Don Alejandro
(Serie «El amor en el ocaso»)
Ya se han ido todos.
Él decidió
quedarse. No quería dejarla sola, así no. Se sentía culpable por no cuidarla
mejor, por no encontrar los mejores médicos, mejores tratamientos… Cualquier cosa que la salvara. Juntos han perdido la guerra y ella era la víctima.
Se fue tan
joven, tan llena de vitalidad, con tantas cosas por hacer. Maldita sea esta
porquería de vida: los buenos se mueren demasiado pronto y los malnacidos,
pisan la tierra hasta una vejez inmerecida. ¿Qué será de él? ¿Cómo estarán sus
hijos? Sí. Ya son adultos y lo comprenden. Pero él se siente menos hombre por
no proteger a su amor, a su mujer del puto cáncer. Quiere maldecir, pelearse
con alguien y con todos. Destrozar este
negro obelisco dónde está ella…
—Papá, ven a
casa. Ya anochece. Llevas aquí casi cinco horas. Vente conmigo, —su hijo mayor,
Julio, le echó una chaqueta por encima y lo abrazó—. Miguel y Natalia están en
casa esperándote para cenar. Llevas días sin comer en condiciones. Javi se
durmió, pobre. Te esperaba para que le leas un cuento. Ven, por favor.
Con el cuerpo
entumecido le costó caminar hasta el coche: «Así será mi vida —se
estremeció—. Paso a paso hasta que la de
la guadaña me lleve con mi esposa» …
Quince años
de aquello y la puñetera muerte lo sigue esquivando.
Los hijos ya
peinan canas. Su nieto, Javier, en la universidad. Y él, sigue viviendo sin
vivir y a punto de jubilarse. Las veces que soñó con Victoria, su mujer, esta
le pedía que deje de culparse a sí mismo; que viva, que sea feliz, que piense
en sus hijos y nietos. Pero la culpa seguía corroyéndolo por dentro. Sin
embargo, también reconocía que tenía que cambiar y hacer un esfuerzo para que
su vida no sea una mera existencia.
El internet
no era algo nuevo para él. De hecho, le encantaba.
Al mes desde
su jubilación se puso a mirar las motos. Puede ser descabellado para un hombre
de sesenta y pico que nunca montó en una motocicleta. Las “famosas” crisis de
los cuarenta y cincuenta las pasó cuidando de su mujer y criando a los hijos,
así que no ha podido permitirse este lujo.
Después de
mirar decenas de páginas encontró una Harley de segunda mano a buen precio.
Necesitaba algo de restauración y cariño para que volviera a ser una moto de
ensueño. Su nieto mayor estaba encantado. Los hijos y las nueras le llamaron un
“viejo insensato”. Y que “estaba loco
para montar una moto con casi setenta años”. «Bah. No hay quien los entienda —
pensaba —. Se quejan por todo. O no vivo o me arriesgo demasiado».
Un año de
trabajos con la moto en compañía de Javi, hizo que su alma
rejuvenezca. En vez de un nieto, tenía a un amigo joven que lo mantenía al
tanto de las novedades en este mundo tan loco e inmediato. Iba al gimnasio,
empezó a correr, se apuntó a las clases de cocina. Y, madre mía, ahí estaba
rodeado de mujeres. Poco a poco dejo de sentirse culpable y hasta lo divertía
aquello.
Cuando
visitaba la tumba de su esposa, le contaba sus aventuras, aunque sin tener
todavía el valor suficiente para dar un paso a algo más serio. Casi veinte años
después de su muerte, seguía oliendo su inolvidable perfume.
En las clases
conoció a varias mujeres que ahora eran sus amigas. Llegó a valorar tanto su amistad que no
quería estropearla con una relación más personal. Ha sido Javier quien le aconsejó a apuntarse
a una página de citas.
Aquel mundo
le pareció una jungla. Bueno, quizás exagerara un poco. Las fotos de muchos
perfiles no tenían nada que ver con la realidad. Don Alejandro no entendía
tanta impostura: «¿Si ya somos viejos, para qué mentir?»
Ha quedado
con mujeres. Algunas interesantes y con una conversación amena. Otras, tímidas y muy pendientes de sus hijos
y nietos y que no tenían el tiempo para ellas mismas. No comprendía que los
familiares abusasen tanto sin dar la oportunidad a que estas, todavía bonitas
señoras, pudieran disfrutar de la vida.
Ninguna se
atrevió a acompañarlo a dar un paseo en su Harley. Lo miraban como a un loco e
imprudente.
Y así,
pasaron casi seis meses …
El bar no
estaba lleno: se oía la música rock entremezclada con el murmullo de
conversaciones. Don Alejandro buscó una mesa libre y se sentó para esperar a
sus hijos. Tenía ganas de contarles sobre el futuro viaje en moto por Europa
del Este. Sabía que no les iba a gustar, pero este era su deseo. Quería vivir
la aventura de un “viajero solitario”. «Qué juego de palabras más avenido» —.
Esa idea lo hizo sonreír para dentro. Pidió una caña tostada y se puso a leer un
periódico.
—Abuela, “El
amor en el ocaso” no es una tontería. Claro que a la primera no vas a conocer a
tu caballero andante o lo que sea… Ya… Pero tres meses no son nada. Te pido que
esperes un par de semanas, nada más.
La
conversación de la mesa de al lado dejó a nuestro hombre muy intrigado. Él
también estaba apuntado en esta misma página. ¡Qué coincidencia! Se giró y
disimuladamente buscó a la “abuela”.
En la mesa
del fondo había dos mujeres. Una, chica joven, no más de diecinueve o veinte
años y una señora de buen ver. Elegante, pero sin esforzarse. Media melena de
castaño claro. Parece que los ojos eran de color verde. Pequeños, pero bonitos.
Labios color rosa con un toque de brillo. Este efecto le gustó mucho. Cuando
pasaba su mano para colocar el pelo detrás de la oreja derecha, se veía un
pendiente plateado en forma de aro. Aun así, el mechón rebelde, volvía a su sitio.
Y ella, repetía el mismo gesto. A don Alejandro esto pareció muy femenino y
sensual. La camiseta negra de Ramones y la chaqueta de cuero le gritó que la
señora tenía alma roquera. ¡Woow!
Afinó más el
oído a lo que contestaba la “abuela”:
—Bueno,
cariño. Te haré caso. Esperaré. Sin embargo…
—Hola, papá.
Te vemos bien. —Don Alejandro dio un respingo y perdió el hilo de conversación
femenina —¿Tomas otra?
Mientras Juan
y Miguel pedían las consumiciones, las dos mujeres se levantaron para irse.
—Cuenta,
papá. ¿De qué querías hablar con nosotros? —Miguel, repantigado en la silla de
enfrente, le guiñó un ojo—. ¿Conociste a alguien?
—Noooo. ¡Qué
va! Solo quería ver a mis hijos, tomar unas cervezas e ir a picar algo. Hace
tiempo que no charlamos de nuestras cosas.
Mientras
compartía un rato agradable con sus chicos, don Alejandro daba vueltas en la
cabeza sobre aquella mujer y que tenía que encontrarla sin demora. Y que
los dos estuvieran en la misma página era una señal. ¿Por qué no había visto su
perfil antes?
Nada más
llegar a casa, el hombre se puso a buscar a la mujer misteriosa. ¡Por fin!
Su nombre es
Inés. (Muy bonito). Sesenta y ocho años. Viuda. Tiene unos preciosos ojos
verdes. Le gusta el rock. Bailar. Cocinar. Leer. Tomar una copa de vino en una
agradable compañía. Le encantaría vivir aventuras. Su lema: «La edad no es
importante, sino la actitud».
¡Una mujer
perfecta! Tenía ganas de conocerla en persona y confirmar la extraña sensación
que tuvo al verla en el bar.
Dicho y
hecho. Nuestro caballero le escribió un mensaje con la esperanza que lo lea
pronto y acepte la invitación:
«Estimada Señora.
Para mí sería un enorme placer poder conocerla en persona. Ya no somos
jovencitos para perder el tiempo en un chat. Me quedo a su disposición para que
elija la hora, el día y el lugar. Espero su respuesta.
Un cariñoso saludo, Alejandro Álvarez Fernández» …
13/12/2023, Gijón
(Continúa en «Las citas de la abuela»)
Si hay música rock por medio nada puede salir mal.;)
ResponderEliminar¡Eso es! El mundo se divide en dos tipos de personas: los que escuchan reguetón y los que aman el rock.
EliminarUn saludo.
Es una Historia de Amor, Maravillosa si yo encontrará un Hombre Así, sería capaz de vivir esa aventura con Él, me encanta el Rock, la Música Disco, viajar en Moto, aún a mis 69 Años.
ResponderEliminarHola, querida Lectora. Me alegra que le haya gustado mi historia. Nunca es tarde para ser feliz. Ud. lo tiene todo. Solo falta a un don Alejandro. Nunca se sabe…
EliminarUn abrazo.
Ahora que lo piense: Ud. podría ser la jinete y llevar a su «doña Inés» en hombre. Ja, ja, ja.
EliminarExcelente publicación .. me agradó al leerla. Gracias por su aporte al fomentar la lectura y gozar de buenos libros
ResponderEliminarMuchísimas gracias por leerme y comentar. Un abrazo.
Eliminar