Los pucheros de la memoria
En cualquier época del año, la cocina de mi Babushka
rebozaba de colores.
En
invierno, cuando mirabas por una ventana, solo veías un manto blanco infinito que,
más allá, cerca del horizonte, se tornaba gris. Sin embargo, si mirabas por la
otra, esta pureza se rompía con cientos de esqueletos de los árboles del bosque
cercano, que dormían con un sueño agitado. De vez en cuando las ramas, cargadas
de pesada escarcha, se rompían y, si afinabas bien el oído, podías oír sus
quejidos de dolor. Aquel mundo de blanco y negro era un fondo perfecto para el
espectáculo de color que se daba en la cocina de Babushka.
Las
mazorcas amarillas de maíz seco, amontonadas en un cesto del
mimbre blanqueado, esperaban a punto de ser desgranadas por nosotros, un grupo
de primos de todas las edades. Entre bromas y carcajadas, las semillas doradas
llenaban el otro cesto, más pequeño, destinado a las gallinas. Y Babushka, meneando
la cabeza, se afanaba pelando una enorme calabaza rayada. Los suculentos trozos
de un naranja intenso poco a poco colmaban una gran olla de hierro fundido. Luego,
Babushka la rellenaba con la leche del día, añadiéndole arroz, azúcar,
mantequilla y una pizca de sal y palitos de canela. La olla, ya tapada, iba
directamente al horno. Y en poco tiempo, el aroma envolvente se expandía por
todos los rincones de la casa; azucarado, sabroso y lleno de recuerdos.
Nuestro
trabajo y la preparación del puchero de calabaza dulce se terminaban a la par.
Recuerdo las caras felices alrededor de una amplia mesa, cubierta por un mantel
floral y con los platos blancos esmaltados, repletos de trozos humeantes de
calabaza, salpicados de perlitas de arroz. Y, cómo no, una hogaza de pan
casero, con la corteza dorada y crujiente, coronando el festín…
Y cuando
llegaba, Velykodeñ, el Día Grande de la Pascua ortodoxa, el arcoíris se
instalaba no solo en la cocina, sino también en el comedor y en las
habitaciones; en todas las mesas disponibles para exponer las coloridas pascuas,
los huevos pintados y los Pyrogý, rellenos de requesón, semillas de amapola, mermelada
casera…
Mientras cierro
los ojos, puedo sentir la brisa que está jugando con las miríadas de pétalos de
manzanos y cerezos, y sus ramas, apenas vestidas de diminutas hojas esmeralda. Veo
el sol irrumpiendo por las ventanas de la cocina, abiertas de par en par, y a Babushka
y sus hijas, mis tías y mi madre, con manos y delantales manchados de harina…
No era
fácil amasar a mano, así que lo hacíamos por turnos. Dejábamos a reposar aquella
gigantesca masa hecha de kilos y kilos de harina, de decenas de huevos de
gallina y oca, con las yemas de un amarillo intenso; levadura fresca,
mantequilla y azúcar. La masa crecía y la volvíamos a amasar. Y todo el
trabajo, se acompañaba de alegría, canciones y risas, chistes y recuerdos… Una
de mis tías había “asaltado” el escondite de mi abuelo y nos trajo una garrafa
de cristal llena de nalyvka, el vino casero, fresco y dulce, hecho de frutas.
Era la receta especial del abuelo.
Y, por
fin, llegaba el momento de repartir la suave y elástica masa, de un color
blanco y ligeramente amarillo. Nos untábamos las manos en el aceite y las
hundíamos con mucha delicadeza. Trozo a trozo, la masa palpitante se adaptaba a
los moldes y esperaba a ser pintada con las yemas de huevo de ganso. Después de
reposar los moldes, Babushka con el sumo cuidado los metía en el horno. Y el
carbón pálido, moteado de un rojo incandescente, los envolvía en un caluroso
abrazo.
Poco a
poco, surgían los aromas… Un sinfín de ellos. Embriagadores, de estos que te
alimentan el alma, que te hacen sentir como un niño. Así huele el recuerdo de
amor. Ese amor de infancia, de lo bueno, de la familia…
Las
pascuas, con las cortezas, doradas y brillantes, que sobresalían de los moldes,
se sacaban del horno y Babushka las ponía en filas para enfriar. Pasadas unas
horas, empezaba la fiesta de color. Cada pascua, con mucho cuidado, se decoraba
con la pasta de azúcar, bolitas de chocolate, arena comestible de distintos colores,
flores de oblea, figuritas de gominolas y más… Y todos participábamos en ello.
Con más o menos éxito… Con la decoración
hecha, las pascuas se colocaban en bandejas a la espera de ser bendecidas…
Ahora tocaba el turno a las decenas de huevos cocidos. Solo de recordarlo, me río…
¡Cómo nos poníamos de coloridos! Del mismo color que los huevos pintados:
rojos, verdes, amarillos, naranjas, azules, violetas… Los adultos nos reñían,
pero, a pesar de todo, aquello era la felicidad pura…
Ya en
pleno verano empezaba la preparación de mermelada. Los cestos de mimbre estaban
rebozando de fresas, frambuesas, cerezas, grosellas negras y rojas… Aquella
explosión de los rojos de distintas tonalidades se mezclaba con el blanco de
azúcar. La cocina se convertía en un laboratorio mágico y Babushka, armada con
la cuchara de palo, era la maga creadora. Las ollas llenas hervían, y la espuma
de un rosa intenso subía sin parar, y yo, mi hermano y algunos de los primos,
con cucharones en mano, la recogíamos en platos de porcelana blanca. El
contraste era espectacular. Al enfriar, la espuma desaparecía y solo quedaba el
jugo dulce y espeso de frutas. Cada uno de nosotros, con un pedazo de pan y una
gran taza de leche bien fría, dejábamos los platos limpísimos y quedábamos a la
espera de la siguiente recogida de espuma…
En otoño
llegaban las manzanas de colores, la remolacha, las patatas, las vainas de
frijoles, los girasoles con pipas apretadas en dibujos geométricos perfectos… Y
mi Babushka como si fuera una reina de aquel mundo que ya no existe.
¿Por qué,
cuando recordamos nuestra infancia, los recuerdos nos llevan irremediablemente
a la cocina de nuestras madres y abuelas? ¿Por qué los recuerdos más vívidos se
asocian con la comida y las reuniones alrededor de una mesa? ¿Por qué somos
capaces de cerrar los ojos y percibir el aroma de nuestros recuerdos? ¿No será
que la cocina es el corazón palpitante de una casa? ¿O un taller donde los
recuerdos se guardan en los frascos? Pienso que para describir lo que siente
cada uno al respecto, sobran las metáforas. Para mí, la cocina es una única
palabra, FAMILIA.
16/08/2025, Gijón
© La Pluma del Este
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Nota de autor: BABUSHKA- abuela en ruso