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20 de diciembre de 2023

El grupo de apoyo

 

Grupo de apoyo
(Serie «Al otro lado de los cuentos»)


 

   —Hola a todos. Espero que hayáis pasado un buen fin de semana. Veo que tenemos caras nuevas. ¿Alguien quiere empezar? Tú. Sí. ¿Te apetece presentarte y compartir con nosotros porque estás aquí? No seas tímida. Adelante.

   —¡Ejem, ejem! … Ho…, hola a todos. Me llamo Alida.

   —¡¡¡Hola, Alida!!!— el grupo al unísono.

   —Gracias. Ssois muy amables. Ejem … Hace casi cinco años me he casado con un rey. Aunque parezca mentira, por amor. Me enamoré como loca de ese hombre.

   —¡Ji, ji, ji …!

   —¡Ejem! … Me han llamado de todo a mis espaldas. Pero no les guardo rencor. Cuando el rey se me declaró y pidió la mano, yo acepté encantada. Sabía que era viudo y que tenía una hijita del matrimonio anterior. No me importó, sino todo lo contrario: deseaba ser una buena madre para aquella niña. —Con la mano temblorosa, Alida cogió el vaso y bebió un poco de agua—.  Ahí es donde me equivoqué y me arrepiento de haber aceptado la proposición.

» Ya antes de la boda, Blancanieves, así se llama aquel demonio con cara de ángel, me quemó el velo “sin querer”. Era con el que se casó mi madre y mi abuela. Llevaba en nuestra familia varias generaciones. Se lo hice saber a mi novio y él dijo que lo dejara pasar, que no era nada, que me compraría otro, más bonito y mucho más caro. Y su hija, abrazada a él, haciéndose la inocente, me miraba con los ojos llenos de odio.

» La luna de miel era maravillosa. Pero a la vuelta, empezó mi calvario… Yo, una extranjera en la corte, estaba comparada continuamente con la reina anterior. Que ella hacía las cosas de otra manera, que ella sabía de cocina, que cantaba como un ruiseñor, que era la mejor que yo en todo… Blancanieves hacía travesuras y cuando yo la reñía e intentaba explicarle que una chica educada no escupe al suelo, no pega a los demás, ni tira las cosas para que las criadas las recojan, ella se quejaba a su padre. —Glú, glú, glú… Ejem…— Empezamos a distanciarnos y a discutir por la niña. La pasión y el detallismo de mi marido dio paso a un frío trato de dos desconocidos bajo el mismo techo. Me he convertido en una paria. Si no fuera por el espejo mágico con el que podía hablar y llorar, me volvería loca. Y hace una semana Blancanieves ha huido. El rey, lleno de dolor y rabia, me culpó a mí en todo. Ha roto mi espejo. Estoy desesperada. Me he ido del castillo. Y creo que le voy a pedir el divorcio …

   —¡¡Plas, plas, plas!!

   —Muy bien, Alida. Eres muy valiente. Te apoyamos todos. Después te daré el contacto de un grupo de amigos que ayudan en estos casos. Todo saldrá bien. ¿Quién es la siguiente?

   —Ho… hola… Hola a todos. Soy Priscila.

   —¡¡¡Hola, Priscila!!!

   —Soy viuda con dos hijas y una hijastra. Mis hijas no son malas chicas, solo que su padre, mi primer marido, les pegaba a ellas y a mí cuando llegaba borracho a casa. Hasta que un día se mató, al caer del caballo. Y que Dios me perdone, me alegré por ello …

» Conocí a mi segundo marido cuando este paraba en nuestra posada. Era un hombre muy amable y agradable, también viudo. Después del luto prudencial, nos casamos. Él necesitaba a una madre para su hija y yo, a un buen padre para las mías. A principio todo iba bien. Vivimos muy felices. Las chicas eran hermanas entre ellas. Hasta que, en invierno pasado, justo antes de la Navidad, mi marido se fue en busca de regalos y de uno en especial para su hija: los zapatos de cristal de roca tallados a mano. Cenicienta estaba encaprichada con ellos. Yo intentaba explicarle que eran muy raros y, seguro, qué carísimos, y que su padre ya no era joven para ir de viaje en pleno invierno. Pero la muchacha lo engatusó.  Mi queridísimo esposo consiguió los zapatos de cristal. Los trajo de las montañas Lejanas del Reino de los Trolls. Volvió a casa justo en Nochebuena. A la mañana siguiente ya no se levantó. Tuvo muchísima fiebre. Con el temporal de ventisca el médico no pudo llegar. Y a la noche siguiente, murió… Después del funeral, Cenicienta nos echó de casa. Hemos vuelto a la posada. Me siento rota por dentro y muy muy triste, por mí y por mis hijas. Cada día ruego a Dios que se apiade de aquella muchacha arisca y egoísta. Les agradezco por darme esta oportunidad. Necesitaba hablar con alguien. Muchas gracias a todos por escucharme. Si necesitáis un techo y un trabajo honrado, les ofrezco mi humilde posada.

   —¡¡¡Plas, plas, plas, plas…!!!

   —¡Muy bien, Priscila! ¡Qué alegría tenerte entre nosotros! Muchas gracias por tu ofrecimiento, lo tendremos en cuenta. ¿Quién es la siguiente? ¿Alguien más?

   —Ssssi…, sí, ssssoy, yo. Buenas tardes. Ejem… Me llamo Freda.

   —¡¡¡Hola, Freda!!!

   —Yo también me casé con un viudo con hijos. Y también intenté encajar en aquella familia y ser una madre para Hansel y Gretel. Soy muy buena cocinera, así que les preparaba todo tipo de dulces y pasteles, para agradar y llegar a sus corazones. Eran niños traviesos y no muy obedientes. Su padre trabajaba fuera. Era afilador y viajaba de un pueblo a otro.  Ejem… Muchas veces estaba ausente varios días. Yo tenía que encargarme de los niños, el huerto, los animales y de la casa. Por más que les pedía ayuda a mis hijastros, estos se escabullían al bosque para no hacer nada. Solamente les importaba jugar. ¡Ejem! … Un poco de agua, por favor… Gracias… —Glú, glú…— Algunas veces desaparecían el día entero. Me daba mucho miedo que les pasara algo. Yo era responsable de ellos mientras su padre no estaba. Ejem, ejem…

» Hace ya un mes de aquello. Mi marido se fue a una ciudad más lejos que de costumbre. Nos besamos. Nos despedimos. Él abrazó a sus hijos y les ordenó que me ayudasen e hicieran caso. Hansel le dio su palabra de que sería el hombre de la casa. Gretel, como de costumbre, le regalo una adorable sonrisa a su padre.

» Yo me puse con los quehaceres y como los niños rondaban cerca, me fui al huerto. Tardé ahí un par de horas. Volví a casa para preparar el almuerzo. Llamé a los niños. No vinieron… ¡Ejem, ejem…! Salí del cercado y entré en el bosque. Les volví a llamar. Nada. Grité y grité… Pero ni rastro de ellos. Dios, ¿dónde podrían estar? Me adentré más. Me daba muchísimo miedo. Todavía tiemblo de recordar aquello. ¡Ejem, ejem …! — Glú, glú, glú…— Lo siento, ¿por dónde iba? Ah, el bosque.

» Ya anochecía cuando en el suelo vi unas piedrecitas blancas.  Se adentraban al interior, a lo más profundo de la espesura. No me quedaba otra que seguirlas pensando que era algún tipo de broma de los niños. Me he quedado afónica de gritar tanto. Pero el bosque solo me devolvía mi propio eco. Dios, cómo lloraba por los pobres Hansel y Gretel. También me moría de miedo por lo que iba a decir a mi marido. Y así estaba yo, metiéndome más y más adentro, guiándome por las piedritas. Y, de repente, vi una luz. Casi corriendo llegué a un claro donde estaba una pequeña casa. Era de lo más extraño. No sabía que alguien podría vivir ahí. Lejos de todo. Entré. No había nadie. Solo una vela encendida en la polvorienta mesa… Las telarañas y el olor a rancio y cerrado me dijo que hace mucho que nadie la habitaba. De repente, la puerta se cerró de golpe… ¡Ejem, ejem, ejem…! Después, los postigos de las dos únicas ventanas. Me quedé solo en compañía de la velita. Empecé a dar las patadas a la puerta y gritar. Me entró pánico. Y lo que oí al otro lado me puso el pelo de punta: las voces infantiles seguidas de las carcajadas de Hansel y Gretel. Todo era una broma. Me querían ahí, sola y encerrada. A su merced.

» Yo les pedí, les supliqué, les rogué que me dejaran salir. Nada. Prometieron a contar a su padre que yo los había abandonado y que me he ido con otro y se han marchado, dejándome ahí.

» Estuve encerada en aquella casucha una eternidad. Por lo menos es lo que me pareció. Sin agua, sin comida. En plena oscuridad. Me rescataron de milagro unos leñadores. No conté a nadie lo que había pasado. Sois los primeros en oír mi historia. No tengo fuerzas para enfrentarme a los niños tan desalmados. Pero, quien sabe. Quizás algún día, lo haré. Muchas gracias a todos por tener la paciencia de oírme.

   —¡Tremenda historia, la tuya, Priscila! ¿Puedo abrazarte? Eres una superviviente. Seguro que entre todos te podemos ayudar y apoyarte. Aplaudamos a esta valiente mujer.

   —¡¡¡Plas, plas, plas…!!!

   —Bueno, ¿alguien más? Nos queda todavía un cuarto de hora. Ah, vaya, ¡qué sorpresa! Pasa, pasa, no seas tímido. Aquí no mordemos a nadie. Preséntate, por favor.

   —Hola a todos…

   —¡¡Ejem…, ejem …, ejem …!!

   —¡Por favor! Dejemos que hable. No te preocupes. Sigue, por favor.

   —Hola, soy Lobo …




                                                                                        06/12/2023, Gijón

 

 

12 de octubre de 2023

Sé que volverás

   ¡Amo, qué alegría!
   Veo que sacas mi arnés y la correa. Andas de un lado a otro. ¡Guau! Vamos a salir. ¡¡Guau, me encanta!! Adoro ir contigo, aunque hasta la esquina. Sé que ya no soy un cachorro y no me muevo tan rápido, pero los paseos largos me chiflan.
   Bajamos al garaje. Mucho mejor. ¡¡Guau!! ¿Vamos de viaje? ¿Podemos ir al pueblo? Porfaaaaaaa… Me encantaría volver a ver a la hembra que vive al lado. Hemos llegado a un medio acuerdo. La tengo en el bote, como decís, los humanos. Solo falta traerle una salchicha. ¡Qué alegría! ¡Me encanta! Pa-se-o, pa-se-o… Nos-va-mos-de-pa-se-o…
   Amo, te noto extraño. Huelo preocupación. Tú, tranquilo. Hacemos un buen equipo: tú y yo. Aunque no le gusto demasiado a tu nueva hembra. Pero tranquilo, la ganaré. Soy un especialista en las hembras. Sé que ella se enfadó mucho cuando mordí su bolso. Pero es que estaba tan apetecible y olía tan bien que no me pude resistir. Ya sé que los perros tan mayores como yo no deberían hacer estas cosas. Pero no he podido aguantar. Nunca más. Te lo prometo. ¡Ah! Lo de aquel zapato, no cuenta. Te pedí el perdón. Aunque me debes una por lo del otro día: meterme un termómetro por el culo no ha molado nada de nada. Esto no se hace. Y sin esperar. Uff. Todavía me tiemblan los cuartos traseros al recordar aquella encerrona en la clínica.
   Me encanta ir en coche contigo. Nunca sabes qué aventura vamos a vivir.
   Ay, qué tiempos aquellos, cuando éramos unos críos. Tú, con tu pelota de futbol, y yo con la mía, de goma. Qué bien nos pasábamos. Y hasta dormíamos juntos. Ahora tienes la puerta cerrada. Bah, no pasa nada. Estoy más a gusto en la cocina donde pasa el tubo de agua caliente. Uno ya tiene edad, ¿sabes? Aunque me siento como un chaval todavía.
   ¡¡Aaaaaaamo!! Creo que te equivocaste del camino. El olor es diferente. No es por ahí. Date la vuelta. Hola, estoy aquí, atrás. Te veo por el espejo. Veo tu mirada. Mírame. ¿Por qué no me miras? Te-has-e-qui-vo-ca-do. ¿A dónde vamos? ¿Un sitio nuevo? ¡¡Guau!! Vamos de aventura como antes. ¡¡¡Guau!!!
   ¿Por qué paras el coche? ¿Ya hemos llegado? No veo nada alrededor. Bueno, sí, un bosque. ¿Vamos a un bosque? ¡Pero si nunca vamos al bosque! Bueno, una aventura misteriosa, guau.
   Mira como salto la valla. Ups. Qué golpe. Antes, yo volaría por encima. Mejor me pasaré por debajo. Ni se te ocurra reírte. Y no lo cuentes a la perra del vecino. Uno tiene su orgullo. Uff, aquí huele diferente. Me gusta. ¿A dónde vamos? ¿Me vas a amarrar? ¿Y cómo se supone que vaya contigo si me dejas aquí como a un cachorro maleducado? Aaaaamo. Mírame. ¡¡Guau!! ¡¡Un pícnic!! Trajiste mi mantita, el cuenco y la comida. También me vale, aunque unas ricas salchichas molarían mucho más.
   ¿A dónde vas? Puedes levantar tu pata aquí mismo, somos machos. Estas cosas no me molestan. ¡Aaaaamo! ¿A dónde vas? Esto ya no me hace gracia. No te veo. ¡Guau! ¡¡Guau!! ¡¡¡Guau!!! ¡¡¡Aaaaaaamo!!! ¡¡¡Aaaaaaamo!!! No quiero quedarme aquí. Esta correa es muy fuerte. ¡¡¡Guau!!! ¡¡¡Guauuuuuu!!!
   Oigo tu coche cada vez más lejos. ¡Guau! ¡¡¡Guauuuuuu!!! ¡No me dejes aquí! Quiero irme a casa. No sé qué ha pasado. No entiendo nada. ¿Qué hice? ¿Por qué te fuiste? Quiero volver contigo a nuestra casa. Tranquilo, Max, respira. Seguro que volverá. Sin ti no podrá vivir.  
   ¡Guau!… Moja… Lluvia… Odio la lluvia. ¡¡¡Aaaaamo!!! ¡¿Dónde estás?! Tengo que soltarme como sea. A ver esos dientes. Puedo con esa correa. Uff. Cuesta. Un poco más. Se resiste. Ya falta poco. Qué dolor en la boca. Sangre. Lo que faltaba: un diente roto. Sigo, que ya casi está. ¡Ya! ¡Estoy libre!
   ¡¡¡Aaaaamo!!! ¡¡¡Guau!!! ¡¡¡Guau!!! ¡¿Dónde estás?! No hay nadie. A ver ese olfato. Coche estaba aquí y se fue… Por allá. Eso es. Ahí está la casa. ¡¡Aaamo!! ¡¡¡Voooy!!!...
   Tenía que haber bebido el agua del cuenco. ¿Ahora qué? Me muero de sed y este camino no termina nunca.
   Las patas me duelen un montón. Uff. Qué frío hace. Tengo hambre. Cuando llegue a casa no me quejaré del pienso. Lo comeré todo. Después, salchicha. Voy a echarme un ratito aquí, justo al lado de la carretera. Así mi amo me verá más rápido. Volverá… Segurísimo…
 
    Muchos perros, como Max, han sido abandonados por sus dueños. Así, sin mirar atrás. Sin encogerse el corazón, sin los remordimientos. Solo en España en el año 2022 unas 288 mil mascotas han sido tiradas y olvidadas como si fueran la basura.
   Los adorables cachorritos, regalos de Navidad o de cumpleaños, crecen y necesitan nuestros cuidados hasta el final de sus vidas. Los perros son los niños eternos. Nos necesitan. Es un compromiso que adquirimos con ellos y con nuestra conciencia. Si les fallamos a ellos, fallamos a nosotros mismos y a nuestra humanidad…




                                                                                                                  11/10/2023, Gijón


Este relato es una participación en el concurso de El tintero de oro






   

22 de noviembre de 2023

Los novios errantes

 

   Mientras en muchos países los niños disfrazados recorren las calles en busca de caramelos y diversión, en la pequeña ciudad de Río Blanco no se ve ni un alma. No hay festejos, no hay risas, no hay disfraces. Con los últimos rayos de sol, toda la población queda encerrada en sus casas. Ni los perros rondan por las desiertas calles.

   ¿Cuál es la razón de este miedo? Te lo voy a contar, querido lector.

   En 1875 la ciudad de Río Blanco rebozaba de vida y prosperidad. Los tratantes de ganado se reunían en grandes ferias. Los vendedores de todo tipo de cosas y remedios pululaban entre los puestos. El dinero y oro corría de unas manos a otras y alcohol, para animar aquello, no podía faltar. Los jornaleros y vaqueros montaban las broncas y se mataban entre ellos. Las matronas y jóvenes casaderas iban de compras o a la misa. Las mujeres alegres paseaban los cancanes de sus escotados vestidos por las polvorientas calles, en busca de clientes. La vida típica de una población del Nuevo Mundo.

   Pues esta ciudad también tenía a un alcalde. Un hombre cincuentón, corpulento, con ropa de calidad, reloj de oro en su cadena y lustrosas botas. No era guapo, ni mucho menos. Los pequeños ojos de pez bajo unas hirsutas cejas miraban al mundo con desprecio. Su nariz rota contaba que no era ajeno a una buena pelea. El sombrero de ala ancha cubría su enorme cabeza. Don Pedro, así se llamaba, era un hombre de negocios y el dueño de más de la mitad de la ciudad y de las tierras alrededor. Hacía y deshacía a su antojo. Casi todos le debían el dinero o algún favor. Él era la Orden y la Ley. El mismísimo alguacil estaba a su servicio.

   Don Ernesto Valle, era el panadero local. Una noche, no se sabe por qué, su negocio se quemó. La “generosidad” del alcalde le permitió no quedar en la calle con su familia y con un préstamo pudo abrir la nueva panadería. Hace diez años de aquello. De hecho, la mujer de Ernesto, Mercedes, le decía que jamás estarían libres de don Pedro, ya que la deuda apenas menguaba. 

   Marina, la hija del panadero, era una preciosa muchacha de diecinueve años. La harina se transformaba en sus delicadas manos en esponjosos buñuelos, crujientes galletas, ricas empanadas y todo tipo de pasteles. Por esto la panadería tenía mucha fama en los alrededores. Así es como se conocieron ella y el guapo Roberto que vino acompañando a su madre. El muchacho se quedó prendado de Marina y empezó a pasar cada día con cualquier excusa. Los amigos ya le tomaban el pelo diciendo que se iba a poner como un tonel si seguía comiendo tanta dulcería. Y a Marina le encantaba.  Guardaba para su Roberto los trozos más ricos y hasta le hacía pastelitos. Así nuestros tortolitos se enamoraban más y más, hasta que un día fueron juntos a las fiestas del pueblo.

   La muchacha se puso su mejor vestido y estaba especialmente guapa: el amor que sentía le iluminaba la cara y sus ojos de color de espliego brillaban como nunca. Bailó con Roberto, abrazada a él, delante de todos. A sus padres le parecía un buen partido. Y a la viuda, la madre del muchacho, también. Sonaban las campanas de boda… Ahí es cuando don Pedro se fijó en ella. Y la quiso para él.

   La mañana siguiente mandó a llamar al panadero.

   —Don Pedro, buenos días.

   —Ay, don Ernesto. ¡Cuánto tiempo! Pase, pase, siéntese. ¿Café, té, ron? Tengo uno muy bueno que me enviaron desde Cuba. Sí, para lo que tenemos que hablar, el ron es lo mejor—.  Después de servir dos copas con el chinchín incluido, el alcalde fue directamente al grano: —Sabe, don Ernesto, que soy viudo y mi hijo está más tonto que Abundio. Quiero casarme y tener un heredero como Dios manda. Y claro, la chica tiene que ser joven y de buena sangre. El dinero no me importa. Ya tengo más que suficiente. Ayer he visto a tu hija. Una moza muy guapa. Digna de llevar los vestidos de París y joyas caras. Quiero tenerla como esposa y la madre de mis hijos. No, no, no… Todavía no diga nada. Sé que tenemos asuntos pendientes y los quiero resolver. No voy a cobrar los intereses ni el préstamo a mis consuegros. Su familia no me debe nada. Aquí está el documento para firmar. —El panadero, con la cara del mismo color que papel, se puso a temblar—. Pues brindemos y demos la mano.

   —Pe…, pe…, pero, don Pedro. Me…, me halaga mucho. Pero mi hija ya tiene novio. Parece que ella está enamorada de un chico, Roberto se llama.

   —Sí, la vi bailar con un muerto de hambre.

   —Es un buen muchacho y muy trabajador. Y se quieren.

   —¿Te niegas ser mi familia? ¿Te niegas la felicidad de tu hija? ¡¡Serás desagradecido!! ¿Sabes que puedo quedarme con tu panadería y con tu hija igual? ¿Sabes que puedo echar a la calle a ti, a tu mujer y a los mocosos que tenéis y, aun así, quedarme con tu hija? Fuera de mi vista, desgraciado. Te doy tiempo hasta la noche. Ven aquí con tu mujer. Hablaremos sobre los preparativos de boda.

   Nada más salir don Ernesto, el alcalde llamó al alguacil y le ordenó que vigilen la panadería y a su futura esposa.

   La proposición de don Pedro ha caído como el jarro de agua fría en el hogar de los Valle. La amenaza de dejar a toda la familia sin nada y el casamiento forzoso de la hija mayor llenó la casa de gritos, lloros y tristeza. Marina rogaba a Dios que todo fuera un sueño. Amaba a Roberto con todo el alma y deseaba casarse con él y no con un viejo maligno. Se sentía rota por dentro. Pero sus padres y hermanos dependían de ella. No podía dejar que se queden en la calle. El hermanito más pequeño solo tenía tres años. Mamá lloraba sin parar. Su padre, con los hombros hundidos, se veía superado por los hechos. Juan, su hermano, dijo que iba a matar al alcalde. Marina era una estatua entre aquel caos de sentimientos. Por más que le duela, debía aceptar la proposición. Ella no importaba. ¡Por Dios! Roberto. Tenía que hablar con él y explicarle que no podrán estar juntos nunca más.

   —Papá, mamá, acepto. No os preocupéis por mí. Estaré bien. —Les abrazó fuertemente, ahogándose en sus propias lágrimas—. Papá, lee bien el documento antes de firmarlo. Soy feliz ya que la deuda estará soldada.

   Cuando sus padres se fueron a la mansión de don Pedro, Marina se escabulló por la puerta del patio para contar las nuevas a Roberto. No le iba a gustar. Pero poco podían hacer al respecto. La siguieron tres sombras.

   —¡¡No!! ¡No lo acepto! ¿Por qué me dices esto, Marina? Te amo. Eres mi vida. Ayer aceptaste casarte conmigo. ¿Por qué este cambio?… No lo entiendo. ¿Acaso hice algo malo? ¿Ya no me quieres? Dímelo en la cara, Marina. ¡Mírame a los ojos y dime que ya no me quieres!

   —No te quiero, Roberto. Voy a casarme con el alcalde. Es un hombre de verdad y me dará una buena vida. Tú eres bueno, pero sin un centavo. Adiós, Roberto. Y procura no pasar ni por mi casa ni por la dulcería. No me agrada verte. —Después de decir estas horribles palabras al amor de su vida y dirigirle la mirada llena de altanería y desprecio, Marina obligó a mover sus pies para salir del granero, testigo mudo de sus encuentros en los últimos cinco meses. La siguió una sombra.

   Al llegar a casa, la muchacha tropezó de bruces con don Pedro que estaba fumando en la veranda. Con la mirada lasciva la repasó de arriba abajo y escupió el puro.

   —Si piensas que voy a aguantar tus líos y la falta de respeto, estás equivocada, querida. Si quieres que este muerto de hambre viva, olvídate de él. —La agarró y la besó con fuerza. Marina lo mordió y él la abofeteó—. Cuidado, pequeña zorra. No voy a permitir que me desafíes. Solo con una orden, dejo a toda tu familia sin nada. Grábatelo en esa bonita cabeza. La boda será de hoy en tres días.

   Como en un sueño, Marina se dejó llevar por los preparativos de las nupcias. Le preguntaban algo, ella asentía con la cabeza; bebía cuando le daban de beber; comía alguna cosa. Iba de un lado a otro. Probaba vestidos, joyas. No veía a su padre. Tampoco a mamá. Se suponía que la madre de la novia estaría presente en todo momento, pero a la doña Mercedes estaba prohibida la entrada en la mansión del alcalde. Cada vez que cerraba los ojos, Marina veía a Roberto que la miraba con la incredulidad y el tremendo dolor de un corazón roto. La muchacha repugnaba a sí misma.

   Llegó el día. En la engalanada y llena de flores iglesia no cabía ni un alfiler. Todo el pueblo estaba celebrando la boda del alcalde y su joven novia. Don Ernesto entregó a su hija con lágrimas en los ojos.

   —Perdóname, hijita.

   —Te quiero, papá. Estaré bien.

   Cuando don Pedro le puso el anillo de oro, ella sintió las esposas y las cadenas en sus manos. «Ya nada será igual…  Nunca seré libre…  Pobre Roberto… ¿Dónde estás, mi amor?»

   En pleno apogeo del banquete, el alcalde se levantó:

   —Queridos parroquianos, les agradezco su presencia en mi boda. Soy feliz por tener una bella esposa y para demostrar mi amor por ella le hago un regalo especial. Está fuera, en la plaza. Salid todos. Ven, Marina. Seguro que te quedarás sin palabras—. La agarro fuerte por el brazo y la sacó de la mesa.

   Fuera anochecía. Todavía los últimos reflejos de sol iluminaban la ciudad. Una suave brisa otoñal jugaba con las hojas coloridas de los árboles. Los invitados y la gente del pueblo se apartaban para dejar pasar a la pareja de recién casados. Un silencio forzado y las miradas furtivas decían que algo raro, algo malo, estaba sucediendo. Marina sintió un escalofrío. 

    Cuando el muro humano se acabó y llegaron el centro de la plaza, vieron cuerpo de un hombre tirado entre barro y excrementos de caballos. Parecía estar muerto. Marina no entendía nada. ¿Un regalo especial? Se acercó un poco más al pobre infeliz. Su cara, llena de golpes, estaba irreconocible. Apenas respiraba. ¡¡¡Dios!!! Era Roberto. Su amado y añorado Roberto. Se tiró para auxiliarlo. Lo cogió en sus brazos y gritó. Gritó con tanta fuerza que los presentes han sentido su dolor.

   —¿¿¡Por qué!?? ¡¡Roberto, mi amor!! ¿Qué te han hecho estos desgraciados? ¡Que alguien me ayude! ¡Doctor Pérez, por favor, ayúdeme! ¿Por qué se va? —Marina se giró hacia el alcalde—. Fuiste tú, desgraciado. No te era suficiente conmigo y tuviste que mandar que lo maten.  Maldito…

   Don Pedro gozaba con aquella escena. Nada le complacía más que ver a la gente destruida, arrodillada y sucumbida a su poder.

   La muchacha abrazaba a su amante y lo mecía como a un bebé. Pedía ayuda. Suplicaba. La madre de Roberto intentó pegar al demonio que hizo aquello con su único hijo. Un golpe fuerte con la culata de pistola, la dejo tirada al lado del moribundo. Decenas de vecinos solo observaban. Callados.

   El río de lágrimas de Marina lavó la cara del muchacho. Por un momento él abrió los ojos y la reconoció. Con una sonrisa en su boca rota se dejó ir…

   —¡¡¡Noooo!!!… ¡¡¡Noooo!!!… ¡¡¡No me dejes!!!… ¡Llévame contigo, mi amor! —Sus gemidos llenos de dolor retumbaron en los corazones cobardes de los presentes.

   El alcalde, cansado de tanto alboroto, agarró a su joven esposa. Ya era suficiente de tanto espectáculo. Marina se revolvió y le escupió la cara y le clavó las uñas. El hombre no lo esperaba y la soltó. Ella recogió su vestido y echo a correr hasta la iglesia. Sabía dónde estaba la escalera del campanario. La subió volando. Oía que la seguían, pero no le importó.

   Cuando llego arriba de la torre, vio a sus padres que lloraban y gritaban desconsolados, y a decenas de ojos mirando arriba. Los cuerpos de Roberto y de su madre seguían ahí. Y antes de arrojarse al vacío gritó una maldición:

   —¡Malditos seáis todos vosotros y vuestra sangre! ¡Jamás saldréis de aquí, ni vuestros hijos, ni vuestros nietos! Todos seréis los invitados eternos en nuestra boda.

   Al año siguiente, treinta y uno de octubre, cuando el último rayo de sol se había apagado, en la plaza de Río Blanco, apareció una pareja de novios. Eran Marina y Roberto. Ella, bella y con su blanco vestido manchado de sangre. Y él, con la cara destrozada y ropa hecha jirones. Caminaban, cogidos de la mano y a cada persona que encontraban por la calle, la invitaba a su boda. Los vecinos huían despavoridos y al día siguiente no despertaban. Y así, año tras año, habitantes de Río Blanco y viajeros, engrosaban las filas de los invitados. En diez otoños, ya era una multitud de los no vivos que inundaba las calles, bailando y festejando las nupcias eternas de la hija del panadero y del hijo de la viuda.

   La gente aterrorizada intentaba huir de la ciudad. Pero llegaba solo hasta la última finca. Es como si una fuerza invisible les estropeaba las carretas, rompía las piernas o volvía locos a los caballos; dejaba los coches muertos y ocasionaba un tremendo malestar en las personas. El visitante que se quedaba en Río Blanco más de tres días no volvía a salir.

   Ni brujos, ni exorcistas, ni especialistas en lo paranormal, ni científicos podían dar una explicación razonable a aquello. Intentaron poner la sal en las tumbas de los desdichados novios; hacer misas en su memoria.  Nada de nada. La fuerza de aquella maldición había sido tan fuerte como el amor más puro.

 

   Ahora, querido lector, te tengo que dejar. Mira la hora qué es y todavía me faltan ventanas por cerrar y puertas por trancar. No tengo ninguna gana de bailar eternamente en la boda de los novios errantes.





                                                                                                     22/11/2023, Gijón

13 de mayo de 2023

Me voy...

    Me estoy muriendo o, por lo menos, es lo que oigo alrededor. Gente susurrando, el sonido del agua, el pitido molesto...Y el frío, mucho frío. Lo siento apoderándose de mi cuerpo.
   Estaba pescando. O esta era mi intención. Vine muy pronto. Dejé a mi esposa durmiendo. Tan bella después de tantos años. Le di un beso. Por fin pude cumplir mi deseo: ir a pescar. Para un pensionista recién estrenado es algo incondicional. Estar tranquilo, sin prisas, solo con la naturaleza. La unión con lo divino. Suena cursi, lo sé. Creo que he cogido un par de buenas truchas.
    Después, un fuerte dolor en el pecho...
    Mi cerebro casi sin oxígeno me dice que me voy. Me siento tranquilo... El agua está llevando mis recuerdos como los pétalos de flores...





                                                                                                                           09/05/2023, Gijón


29 de agosto de 2023

La reunión del banco


   —Mira, Manolo, ¿esa no es la hija de una que era tu vecina? La mujer del que trabajó contigo en la Factoría. 
   Sí, esa es. ¡Cómo pasa el tiempo!
   —¿Pero la Maruja no ha muerto también? Que Señor la acoja en su seno…
   —Noooo. Esa era Isabel.
  —Paco. ¿Cómo se llamaba la mujer aquella? La mujer del camionero que nos traía el carbón a la fábrica.
  —¿Qué camionero? Ah, el fulano aquel, que un día, al dar la marcha atrás, aplastó el nuevo Mercedes del consejero de Industria. ¿Ese?
   —Sí, sí. ¡La que se armó! El paisano estuvo preso. ¿No estaba borracho como una cuba? Su mujer había parido y él lo celebró como dos días seguidos. ¡Qué tiempos aquellos!
   —Pues murió…
   —¿Quién?
   —El consejero. ¿Quién si no?
   —No lo sabía.
   —Ni yo. ¿De qué murió?
   —Dicen que de un infarto. Parece que cuando estaba con la querida, lo vio su mujer. En un restaurante de esos, de gente pija. Se armó la marimorena. Volaban las copas y botellas. Vino la Guardia Civil y todo. Parece que el consejero, la mujer y la querida durmieron en el calabozo. En la Comandancia. Al día siguiente, el pobre, murió. Vaya mala suerte que tuvo. No era un mal consejero. No como esos de ahora. Vienen más verdes que la yerba; sin experiencia, solo saben mandar.
  —Siii. Ahora todo son esas cosas modernas de los internetes. No quitan los ojos de los chismes. Parecen los caballos, aquellos con anteojeras.
   —Pues ha vendido el piso y el bajo, me parece. Y por un buen pellizco.
   —¿Quién?
   —La viuda del camionero. ¿Juan, sabes cómo se llamaba?
   —Maruja.
  —Sí, sí, esa. Pues se marchó del barrio. Ahora vive por el Centro y me dijo la mujer del pescadero que por las tardes sale a tomar un chocolate con churros al sitio ese. Uno grande. Al lado de un teatro de esos famosos. Lo tengo en la punta de la lengua. Bah. Ya me acordaré.
   —¿A qué estamos hoy?
   —Déjame mirar el teléfono. Buena cosa es esa. Te dice el tiempo, calendario y hasta las mareas. Qué pena que en nuestros tiempos no los había. Me lo regaló mi nieto para el cumpleaños. Me dijo que tenía que ser más moderno. Hoy es veintitrés de agosto. Miércoles. El viernes ya se puede cobrar la pensión.
   —Cada vez, peor. Ya ni por la ventanilla puedes cobrar.
   —Sí. No nos respetan, a los viejos.
   —Habrá que levantar el ala. Va a ser la una y media. Mi mujer se cabrea si no vengo a la hora. Dice que soy un egoísta y no valoro su trabajo.
   —Yo voy a por el menú. El mesero me lo tendrá ya preparado. ¿Vienes, Juan? Hoy tienen fabas pintas con chorizo.
   —¡Vaya, qué pena más grande! Miren esa esquela. ¿Quién será? Es que por el nombre no me doy cuenta.
   —Ni yo. Con ochenta años. Qué joven.
   —Que sí, sabéis quién es. Es el aquel paisano que…




23/08/2023, Gijón


25 de abril de 2024

Un trabajo perfecto

 Un trabajo perfecto

 

 

Decía mi padre, que en paz descanse: “En todo lo que hagas, intenta ser el mejor. Un trabajo bien hecho requiere las mismas energías que uno desastroso. Y el respeto de la gente será tu tarjeta de visita”.
   He seguido su consejo al pie de la letra toda mi vida.
   Por ejemplo, ahora mismo. Con mucha delicadeza voy echando el producto al agua y con la paleta estoy mezclando los ingredientes. A mano. No me gustan los artilugios, soy un artesano. Lo remuevo todo con constancia y calma. En esto las prisas no son buenas. Por fin la mezcla adquiere una textura suave y ligeramente elástica, con un poco de brillo lacado. Perfecta.
   Con movimientos precisos, desarrollados durante muchos años de mi total dedicación al oficio, voy colocando un ladrillo detrás de otro. Ya no necesito usar el nivel. Mi ojo del buen cubero sabe detectar cualquier defecto. Las filas rectas de ladrillos unidos con mortero van subiendo a buen ritmo. Ya casi he terminado la pared.
   Echo el último vistazo a mi obra. Perfecta. Nada falta, nada sobra.
   Pasarán muchos años, seguro que yo estaré criando malvas, pero alguien descubrirá mi colección de cuerpos emparedados. En fin, es a lo que me dedico…
 



                                                                           25/04/2024, Gijón