18 de agosto de 2025

Los pucheros de la memoria

 Los pucheros de la memoria




En cualquier época del año, la cocina de mi Babushka rebozaba de colores.
     En invierno, cuando mirabas por una ventana, solo veías un manto blanco infinito que, más allá, cerca del horizonte, se tornaba gris. Sin embargo, si mirabas por la otra, esta pureza se rompía con cientos de esqueletos de los árboles del bosque cercano, que dormían con un sueño agitado. De vez en cuando las ramas, cargadas de pesada escarcha, se rompían y, si afinabas bien el oído, podías oír sus quejidos de dolor. Aquel mundo de blanco y negro era un fondo perfecto para el espectáculo de color que se daba en la cocina de Babushka.
      Las mazorcas amarillas de maíz seco, amontonadas en un cesto del mimbre blanqueado, esperaban a punto de ser desgranadas por nosotros, un grupo de primos de todas las edades. Entre bromas y carcajadas, las semillas doradas llenaban el otro cesto, más pequeño, destinado a las gallinas. Y Babushka, meneando la cabeza, se afanaba pelando una enorme calabaza rayada. Los suculentos trozos de un naranja intenso poco a poco colmaban una gran olla de hierro fundido. Luego, Babushka la rellenaba con la leche del día, añadiéndole arroz, azúcar, mantequilla y una pizca de sal y palitos de canela. La olla, ya tapada, iba directamente al horno. Y en poco tiempo, el aroma envolvente se expandía por todos los rincones de la casa; azucarado, sabroso y lleno de recuerdos. 
     Nuestro trabajo y la preparación del puchero de calabaza dulce se terminaban a la par. Recuerdo las caras felices alrededor de una amplia mesa, cubierta por un mantel floral y con los platos blancos esmaltados, repletos de trozos humeantes de calabaza, salpicados de perlitas de arroz. Y, cómo no, una hogaza de pan casero, con la corteza dorada y crujiente, coronando el festín…
       Y cuando llegaba, Velykodeñ, el Día Grande de la Pascua ortodoxa, el arcoíris se instalaba no solo en la cocina, sino también en el comedor y en las habitaciones; en todas las mesas disponibles para exponer las coloridas pascuas, los huevos pintados y los Pyrogý, rellenos de requesón, semillas de amapola, mermelada casera…
    Mientras cierro los ojos, puedo sentir la brisa que está jugando con las miríadas de pétalos de manzanos y cerezos, y sus ramas, apenas vestidas de diminutas hojas esmeralda. Veo el sol irrumpiendo por las ventanas de la cocina, abiertas de par en par, y a Babushka y sus hijas, mis tías y mi madre, con manos y delantales manchados de harina…
      No era fácil amasar a mano, así que lo hacíamos por turnos. Dejábamos a reposar aquella gigantesca masa hecha de kilos y kilos de harina, de decenas de huevos de gallina y oca, con las yemas de un amarillo intenso; levadura fresca, mantequilla y azúcar. La masa crecía y la volvíamos a amasar. Y todo el trabajo, se acompañaba de alegría, canciones y risas, chistes y recuerdos… Una de mis tías había “asaltado” el escondite de mi abuelo y nos trajo una garrafa de cristal llena de nalyvka, el vino casero, fresco y dulce, hecho de frutas. Era la receta especial del abuelo.
     Y, por fin, llegaba el momento de repartir la suave y elástica masa, de un color blanco y ligeramente amarillo. Nos untábamos las manos en el aceite y las hundíamos con mucha delicadeza. Trozo a trozo, la masa palpitante se adaptaba a los moldes y esperaba a ser pintada con las yemas de huevo de ganso. Después de reposar los moldes, Babushka con el sumo cuidado los metía en el horno. Y el carbón pálido, moteado de un rojo incandescente, los envolvía en un caluroso abrazo.
    Poco a poco, surgían los aromas… Un sinfín de ellos. Embriagadores, de estos que te alimentan el alma, que te hacen sentir como un niño. Así huele el recuerdo de amor. Ese amor de infancia, de lo bueno, de la familia…
     Las pascuas, con las cortezas, doradas y brillantes, que sobresalían de los moldes, se sacaban del horno y Babushka las ponía en filas para enfriar. Pasadas unas horas, empezaba la fiesta de color. Cada pascua, con mucho cuidado, se decoraba con la pasta de azúcar, bolitas de chocolate, arena comestible de distintos colores, flores de oblea, figuritas de gominolas y más… Y todos participábamos en ello. Con más o menos éxito…  Con la decoración hecha, las pascuas se colocaban en bandejas a la espera de ser bendecidas… Ahora tocaba el turno a las decenas de huevos cocidos. Solo de recordarlo, me río… ¡Cómo nos poníamos de coloridos! Del mismo color que los huevos pintados: rojos, verdes, amarillos, naranjas, azules, violetas… Los adultos nos reñían, pero, a pesar de todo, aquello era la felicidad pura…
    Ya en pleno verano empezaba la preparación de mermelada. Los cestos de mimbre estaban rebozando de fresas, frambuesas, cerezas, grosellas negras y rojas… Aquella explosión de los rojos de distintas tonalidades se mezclaba con el blanco de azúcar. La cocina se convertía en un laboratorio mágico y Babushka, armada con la cuchara de palo, era la maga creadora. Las ollas llenas hervían, y la espuma de un rosa intenso subía sin parar, y yo, mi hermano y algunos de los primos, con cucharones en mano, la recogíamos en platos de porcelana blanca. El contraste era espectacular. Al enfriar, la espuma desaparecía y solo quedaba el jugo dulce y espeso de frutas. Cada uno de nosotros, con un pedazo de pan y una gran taza de leche bien fría, dejábamos los platos limpísimos y quedábamos a la espera de la siguiente recogida de espuma…
    En otoño llegaban las manzanas de colores, la remolacha, las patatas, las vainas de frijoles, los girasoles con pipas apretadas en dibujos geométricos perfectos… Y mi Babushka como si fuera una reina de aquel mundo que ya no existe.
    ¿Por qué, cuando recordamos nuestra infancia, los recuerdos nos llevan irremediablemente a la cocina de nuestras madres y abuelas? ¿Por qué los recuerdos más vívidos se asocian con la comida y las reuniones alrededor de una mesa? ¿Por qué somos capaces de cerrar los ojos y percibir el aroma de nuestros recuerdos? ¿No será que la cocina es el corazón palpitante de una casa? ¿O un taller donde los recuerdos se guardan en los frascos? Pienso que para describir lo que siente cada uno al respecto, sobran las metáforas. Para mí, la cocina es una única palabra, FAMILIA.






                                                                                      16/08/2025, Gijón
© La Pluma del Este



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Nota de autor: BABUSHKA- abuela en ruso