26 de agosto de 2025

Las divagaciones de una escritora sin libro

 Las divagaciones de una escritora sin libro



¿Qué por qué escribo?
¿Qué es la escritura para mí?
 
   Son las preguntas que me hago, mientras me siento a llenar una hoja en blanco con los recuerdos distorsionados o, al revés, recuperados por la memoria; con las ideas locas y los hechos, a la primera vista imposibles, pero superados por la realidad.
   Empecé a escribir hace poco, hará unos tres años, y en el idioma que no es mío. Entré en una etapa de mi vida que exigía buscar un equilibrio mental entre cuidar de un familiar con el deterioro cognitivo y no perder la cabeza en el proceso. Desde entonces, la escritura es un puerto seguro en tierra firme, donde se refugia mi mente cansada. Yo escribo no solo para contar las historias, sino para quedarme un ratito en un lugar, donde todo encaja, aunque sea trágico y oscuro.
    El hecho de escribir me permite controlar lo incontrolable. En la vida real no puedes decidir cuándo empiece una tempestad, pero en una página la puedes invocar o aplacarla; puedes crear y destruir; amar a través de los personajes; luchar y salir victorioso de mil y una batallas y dejar que el mal triunfe…
  Soy la técnica de mi propio laboratorio y puedo experimentar con todo lo que me fascina o inquieta. Mezclo mi imaginación con las vivencias, pruebo cosas que en la vida real jamás haría… Y si me equivoco (lo que pasa más a menudo de lo que me gustaría), nadie sufrirá las consecuencias. Muchas páginas tachonadas y rotas acabarán en la papelera, pero yo seguiré probando, probando y fallando para volver a empezar…
   Escribir es reflexionar y dar mil vueltas en la cabeza a esa idea que te persigue y no te deja dormir. Y cuando, por fin, la agarras, te das cuenta de que tienes que hacer cambios, ya que ni todo es blanco, ni todo es negro. Hay una amplia gama de tonalidades que permiten dibujar un cuadro más realista, más profundo. No deja de ser cierto, que los que escribimos, estamos jugando a ser Dios, aunque sobre un puñado de páginas y con el riesgo de borrar los párrafos enteros. O borrarlo todo…
    Cuesta aceptarlo, pero los escritores somos ladrones. Así de sencillo. Para inspirarnos, no nos va en prenda robar gestos, miradas, palabras sueltas, experiencias ajenas, comentarios leídos en las redes, desgracias y alegrías… Una simple fotografía ajada, en blanco y negro, o un anuncio en el periódico local nos arrastra en una vorágine de ideas que se agolpan por salir y ocupar las hojas blancas… Así, cada palabra escrita se encadena a la otra y otra, creando historias no contadas. Y entre las líneas dejamos una huella invisible de nosotros mismos…
  Los personajes, como los reflejos distorsionados, tienen impresos los rasgos del carácter de un escritor. Es imposible disociarse del todo. Nuestra manera de hablar, de pensar, las emociones y las vivencias se reflejan en los protagonistas, sean héroes o villanos, o en la voz del narrador. Todos tenemos esta parte oscura de nuestro ser que ocultamos y, sin embargo, al escribir, encontramos la libertad para plasmar e imprimir nuestra oscuridad en un villano para después destruirlo.
      Suena liberador, ¿verdad? Pero no. Todo tiene su precio. En cada hoja, el escritor se desnuda ante sus lectores; remueve las emociones intensas —propias y ajenas— y las vuelve a vivir para plasmarlas. El anonimato interior se pierde y dejamos expuestas las partes de nosotros mismos, aunque estén disfrazadas.
       Al escribir, vivimos más en los mundos imaginarios que en el real. Es un lujo poder evadirse por un momento. También es una trampa. En nuestros mundos podemos ajustar la luz, el clima y las palabras. Hasta los silencios dicen algo. Las tramas tienen sentido y cada giro, un propósito. Hay lógica. En la vida real, el mundo es más áspero, plano, incoherente, feo… Y aparece la grieta: una parte de nosotros quiere quedar ahí, escribiendo sin fin, y la otra sabe que hay que volver aquí, a la realidad, donde late la materia prima.
   ¿Podría dejar de escribir? Podría… Total, nunca seré una gran escritora… Sin embargo, siento que tengo que hacerlo.
    La escritura no es solo un pasatiempo para mí. Es un lugar al que vuelvo como una agente secreta, como un despiadado asesino, como un espíritu, como la capitana del barco o como un náufrago que busca la salvación. Aunque este maravilloso lugar me quita el sueño, me hace mirar en el vacío, darle vueltas y vueltas a la cabeza. También es donde yo soy yo; es donde mi voz suena auténtica.
   Las historias que cuento son la forma en la que proceso el mundo que me rodea. No es solo que me gusta narrar, es que todo lo que vivo, veo e imagino lo paso por el filtro narrativo de mi cabeza. Si intentara dejar de escribir, lo seguiría haciendo mentalmente, sin papel. Y esto sería como dejar de respirar y seguir caminando. No duraría mucho y volvería a garabatear las hojas con las ideas locas y sin sentido, pero que son las semillas de las historias que esperan por ser contadas. Además, para mí escribir es un acto de memoria y resistencia. Quiero dejar una huella y constancia de algo, aunque sea inventado, para que no perezca en el tiempo. 
         
 
       Escribo para dar vida a mi imaginación…
 



                                                                                                             15/08/2025, Gijón                                                                         © La Pluma del Este


18 de agosto de 2025

Los pucheros de la memoria

 Los pucheros de la memoria




En cualquier época del año, la cocina de mi Babushka rebozaba de colores.
     En invierno, cuando mirabas por una ventana, solo veías un manto blanco infinito que, más allá, cerca del horizonte, se tornaba gris. Sin embargo, si mirabas por la otra, esta pureza se rompía con cientos de esqueletos de los árboles del bosque cercano, que dormían con un sueño agitado. De vez en cuando las ramas, cargadas de pesada escarcha, se rompían y, si afinabas bien el oído, podías oír sus quejidos de dolor. Aquel mundo de blanco y negro era un fondo perfecto para el espectáculo de color que se daba en la cocina de Babushka.
      Las mazorcas amarillas de maíz seco, amontonadas en un cesto del mimbre blanqueado, esperaban a punto de ser desgranadas por nosotros, un grupo de primos de todas las edades. Entre bromas y carcajadas, las semillas doradas llenaban el otro cesto, más pequeño, destinado a las gallinas. Y Babushka, meneando la cabeza, se afanaba pelando una enorme calabaza rayada. Los suculentos trozos de un naranja intenso poco a poco colmaban una gran olla de hierro fundido. Luego, Babushka la rellenaba con la leche del día, añadiéndole arroz, azúcar, mantequilla y una pizca de sal y palitos de canela. La olla, ya tapada, iba directamente al horno. Y en poco tiempo, el aroma envolvente se expandía por todos los rincones de la casa; azucarado, sabroso y lleno de recuerdos. 
     Nuestro trabajo y la preparación del puchero de calabaza dulce se terminaban a la par. Recuerdo las caras felices alrededor de una amplia mesa, cubierta por un mantel floral y con los platos blancos esmaltados, repletos de trozos humeantes de calabaza, salpicados de perlitas de arroz. Y, cómo no, una hogaza de pan casero, con la corteza dorada y crujiente, coronando el festín…
       Y cuando llegaba, Velykodeñ, el Día Grande de la Pascua ortodoxa, el arcoíris se instalaba no solo en la cocina, sino también en el comedor y en las habitaciones; en todas las mesas disponibles para exponer las coloridas pascuas, los huevos pintados y los Pyrogý, rellenos de requesón, semillas de amapola, mermelada casera…
    Mientras cierro los ojos, puedo sentir la brisa que está jugando con las miríadas de pétalos de manzanos y cerezos, y sus ramas, apenas vestidas de diminutas hojas esmeralda. Veo el sol irrumpiendo por las ventanas de la cocina, abiertas de par en par, y a Babushka y sus hijas, mis tías y mi madre, con manos y delantales manchados de harina…
      No era fácil amasar a mano, así que lo hacíamos por turnos. Dejábamos a reposar aquella gigantesca masa hecha de kilos y kilos de harina, de decenas de huevos de gallina y oca, con las yemas de un amarillo intenso; levadura fresca, mantequilla y azúcar. La masa crecía y la volvíamos a amasar. Y todo el trabajo, se acompañaba de alegría, canciones y risas, chistes y recuerdos… Una de mis tías había “asaltado” el escondite de mi abuelo y nos trajo una garrafa de cristal llena de nalyvka, el vino casero, fresco y dulce, hecho de frutas. Era la receta especial del abuelo.
     Y, por fin, llegaba el momento de repartir la suave y elástica masa, de un color blanco y ligeramente amarillo. Nos untábamos las manos en el aceite y las hundíamos con mucha delicadeza. Trozo a trozo, la masa palpitante se adaptaba a los moldes y esperaba a ser pintada con las yemas de huevo de ganso. Después de reposar los moldes, Babushka con el sumo cuidado los metía en el horno. Y el carbón pálido, moteado de un rojo incandescente, los envolvía en un caluroso abrazo.
    Poco a poco, surgían los aromas… Un sinfín de ellos. Embriagadores, de estos que te alimentan el alma, que te hacen sentir como un niño. Así huele el recuerdo de amor. Ese amor de infancia, de lo bueno, de la familia…
     Las pascuas, con las cortezas, doradas y brillantes, que sobresalían de los moldes, se sacaban del horno y Babushka las ponía en filas para enfriar. Pasadas unas horas, empezaba la fiesta de color. Cada pascua, con mucho cuidado, se decoraba con la pasta de azúcar, bolitas de chocolate, arena comestible de distintos colores, flores de oblea, figuritas de gominolas y más… Y todos participábamos en ello. Con más o menos éxito…  Con la decoración hecha, las pascuas se colocaban en bandejas a la espera de ser bendecidas… Ahora tocaba el turno a las decenas de huevos cocidos. Solo de recordarlo, me río… ¡Cómo nos poníamos de coloridos! Del mismo color que los huevos pintados: rojos, verdes, amarillos, naranjas, azules, violetas… Los adultos nos reñían, pero, a pesar de todo, aquello era la felicidad pura…
    Ya en pleno verano empezaba la preparación de mermelada. Los cestos de mimbre estaban rebozando de fresas, frambuesas, cerezas, grosellas negras y rojas… Aquella explosión de los rojos de distintas tonalidades se mezclaba con el blanco de azúcar. La cocina se convertía en un laboratorio mágico y Babushka, armada con la cuchara de palo, era la maga creadora. Las ollas llenas hervían, y la espuma de un rosa intenso subía sin parar, y yo, mi hermano y algunos de los primos, con cucharones en mano, la recogíamos en platos de porcelana blanca. El contraste era espectacular. Al enfriar, la espuma desaparecía y solo quedaba el jugo dulce y espeso de frutas. Cada uno de nosotros, con un pedazo de pan y una gran taza de leche bien fría, dejábamos los platos limpísimos y quedábamos a la espera de la siguiente recogida de espuma…
    En otoño llegaban las manzanas de colores, la remolacha, las patatas, las vainas de frijoles, los girasoles con pipas apretadas en dibujos geométricos perfectos… Y mi Babushka como si fuera una reina de aquel mundo que ya no existe.
    ¿Por qué, cuando recordamos nuestra infancia, los recuerdos nos llevan irremediablemente a la cocina de nuestras madres y abuelas? ¿Por qué los recuerdos más vívidos se asocian con la comida y las reuniones alrededor de una mesa? ¿Por qué somos capaces de cerrar los ojos y percibir el aroma de nuestros recuerdos? ¿No será que la cocina es el corazón palpitante de una casa? ¿O un taller donde los recuerdos se guardan en los frascos? Pienso que para describir lo que siente cada uno al respecto, sobran las metáforas. Para mí, la cocina es una única palabra, FAMILIA.






                                                                                      16/08/2025, Gijón
© La Pluma del Este



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Nota de autor: BABUSHKA- abuela en ruso