El zar caído
“Fui
zar de la carretera…
Hoy
aguardo mi final entre la chatarra.”
Permítanme presentarme: soy Mercedes-Benz M120, aunque se
me conoce como el V12. “Nací” en Affalterbach, un pueblito en el sur de
Alemania. Mis primeros recuerdos son una continua sucesión de destellos: ruido
metálico, golpes, chispas, máquinas con brazos largos, aceite y manos humanas hundidas
en mis entrañas. Lo siguiente que recuerdo es estar en un podio al lado de
otros como yo: elegantes y de líneas perfectas…
Los
flashes de las cámaras de fotos rebotaban en mi superficie negra y lisa como un
espejo. Con cada centímetro de mi carrocería sentía el deseo de poseerme. Ay,
qué ilusos son los humanos. No lo pueden tener todo. Yo elijo a mi conductor…
aunque esa vez el destino me la ha jugado.
Aquel
aciago día me vi rodeado de un grupo de hombres con trajes mal cortados,
zapatos nuevos que aún chirriaban, y miradas voraces, hambrientas de todo.
Olían a vodka y hablaban en una lengua áspera. Venían de un país que acababa de
desmoronarse y con una estúpida creencia de que el mundo les debía algo. Ese
día supe lo que significaba la palabra ruso: hambre, codicia y desprecio
por los semejantes.
Entre
ellos había uno especialmente atento a mis atributos. No dejaba de dar vueltas
a mi alrededor. Me tocaba con delicadeza, como si tuviera miedo de romperme. Sus
ojos de acero, tan parecidos a mis piezas metálicas, cobraron vida. Sin duda
alguna, querría tenerme… Cueste lo que cueste. Me sentí complacido. El ruso pidió
que me arrancaran y acercó su oreja para oír el latido de mi motor. Su rostro
inerte quedó reflejado en mi capó. Un maletín negro pasó de manos. Mi destino quedó sellado al de Igor Ivánovich
Maksimov, un politicucho gris, salido de las cloacas del Kremlin.
Llegamos
a Moscú con mucha pompa. Igor se pavoneaba y sembraba la envidia entre los
suyos. Me conducía con mano firme por la calle Tverskaya, donde los muros rojos
del Kremlin creaban sombras dentadas en el asfalto gris. Al salir del centro, que era un falso escaparate para el mundo, la imagen cambiaba: la nieve sucia tapaba
los traicioneros baches. El humo de fábricas supervivientes de posperestroika
teñía el aire de gris. Los imponentes edificios estatales cedían el paso a las casas
viejas y mal cuidadas. Y los rusos, gente triste y también gris, formaban
interminables colas para comprar el pan. Las luces frías de neón, la señal
luminosa del occidente, alumbraban toda aquella decadencia.
Entre Ladas
y Moskvich destartalados, yo me erigí en el zar de la carretera. Por donde pasaba,
la ciudad entera se inclinaba ante mí. Ni Chaykas, ni Volgas, coches oficiales,
me eclipsaban. Yo, era el primer V12 que los moscovitas contemplaban
boquiabiertos. Pronto descubrí que toda aquella ciudad respiraba violencia y
negocios turbios y yo no era un mero observador. El motor enganchado a la
gasolina rusa, cada derrape, cada giro, cada paso por el arco de la Torre
Spasskaya, llevando a Igor a las reuniones secretas en el Kremlin, me hacían
partícipe de aquella falsa opulencia.
A los
tres meses de mi nueva vida en Moscú he presenciado la caída de mi propietario.
De hecho, cayó desde una de las ventanas del Ministerio de Transporte: sus
sesos quedaron pegados en mi parabrisas.
El cambio
radical de mi vida llegó con Vasil Kondratov, apodado Dolgorukiy (Mano Larga).
Con él me sumergí en el mundo oculto de Bratva, la mafia rusa. Yo era su
orgullo y estatus. Él era el más rudo entre los rudos. Más bestia entre los
salvajes con trajes de cachemir. Su abrigo de lobo acariciaba mi tapicería. Muy
pronto me acostumbré al peso de sus armas en mi guantera. Sus manos fuertes y con
cicatrices, agarraban el volante de cuero y mi metal rugía y corría por las
calles, dejando los coches de la competencia o de la policía rezagados como viejas
tartanas. Las balas silbaban a mi alrededor y ninguna osaba rozarme. En mis
asientos han sucumbido las mujeres más bellas… Y lloraron los hombres débiles… Sin
embargo, el fatalismo empujaba a los rusos a vivir rápido y sin miedo a morir. ¡Qué
tiempos aquellos!
Y toda
esa existencia acabó con un relámpago de disparos, carrera, más disparos, un
choque y seis vueltas de campana. Todavía huelo el humo mezclado con sangre y
aceite… Vasil con el cuerpo dentro del parabrisas y su abrigo, teñido de rojo, goteaba
sangre. Su nueva novia, la que antes era la novia de su competidor, con la cara
incrustada de cristales… Fuego… y una explosión.
Poca cosa
ha quedado de mí, después de que me cortaran para sacar los cuerpos. Los ecos
de aquella explosión aún resuenan entre mis restos y olor a gasolina, me
recuerda lo efímero de la gloria. Ahora, dos años después, yo, el legendario y
magnífico V12 que ha tenido una vida corta, pero apasionante, estoy en un
desguace a la espera de convertirme en un cubo de metal retorcido. Sonrío por dentro. Así es la vida… Ojalá fuera
un coche normal, como aquellos, familiares; con los asientos llenos de dedos
azucarados y de pelos de un perro, haciendo viajes bajo el sol con risas y
canciones. Pero mi destino era otro. Y aquí estoy, recordando y esperando mi
final…
¿O no?