2023, Gijón
10 de julio de 2024
Hablando de nada y de todo
Hablando de nada y de todo
—¿Llevas
mucho tiempo aquí arriba?
—Una buena
pregunta. Si hablamos sobre mi existencia — una eternidad. Pero en este sitio,
no tanto. Cuando la contemplé por vez primera, la ciudad era mucho más pequeña
y con casas bajas. Y ahora, obsérvala — emerge bella y luminosa — por un lado,
besada por el mar y por el otro, guardada por las montañas. Incomparable con
ninguna. Y las personas que la habitan, la complementan a la perfección.
—Sí, es un
sitio bastante aceptable para anidar y criar a la prole. Hay comida en demasía. Gente simpática y dadivosa. Aunque siempre
hay algún que otro tonto.
—En la villa
del Señor de todo ha de haber. Lo sé por experiencia… Créemelo. Lo he sufrido
en carne propia.
—Sí, sí, ya
que lo dices, tienes unas heridas ahí abajo. Y parece que te falta algún que
otro trocito. ¿Qué te ha pasado?
—Ah, son las
señales de la guerra que hubo aquí. Me han disparado. Muchas veces. Me han
dinamitado. Casi destruyéndome del todo. Pero ya los he perdonado por aquello. Prefiero
no recordar los tiempos oscuros. Mi padre me enseñó que hay que amar y perdonar
a los que nos han hecho daño. Pero cuéntame, ¿cómo es que no estás con los
tuyos? ¿No andáis de un lugar al otro buscando y rebuscando? Y, también,
dejando un rastro feo. Espero que me respetes.
—Bah.
Necesitaba un descansito. A veces hay que parar, aunque sea un poco. Sacudirse
del polvo y suciedad. Retozar en el agua. He subido aquí a secarme y a
calentarme al sol. Y los míos en esta época se vuelven insoportables, se pelean
por cualquier cosa. Yo paso de los líos…
Los rayos
dorados dibujaron de oro la calmada superficie del mar y rebotaron en las
fachadas acristaladas del paseo marítimo. El contraste de luces y sombras se
hizo más pronunciado. La briza con sabor a sal trajo el refresco a las calles
llenas del bullicio.
—Ya se está
poniendo el sol. Me voy volando. La parienta estará preguntándose a dónde me he
metido. Si Dios quiere, mañana volveré. A pesar de que no tienes ni plumas ni
alas y estás hecho de piedra, me ha gustado este rato de plática contigo. Por
cierto, ¿cómo te llaman?
— Jesús…
Esta charla
entre un palomo y la estatua de Jesús pudo haber sucedido o no… Yo solo he sido
un testigo involuntario que intentaba hacer una foto de la Basílica del Sagrado
Corazón.
3 de enero de 2025
Nocturnidades recurrentes
Nocturnidades recurrentes
Me desperté con una extraña sensación de que algo
horrible iba a suceder.
Encendí la
lámpara de la mesita. Las agujas del reloj estaban a punto de reunirse en las
doce. Salí de mi cama caliente al frescor del dormitorio. Los rescoldos de la
chimenea apenas podían con el frío invernal que exudaban las paredes de piedra.
Me arrebujé en la colcha, metí los pies en las heladas zapatillas y me acerqué
a la ventana…
El pueblo, cubierto
por la espesa niebla y el humo de hogares, dormía con un profundo e invernal
sueño. Ni los perros ladraban. Sin un ser vivo en las calles, los canes se refugiaban
en sus casetas. Hacía demasiado frío para cumplir con su cometido.
La luna, oculta
detrás de las nubes, intentaba zafarse de su prisión. La farola
cerca de mi casa iluminaba a los delicados copos de la nieve que jugaban a
perseguirse, creando pequeños remolinos blancos. Era la noche típica de un
invierno cualquiera.
Ya me iba de
vuelta al acogedor capullo de mi cama cuando vi a un hombre surgir de la
niebla. Iba encorvado, con pasos lentos y hundiéndose en la nieve. ¿Pero qué
hacía ahí, fuera, a estas horas y precisamente en esta noche? No podría ser un
vecino del pueblo, ya que todos estábamos seguros en nuestras casas y jamás nos atreveríamos a salir. Tendría que ser un forastero. Pobre ignorante. Estuve a punto de
llamarlo, pero ha vuelto a desaparecer en la niebla. Como un fantasma. Eso es.
No había nadie fuera y era la imaginación de mi cerebro medio dormido.
Continué con
mi retirada cuando un grito desgarrador me dejó clavado en el sitio… Otro más…
Y un fuerte aullido.
Una detrás de
otra, las oscuras ventanas de mi calle se iluminaron con las tímidas luces.
Algunas se abrieron. Unas cuantas cabezas se asomaron hacia la oscuridad. Yo,
también… Nadie decía nada… Vi a santiguarse a doña Manuela desde su pequeña
ventana. El cartero, don Francisco, secundó su gesto y cerró la suya.
Parecía que
todos estábamos esperando al final del desenlace. Los gritos se repitieron una
y otra vez… Y gruñidos, mezclados con los ruidos de lucha a vida o muerte,
entre la espesa niebla. Con otro aullido vino el silencio.
El viento
disipó las nubes y la brillante luna llena se hizo presente. La niebla se
replegó cual cortina de un escenario y pudimos ver el horripilante espectáculo
de la inmaculada nieve teñida de un rojo intenso como la sangre. De hecho, era
la sangre. Esparcida por la calle principal de nuestro pueblo. Y algún que
otro bulto oscuro. Es todo lo que había quedado del pobre forastero que se
atrevió a salir en esta diabólica noche.
Las cabezas de los vecinos desaparecieron,
las ventanas se cerraron… Seguro que con los pestillos extra. Nunca se sabe…
Igual se ha quedado con hambre.
Y, por la mañana, la mayoría iremos a otro
pueblo a por el pan fresco. El panadero tardará un par de días en volver en sí. Pobre hombre, quedará destrozado cuando su mujer le cuente lo de esta noche. Pero no es culpa de él. Haberlo encerrado mucho mejor en el sótano. Les dije que mi presupuesto de
la puerta blindada era muy razonable. Ahora, lo pagarán con más ganas. Ya
miraré si les pongo un plus de inmediatez.
Me voy a la
cama. Mañana será un día muuuuy largo…
16 de diciembre de 2024
Frío
Frío
Frío…
Siento mucho frío…
La despiadada
gelidez clava sus garras y me come … Mordisco a mordisco. Trozo a trozo. Con
mucho esfuerzo, enfoco mi mirada en la luna: llena, redonda, impasible. Su
perfecta luz no desprende calor. También es fría. Muy, muy fría.
La luna es el
testigo mudo. Es como si me observara desde su infinita distancia. Ella lo ve
todo, lo contempla, no toma partido por nadie. Ella es el ojo fijo del universo.
Con su luz blanca ilumina lo justo para que uno sepa donde está y en qué
situación. Sería mejor que las nubes no se hubieran movido. Así yo seguiría en las
penumbras. Solo. Desvaneciéndome. Como si no existiera…
Debo moverme.
Los pensamientos cortocircuitados, como flashes, me impelan a luchar. ¡Muévete!
¡Levántate! ¡Arrástrate! Poco a poco. Para que te vean, si hay suerte. ¿Y el dolor?
¿Qué hago con tanto dolor que me tiene clavado en esta congelada zanja? No
puedo. Estoy cansado… De todo… De luchar. De sufrir. De vivir.
Quiero gritar…
Pero mis labios están pegados con la sangre helada. Hace un rato lloré. Las
lágrimas congeladas me han roto la piel. Sentí el dolor. Pero ya no. Estoy en
las últimas…
¡Dios! ¡Voy a
morir! ¡Qué absurdo! Yo solo tuve un reventón de la rueda. En esta solitaria
carretera no había nadie. Y… no puse el chaleco. El puto camión apareció de la
nada. Un tremendo golpe me hizo volar por los aires. Desde arriba vi el blanco e
infinito páramo, mi coche, las luces traseras de la máquina mortal… Después,
una caída en la nevada cuneta… Y el silencio…
He perdido la
última gota de calor que me quedaba. Luna… Luuuuna… Frío, fri… o…
29 de agosto de 2023
La reunión del banco
—Sí, esa es. ¡Cómo pasa el tiempo!
—¿Pero la Maruja no ha muerto también? Que Señor la acoja en su seno…
—Noooo. Esa era Isabel.
—Paco. ¿Cómo se llamaba la mujer aquella? La mujer del camionero que nos traía el carbón a la fábrica.
—¿Qué camionero? Ah, el fulano aquel, que un día, al dar la marcha atrás, aplastó el nuevo Mercedes del consejero de Industria. ¿Ese?
—Sí, sí. ¡La que se armó! El paisano estuvo preso. ¿No estaba borracho como una cuba? Su mujer había parido y él lo celebró como dos días seguidos. ¡Qué tiempos aquellos!
—Pues murió…
—¿Quién?
—El consejero. ¿Quién si no?
—No lo sabía.
—Ni yo. ¿De qué murió?
—Dicen que de un infarto. Parece que cuando estaba con la querida, lo vio su mujer. En un restaurante de esos, de gente pija. Se armó la marimorena. Volaban las copas y botellas. Vino la Guardia Civil y todo. Parece que el consejero, la mujer y la querida durmieron en el calabozo. En la Comandancia. Al día siguiente, el pobre, murió. Vaya mala suerte que tuvo. No era un mal consejero. No como esos de ahora. Vienen más verdes que la yerba; sin experiencia, solo saben mandar.
—Siii. Ahora todo son esas cosas modernas de los internetes. No quitan los ojos de los chismes. Parecen los caballos, aquellos con anteojeras.
—Pues ha vendido el piso y el bajo, me parece. Y por un buen pellizco.
—¿Quién?
—La viuda del camionero. ¿Juan, sabes cómo se llamaba?
—Maruja.
—Sí, sí, esa. Pues se marchó del barrio. Ahora vive por el Centro y me dijo la mujer del pescadero que por las tardes sale a tomar un chocolate con churros al sitio ese. Uno grande. Al lado de un teatro de esos famosos. Lo tengo en la punta de la lengua. Bah. Ya me acordaré.
—¿A qué estamos hoy?
—Déjame mirar el teléfono. Buena cosa es esa. Te dice el tiempo, calendario y hasta las mareas. Qué pena que en nuestros tiempos no los había. Me lo regaló mi nieto para el cumpleaños. Me dijo que tenía que ser más moderno. Hoy es veintitrés de agosto. Miércoles. El viernes ya se puede cobrar la pensión.
—Cada vez, peor. Ya ni por la ventanilla puedes cobrar.
—Sí. No nos respetan, a los viejos.
—Habrá que levantar el ala. Va a ser la una y media. Mi mujer se cabrea si no vengo a la hora. Dice que soy un egoísta y no valoro su trabajo.
—Yo voy a por el menú. El mesero me lo tendrá ya preparado. ¿Vienes, Juan? Hoy tienen fabas pintas con chorizo.
—¡Vaya, qué pena más grande! Miren esa esquela. ¿Quién será? Es que por el nombre no me doy cuenta.
—Ni yo. Con ochenta años. Qué joven.
—Que sí, sabéis quién es. Es el aquel paisano que…
23/08/2023, Gijón
14 de diciembre de 2024
Feliz Navidad
Feliz Navidad
No sé a vosotros, pero a mí me encanta la Navidad.
En estos días las infinitas guirnaldas hacen que las calles aburridas se desprendan de la monotonía y, al anochecer, se conviertan en reinos encantados, brillando con la mágica luz y colores. Cuando las casas y las ventanas de los edificios participan en un campeonato de luces, sin que parecieran a los clubes de carretera. Y ese “algo” en el aire, que nos predispone a ser más generosos… Con los demás. Con nosotros mismos…
No me molesta ver los escaparates llenos de decoración y regalos que te invitan a gastar. ¿Por qué no regalar algo que sabes que va a gustar y llevas meses ahorrando para conseguirlo?
El mes de diciembre, es un no parar. Puentes, viajes, cenas y comidas de las empresas, amigos invisibles no tan invisibles; encuentros con los compañeros y familiares que no vemos durante el año.
Las Navidades es una estación alegre y, a la vez, nostálgica.
Con más o menos dinero, con conocimiento de cocina o no, nos sumergimos en las preparaciones culinarias. Muchas veces decimos a sí mismos: «Este año no voy a cocinar. No me meteré en la cocina. Quiero disfrutar de la fiesta». Pero nada más ver el enésimo vídeo de una receta “superespecial, económica y superfácil de hacer”, nos volvemos a caer, cumpliendo las interminables horas en la cocina. Y, con mucho ingenio, montamos un festín, digno de reyes. Las caras felices de los comensales nos confirman que ha merecido la pena.
Con el paso de los años las sillas en la mesa están quedando vacías. Y esto me provoca tristeza y nostalgia. Pero con la edad empiezo a aceptar esta parte de la vida que nos hace continuar el viaje sin las personas que nos acompañaron desde el primer respiro… Nuestros padres, abuelos, tíos, hermanos… Ahora nos toca a nosotros — despedir y dar la bienvenida a los nuevos integrantes de la gran familia.
Agradezco a Dios por cada buena persona que se ha cruzado en el camino de mi vida. Algunas de ellas, ocuparán las sillas vacías… Y, otra vez más, nuestro hogar se llenará de risas y de nuevos recuerdos. Quedará un resquemor y la añoranza por el pasado. Es verdad. Pero, doy las gracias por lo vivido y por la suerte que he tenido de compartir mi camino con los que ya no están…
Feliz Navidad.
29 de enero de 2025
Los mazapanes
Los mazapanes
Toc, toc, toc…
—Pase.
—Señor juez, una
mujer pregunta por vos. Y yo me marcho ya. Hasta el lunes. Acuérdese de que voy a
hacer una visita mi hija.
—Sí, sí, por
supuesto. Dígale que entre. Hasta el lunes… Ah, doña Carmen, qué ricos estaban
los mazapanes que me compró para el café. Tráigame una docena más cuando pueda…
Señora, pase. Siéntese, por favor. ¿Qué puedo hacer por vos? No tengo el gusto
de conocerla.
—Buenas noches, juez.
Soy Maya Fernández, la madre de Terecita Fernández. Vivimos en un pueblo
cercano. Vivíamos… ¿Se acuerda de ella? Vino aquí hará un año para solicitarle
unos papeles para entrar en la mancebía del puerto.
—No sé de quién me
habla, señora. Por aquí pasan muchas fulanas en busca del permiso legal. Si no
tiene otro asunto que tratar, puede irse…
—Ah, no… No me iré
antes de decirle un par de cosas. ¿Cuántas muchachas ha “probado” antes de
mandarlas al burdel? Hablo de chicas inocentes y muy perdidas… Mi hija tenía
catorce años y era muy niña para trabajar de puta. Y, vos, un viejo libidinoso,
la desvirgó y la echó a los lobos… La pobre murió al dar a luz a… ¡Su bastardo!
Por cierto, ¿le gustaron los mazapanes? Veo la bandejita vacía. ¿No pudo
resistir y los ha comido todos? ¿No ha notado nada raro en ellos?… Veo que sí… Muy tarde para vos. Morirá aquí solo como la rata asquerosa que es.
© La
Pluma del Este
31 de marzo de 2025
El escriba de la corte
El escriba de la corte
En el reino de Beríca, en la corte del rey Vatara, había un escriba llamado Vinicio.
Era un
muchacho agradable, respetuoso, ávido por el saber y con un gran talento para dibujar
lo que veían sus ojos. Procedía de una familia humilde, pero gracias al trabajo
y sacrificio, Vinicio entró en la escribanía, llegando a ser el ayudante del
consejero real.
En los escasos
ratos libres, el muchacho iba a los jardines del palacio, donde en un rincón,
oculto a las miradas, leía, escribía y dibujaba… Una hermosa ave de plumas
verdes y rojas lo observaba desde una rama del cerezo cercano. Si un extraño
viera la escena, le daría la impresión de que el pájaro estaba conmovido por el
talento natural del muchacho y el amor que ponía en sus obras, pintadas o
escritas.
Un día, en
pleno verano, al volver de un largo viaje, Vinicio, por fin, pudo escabullirse
a su rincón secreto. Al acercarse, vio que lo ocupaba una doncella desconocida.
—¡Cof!… ¡Cof!…
Hola… Disculpe, creo que usted no debería estar aquí, sola. Este es un lugar
privado… Mío…
—Ah, ¿sí?
¿Y quién eres tú para tener un “lugar privado”? Este jardín, el castillo y todo
lo que ves es “mi lugar”. Anda, déjame tranquila. Y ni se te ocurra decir a
nadie que me has visto aquí. ¡No me mires embobado! ¡Vete! —Y así es como Vinicio
conoció a la bella Yariel.
El escriba
entró en las cocinas del palacio hecho un basilisco. ¿Quién era aquella
maleducada y arrogante muchacha? Nunca la había visto en la corte. Si no,
recordaría su pelo color noche, los labios cual pétalos de rosas, la piel
cremosa y los ojos, los pozos de agua esmeralda…
—¿Y eso?
Parece que te llevan mil demonios, muchacho. Benditos los ojos que te ven,
hijo. Come un trozo del pastel. —Doña Gabriela, la cocinera, le guiñó el ojo. —Mastica… Toma la cerveza… Por si no te enteraste, tenemos a una duquesita en el
palacio. Es la sobrina del rey. Dicen que es huérfana y ha vivido en un
monasterio… Ya veo… La acabas de conocer. ¿Verdad que es una muchacha muy linda
y educada? Algo mandona. En tres semanas
revolvió el palacio y los alrededores. Cuando vio que teníamos las cacerolas
viejas, encargó un montón de ellas al calderero. Mira cómo brillan. Da gusto
cocinar en ellas. Y todos los días desayuna aquí. Aunque no es apropiado. Pero
cualquiera le llevará la contraria.
La cocinera
seguía poniéndolo al día, pero Vinicio en su cabeza trazaba el plan de cómo recuperar
su rincón secreto. Igual algún paje por unas monedas le avisaría sobre los
movimientos de la “duquesita”.
Así fue.
Cuando Yariel salía del palacio, él iba a su lugar secreto y dibujaba con más
ganas que nunca. Pero solo los retratos… ¿Adivináis de quién?… También escribía
poesía… Muy romántica…
Vinicio
no sospechaba, pero la causante de sus “desdichas” hizo lo mismo que él: encargó
a una doncella vigilar al “creído escribiente”.
Este juego duró casi dos lunas, hasta que un
día, el escriba, con las prisas, dejó olvidado un dibujo: el retrato de Yariel.
No se sabe con certeza de quién dio el primer paso, pero los jóvenes se reconciliaron.
Empezaron a pasear, leer, dibujar, recitar poesía y planear su vida juntos…
Pobres, inocentes. Una noble de sangre real y un escriba, por más respetable
que fuera, no tenían un futuro juntos. El rey Vatara lo dejó claro:
—Sobrina, quiero
tu felicidad. Pero mi deber es para con el reino. Voy a cumplir con la palabra
dada. Desde los diez años estás comprometida con el príncipe Flodah de
Rafaelia. Dentro de tres lunas cumples los dieciocho y te desposarás con él… Olvídate
del escriba. Por el bien de todos.
Yariel
lloró, imploró, amenazó con matarse… Su tutor fue inflexible. Rafaelia era un
reino con el que no convenía enemistarse.
Cuando
Vinicio se enteró de todo, pidió a su amada escapar. Con el dinero ahorrado y
con sus conocimientos, tendrían una vida modesta, pero juntos. Zarparían en un
barco hacia tierras lejanas donde nadie los conocía. Yariel lo aceptó…
Sin
embargo, esta misma noche, el rey, con la excusa de la recogida de los
tributos, mandó a Vinicio, rodeado de aguaciles, a la fortaleza más lejana.
Todo ha sido tan rápido que el muchacho no pudo avisar a su amada.
Yariel se
desesperaba… Acaba de conocer a su futuro marido y lo odió al instante. Era
bajito y rechoncho, con el pelo grasiento aplastado y con un bigote justo en el
medio de su cetrina cara. Con una voz chillona daba las órdenes como si fuera
el dueño del reino. Y de ella misma. Nada le gustaba, nada le parecía bien a
aquel mequetrefe. La muchacha estaba asustada.
Se creía abandonada por su amado. Se sentía desgraciada y sola… Muy
sola…
El lugar
secreto del jardín otoñal había perdido su belleza. Las hojas marchitas cubrían
el suelo. Las flores mustias eran perfectas para una muerta. Hace tiempo, Yariel
había hurtado un frasquito de dedalera al médico real, como si supiera que le haría
falta… Lo apuró…
Los
estandartes del castillo, bajados a la mitad, y el silencio han dicho a Vinicio
que algo malo estaba pasando. La boda real se celebrará en dos días. Él escapó
de sus guardianes y cabalgó sin parar para evitarla. Huirían esa misma noche.
Nada más
verlo, la cocinera enseguida lo arrastró por el pasillo hacia las habitaciones
reales. Vinicio veía a las doncellas compungidas, a los guardias cabizbajos… Un
oscuro presentimiento se apoderó de él…
—¿Qué sucede?
¿Le pasó algo al rey?
—Tssss,
habla bajo. Es Yariel. No quería casarse y se quiso matar. Con tan mala suerte,
(que dioses me perdonen), que, pobrecita ella, quedó postrada. Ni viva ni
muerta… Por aquí pasaron curanderos y medicuchos y nadie pudo curarla. Lleva
así cinco días. El príncipe «comosellame» se ha largado echando sapos por la
boca. Se asustó por si era alguna brujería o la magia negra. Menos mal. El rey está
destrozado… Se culpa por todo… Igual si ella siente que estás aquí, mejorará…
Hemos llegado, pasa…
Al entrar
en la habitación oscura, el olor, dulce y repugnante, dio de lleno en su nariz.
Había un delgado cuerpo en la enorme cama… Yariel… Apenas respiraba… Tenía las
manos traslúcidas, la tez grisácea, los labios agrietados… Vinicio cayó de
rodillas. La tocó, la abrazó, lloró… Después abrió las ventanas para sacar
aquel olor nauseabundo de la muerte… Empezó a rezar…
El día sucumbió
a la noche; vino otro día y otra noche más… El muchacho lloraba, imploraba, se culpaba
a sí mismo… Al cuarto amanecer, por la ventana entró un ave con el plumaje
verde y rojo y en un instante tomó la forma femenina…
—Saludos,
Vinicio. Soy la diosa Masacu. No tenemos tiempo. Ella se muere… Tengo el
permiso de los Supremos para inmiscuirme. No puedo hacer nada por ella, pero lo
puedes hacer tú.
—Haré lo
que me pidas… ¿Qué debo hacer?
—Soy la
diosa de los dones: los doy y los quito. Te ofrezco el don de la curación que
te servirá, pero solo por esta vez. A cambio te quitaré el don de plasmar la
belleza. Para siempre. ¿Lo aceptas?
—Sí…
Sálvala, te lo ruego…
Más tarde,
cuando las doncellas entraron, en la habitación no había nadie. En el suelo, un
par de plumas verdes…
Nadie supo
qué había pasado con Vinicio y Yariel. Aunque se rumoreaba que una pareja joven
zarpó en el barco que iba al lejano reino de Anapse. ¿Eran nuestros enamorados?
¿Quién sabe? Ojalá sean felices, estén donde estén.
25/03/2025, Gijón
© La
Pluma del Este