15 de noviembre de 2024
23 de octubre de 2024
Un jardín en la cabeza
Un jardín en la cabeza
“Si mis cuernos fueran
flores, yo tendría un frondoso
jardín en la cabeza”
Proverbio popular
En un confortable sofá:
—Es mi mujer… Tssss… Hola, Tere… Aquí, liado con el
papeleo y me da que tendré que viajar. Ah,
¿sí? … ¿No te importa? … Y me acuerdo de lo de tus padres, su aniversario y
todo esto, pero no me queda otra. Lo siento muchísimo… Ya… Dales un beso de mi
parte y no escatimes con el regalo… Verás, es muy importante. Sí… Sabes que
nunca fallo a las celebraciones familiares. Eeh… Es que vino un cliente de
Alemania y tengo que irme urgentemente a… Madrid. Sí, sí… Hoy mismo… ¿De
veras?… Y yo a ti…
—¡Al final lo resolviste, mi amorcito! Hace mucho que
deseaba hacer un viaje a la capital. Ir de compras, restaurantes… ¡Qué feliz
estoy! Ven, que te lo demostraré…
—Sí, sí, claro que nos vamos… Haremos lo que tú
quieras, nena… Qué raro… Me extraña que mi esposa no insistió… Ni se cabreó
conmigo. Sus padres celebran las bodas de oro. Es como si se alegrara de mi
viaje… Estaba rarísima…
En la cama revuelta de un lujoso hotel:
—¡Qué coincidencia! ¡Estamos de suerte! Así que tenemos
mucho tiempo para pasarlo bien … Ven, mi fierecilla… Ufff, cómo me pones…
Te comeré entera…
—¡Ha salido mejor de lo que pensaba!… Y qué fácil. Ni
siquiera tuve que mentir… Mmmmm… Espera un momento. ¡Qué narices! ¡Si mis
padres están celebrando su aniversario en una escapada romántica que les
regalamos!… ¿A qué vino lo de darles el beso de su parte? De hecho, ayer por la
mañana él mismo insistió en llevarlos al aeropuerto… Qué raro todo esto. Bueno,
al hecho pecho y al cuerpo, alegría. ¿Dónde lo hemos dejado, machote?
5 de junio de 2024
Todas son iguales
Todas son iguales
— ¡Vaya pinta, tío! Ni que una manada de
búfalos pasara sobre ti. Hey, tú, sírvele a mi compadre un vaso de ese
matarratas que tienes. Y a mi otro. Joder, deja la botella, roñoso. Apúntala a
mi cuenta. Bebe, Jonny, y cuéntame tus peripecias.
—No hay mucho que conta, estoy jodio,
tío, eventao po dento. Y muy a disgusto. La puñetea Camen no me hace ni puto
caso. Y eso que me quedé pendao de ella naa más vela. Su cuepo, sus andaes, su
pote… Dese que está conmigo, come de lo mejocito. No escatimo en las viandas. Dueme
en el mejo sitio. Intento no fozala mucho. Y la cabona me tata así. Tengo el
cuepo paa escombo. Tengo golpes por toos laos. Estoy hecho un puñeteo moraón con
patas, joer. Man engañao con ella. Cuando vea al viejo Billy, le pegaé un tio
en toa fente.
—Por Cristo, ¿por qué hablas así?
—Joer. ¡Mia! Me fatan tes dientes, joer. La
cabona me tió cuando la quise montá. Me caí como un saco de bosta. Y la hija e
puta me pateó en la cabeza. Casi no lo cuento.
—Mal asunto con las hembras: las de dos
patas o de cuatro, todas son iguales. Venga,
toma otro vaso…
05/06/2024, Gijón
13 de mayo de 2024
La víspera del joropo
La víspera del joropo
Quedaba un día para el joropo y
ella todavía no sabía si Marcelo vendría.
Nada más ver sus ojos
verdes y la linda sonrisa, que no se le quitaba de la cara, supo que era para
ella. Por más que su amigo maripozuelo le advertía que era un picaflor y que
contaba las copuchentas a todas las mozas de los pueblos cercanos, para ella
eran tan solo rumores y habladurías de los envidiosos.
Él hacía bailar su corazón como un rayo del sol en el agua cristalina del
arroyo. Todo en él la atraía. Para ella él era perfecto y … Lo amaba.
Marcelo, un huacho sin dinero y flacuchento, tocaba con la gran maestría
la marimba. Sus dedos con mucha delicadeza agarraban los palillos que recorrían
las láminas y ella imaginaba estos dedos sobre su cuerpo.
La semana pasada se han encontrado en el cocotal que quedaba más allá del
pueblo. Después de besarla con mucho brío,
le había confesado que era la única para él y que quería casarse con ella. Y
ella le contestó…
El grito de su madre
la bajó de las nubes:
—¡Hija, se te está quemando la
marucha! ¡Deja de soñar despierta y no me vengas con alharacas amorosas por un
muerto de hambre!
Quedaba un día para el joropo y
ella todavía no sabía si Marcelo vendría.
Nada más ver sus ojos
verdes y la linda sonrisa, que no se le quitaba de la cara, supo que era para
ella. Por más que su amigo maripozuelo le advertía que era un picaflor y que
contaba las copuchentas a todas las mozas de los pueblos cercanos, para ella
eran tan solo rumores y habladurías de los envidiosos.
Él hacía bailar su corazón como un rayo del sol en el agua cristalina del
arroyo. Todo en él la atraía. Para ella él era perfecto y … Lo amaba.
Marcelo, un huacho sin dinero y flacuchento, tocaba con la gran maestría
la marimba. Sus dedos con mucha delicadeza agarraban los palillos que recorrían
las láminas y ella imaginaba estos dedos sobre su cuerpo.
La semana pasada se han encontrado en el cocotal que quedaba más allá del
pueblo. Después de besarla con mucho brío,
le había confesado que era la única para él y que quería casarse con ella. Y
ella le contestó…
El grito de su madre
la bajó de las nubes:
—¡Hija, se te está quemando la
marucha! ¡Deja de soñar despierta y no me vengas con alharacas amorosas por un
muerto de hambre!
9 de abril de 2024
El estreno desastroso..o no
El estreno desastroso… o no
22 de marzo de 2024
La traición
La traición
El hombre estaba blanco como papel y sin saber a dónde
meterse: tartamudeaba y temblaba, de su frente empapada resbalaban unas enormes
gotas de sudor. Por fin reunió algo de valor y soltó la primera frase, tan mañida
en el mundo entero:
— Cariño,
esto no es lo que parece. Es un malentendido. No te pongas así. Deja que te lo
explique…
— A ver,
cabronazo, ¿cómo me lo vas a explicar?— La mujer se sentía demasiado dolida y
decepcionada. —¿Cómo pudiste romper nuestro acuerdo? Y tú, ¿qué haces aquí
todavía? ¡Lárgate!
«Uf, vaya lío.
Nunca me pasó nada igual. Pobre hombre. No le envidio. Aunque su mujer está
buenísima. Pero ponerse así por una pizza, bueno, por dos, no es normal. Menos
mal que ya he cobrado.» — El repartidor puso los pies en polvorosa. Los gritos
de la mujer sobre la dieta, el sacrificio y nosequé boda todavía se oían cuando
arrancó su moto.
18 de marzo de 2024
Las lágrimas de Ianthe
Las lágrimas de Ianthe
Las olas de un añil cristalino la estaban meciendo
arriba, abajo, arriba, abajo… El agua templada la envolvía con suavidad y los
rayos de sol besaban su hermoso cuerpo. Ianthe estaba relajada, se sentía feliz
y complacida con el momento de tranquilidad sin el molesto ajetreo de los
navíos. Aunque este rato no durara
mucho, ella aprovechaba cualquier oportunidad para salir a la superficie y
disfrutar de un cielo, lleno de azules, y de la enigmática costa, donde vivían
los humanos. Tenía prohibido acercarse hacia ellos. Su mera existencia dependía
de la ocultación. Un día, hace muchas lunas, ella ha roto el
tabú: conoció a un humano. Él la había enamorado con su música, aquel extraño
sonido que salía de un instrumento que tocaba. Lo vio por vez primera en una puesta de sol,
cuando sus rayos dibujaban el camino dorado hacia el horizonte. Después de
cazar unos peces, Ianthe retozaba en el suave vaivén de las olas. Él vino en
una nave blanca, una de tantas que surcan las aguas de su hogar. Echó el ancla y quedó muy quieto mirando al
más allá. Parecía que estaba rezando. Después abrió una especie de vasija y
tiró unos polvos al mar. Empezó a llorar. Lloró mucho, postrado de rodillas. Se
le veía muy triste y abatido. Después se sentó, abrió un enorme cofre y sacó
algo grande de una extraña forma redondeada. Puso este objeto entre sus piernas
y con un palo fino empezó a hacer unos movimientos. De repente el
aire se llenó de un sonido delicado y a la vez, potente. Ella nunca había oído
nada igual. Gaviotas y albatros se han enmudecido. Y el mar se calmó,
convirtiéndose en un enorme plato de cristal. Ianthe se sintió arrastrada por la triste
melodía y quiso acompañarla con su voz. Al unísono – el hombre y la sirena –
empezaron a tejer una bella canción que los atraparía en un vertiginoso baile
de emociones. El hombre dejó de tocar. Extrañado se acercó
al borde para ver quién era la cantante. Pero ella ya se había sumergido a las
profundidades del mar. Pasaron unos
días y él volvió. De nuevo se
puso a tocar, pero esta vez la melodía era más alegre y que invitaba a bailar y
saltar las olas como si fuera un pez volador. Por lo menos es lo que ella sintió
en aquel momento. Ianthe lo acompañó con su voz cantarina y cuando él quiso
verla, se escabulló por debajo del navío sin atreverse a más. Pasaron
muchas lunas, varias tormentas y tempestades, pero el hombre volvía a la bahía
a tocar su música y la sirena le acompañaba en el ritual lleno de magia. Un día él no tocó.
En silencio se sentó en el borde de la nave con los pies colgando a la espera
de su acompañante misteriosa. Albergaba la esperanza de conocerla, por fin.
Amaba su voz y quería ponerle una cara. Ella se
acercó al yate y empezó a flotar dejándose llevar por el suave oleaje. Sus miradas
se encontraron y se reconocieron al instante. Algo muy antiguo ha resurgido en
sus corazones. ¿Tal vez un amor de la vida pasada? ¿Quién lo sabe? Pero estos
dos seres tan diferentes se sintieron como uno solo. Se han reencontrado. Después
vinieron muchos atardeceres llenos de música y amor. Ella ya sabía
su nombre, Leonardo, y el extraño instrumento que tocaba era un «violonchelo».
Que aquel día, cuando lo vio por vez primera, él vino a tirar al mar las
cenizas de su mujer que había fallecido de una terrible enfermedad. Leonardo iba
a arrojarse al mar también, ya que no imaginaba vivir sin su esposa. Pero
conocerla a ella, Ianthe, le ha salvado de aquella terrible decisión. Él era
profesor en un lugar llamado “la universidad”. Vivía en una ciudad pequeña
costera, Sutomore, y le explicaba las maravillas de la vida en la tierra firme.
Ella le contaba sobre los tesoros ocultos de las profundidades y de sus
habitantes. Los dos eran huérfanos, dos almas solitarias, que tuvieron mucha
suerte de encontrarse en un mundo tan inmenso. El tiempo
pasaba. El pelo castaño de Leonardo iba cogiendo el color de la madera
blanquecida por el sol. Su cara poco a
poco se llenaba de arrugas. Ya no era tan fuerte y vigoroso. Sin embargo,
Ianthe seguía siendo la misma, con su melena violeta y la piel tersa y suave de
una mujer joven. La música de Leonardo ya no sonaba con tanto ímpetu, pero ella
seguía acompañándola con su voz cristalina. Con esto le bastaba. Algunas veces, Leonardo tardaba en regresar
y Ianthe nadaba dando vueltas, desesperada y loca de preocupación por su
enamorado. Pero él siempre volvía. Tocaba su violonchelo y ella cantaba para
él. Después, retozaban juntos en el suave vaivén de las olas. Un día él no volvió. Pasaron
varias lunas… Ella seguía
en el mismo lugar como si estuviera anclada con una cadena invisible: «Vendrá.
Seguro que volverá. Somos uno solo». De repente,
en el ocaso, apareció un navío que ella conocía tan bien. ¡Por fin! ¡Ha vuelto!
Ianthe estaba fuera de sí de alegría y preocupación. Lo reñiría por ser tan
desconsiderado y dejarla sola mucho tiempo. Se abrió el paso entre las olas para
acercarse al yate. La persona
que la saludó no era Leonardo, sino una mujer joven. Después salió un hombre. Ella no sabía
qué hacer: huir o preguntar por su amante. La muchacha lo hizo por ella: — Hola, Ianthe. No te asustes, por favor.
Señor Leonardo nos habló mucho sobre ti. Somos sus alumnos y amigos. Yo soy
Dafne y él es Eric. Sentimos decirte que Leonardo ha fallecido. Su último deseo
era volver aquí, contigo. Estas son sus cenizas… Un grito desgarrador rompió la calma marina.
La sirena estiró sus manos para coger la urna con los restos de su amado y se
sumergió en aguas profundas. Los muchachos levantaron el ancla. El yate se
perdió en el ocaso siguiendo la estela dorada del sol. El silencio con su halo
mortuorio cubrió aquel rincón del Adriático, testigo de un gran amor y de una
gran pérdida. Todavía hoy,
después de cada tormenta, se oye el llanto de Ianthe. La sirena llora por su
amado. Algunos han visto su cabellera, ahora blanca, surcando las olas. Y, los
más afortunados, han podido encontrar unas raras perlas de color violeta. Dicen
que son las lágrimas de Ianthe. Pero pocos se atreven a buscarlas en el mar, el
dominio de una sirena enloquecida por dolor.
15/03/2024, Gijón
29 de enero de 2024
En rojo
En rojo
13 de diciembre de 2023
Don Alejandro
Don Alejandro
(Serie «El amor en el ocaso»)
Ya se han ido todos.
Él decidió
quedarse. No quería dejarla sola, así no. Se sentía culpable por no cuidarla
mejor, por no encontrar los mejores médicos, mejores tratamientos… Cualquier cosa que la salvara. Juntos han perdido la guerra y ella era la víctima.
Se fue tan
joven, tan llena de vitalidad, con tantas cosas por hacer. Maldita sea esta
porquería de vida: los buenos se mueren demasiado pronto y los malnacidos,
pisan la tierra hasta una vejez inmerecida. ¿Qué será de él? ¿Cómo estarán sus
hijos? Sí. Ya son adultos y lo comprenden. Pero él se siente menos hombre por
no proteger a su amor, a su mujer del puto cáncer. Quiere maldecir, pelearse
con alguien y con todos. Destrozar este
negro obelisco dónde está ella…
—Papá, ven a
casa. Ya anochece. Llevas aquí casi cinco horas. Vente conmigo, —su hijo mayor,
Julio, le echó una chaqueta por encima y lo abrazó—. Miguel y Natalia están en
casa esperándote para cenar. Llevas días sin comer en condiciones. Javi se
durmió, pobre. Te esperaba para que le leas un cuento. Ven, por favor.
Con el cuerpo
entumecido le costó caminar hasta el coche: «Así será mi vida —se
estremeció—. Paso a paso hasta que la de
la guadaña me lleve con mi esposa» …
Quince años
de aquello y la puñetera muerte lo sigue esquivando.
Los hijos ya
peinan canas. Su nieto, Javier, en la universidad. Y él, sigue viviendo sin
vivir y a punto de jubilarse. Las veces que soñó con Victoria, su mujer, esta
le pedía que deje de culparse a sí mismo; que viva, que sea feliz, que piense
en sus hijos y nietos. Pero la culpa seguía corroyéndolo por dentro. Sin
embargo, también reconocía que tenía que cambiar y hacer un esfuerzo para que
su vida no sea una mera existencia.
El internet
no era algo nuevo para él. De hecho, le encantaba.
Al mes desde
su jubilación se puso a mirar las motos. Puede ser descabellado para un hombre
de sesenta y pico que nunca montó en una motocicleta. Las “famosas” crisis de
los cuarenta y cincuenta las pasó cuidando de su mujer y criando a los hijos,
así que no ha podido permitirse este lujo.
Después de
mirar decenas de páginas encontró una Harley de segunda mano a buen precio.
Necesitaba algo de restauración y cariño para que volviera a ser una moto de
ensueño. Su nieto mayor estaba encantado. Los hijos y las nueras le llamaron un
“viejo insensato”. Y que “estaba loco
para montar una moto con casi setenta años”. «Bah. No hay quien los entienda —
pensaba —. Se quejan por todo. O no vivo o me arriesgo demasiado».
Un año de
trabajos con la moto en compañía de Javi, hizo que su alma
rejuvenezca. En vez de un nieto, tenía a un amigo joven que lo mantenía al
tanto de las novedades en este mundo tan loco e inmediato. Iba al gimnasio,
empezó a correr, se apuntó a las clases de cocina. Y, madre mía, ahí estaba
rodeado de mujeres. Poco a poco dejo de sentirse culpable y hasta lo divertía
aquello.
Cuando
visitaba la tumba de su esposa, le contaba sus aventuras, aunque sin tener
todavía el valor suficiente para dar un paso a algo más serio. Casi veinte años
después de su muerte, seguía oliendo su inolvidable perfume.
En las clases
conoció a varias mujeres que ahora eran sus amigas. Llegó a valorar tanto su amistad que no
quería estropearla con una relación más personal. Ha sido Javier quien le aconsejó a apuntarse
a una página de citas.
Aquel mundo
le pareció una jungla. Bueno, quizás exagerara un poco. Las fotos de muchos
perfiles no tenían nada que ver con la realidad. Don Alejandro no entendía
tanta impostura: «¿Si ya somos viejos, para qué mentir?»
Ha quedado
con mujeres. Algunas interesantes y con una conversación amena. Otras, tímidas y muy pendientes de sus hijos
y nietos y que no tenían el tiempo para ellas mismas. No comprendía que los
familiares abusasen tanto sin dar la oportunidad a que estas, todavía bonitas
señoras, pudieran disfrutar de la vida.
Ninguna se
atrevió a acompañarlo a dar un paseo en su Harley. Lo miraban como a un loco e
imprudente.
Y así,
pasaron casi seis meses …
El bar no
estaba lleno: se oía la música rock entremezclada con el murmullo de
conversaciones. Don Alejandro buscó una mesa libre y se sentó para esperar a
sus hijos. Tenía ganas de contarles sobre el futuro viaje en moto por Europa
del Este. Sabía que no les iba a gustar, pero este era su deseo. Quería vivir
la aventura de un “viajero solitario”. «Qué juego de palabras más avenido» —.
Esa idea lo hizo sonreír para dentro. Pidió una caña tostada y se puso a leer un
periódico.
—Abuela, “El
amor en el ocaso” no es una tontería. Claro que a la primera no vas a conocer a
tu caballero andante o lo que sea… Ya… Pero tres meses no son nada. Te pido que
esperes un par de semanas, nada más.
La
conversación de la mesa de al lado dejó a nuestro hombre muy intrigado. Él
también estaba apuntado en esta misma página. ¡Qué coincidencia! Se giró y
disimuladamente buscó a la “abuela”.
En la mesa
del fondo había dos mujeres. Una, chica joven, no más de diecinueve o veinte
años y una señora de buen ver. Elegante, pero sin esforzarse. Media melena de
castaño claro. Parece que los ojos eran de color verde. Pequeños, pero bonitos.
Labios color rosa con un toque de brillo. Este efecto le gustó mucho. Cuando
pasaba su mano para colocar el pelo detrás de la oreja derecha, se veía un
pendiente plateado en forma de aro. Aun así, el mechón rebelde, volvía a su sitio.
Y ella, repetía el mismo gesto. A don Alejandro esto pareció muy femenino y
sensual. La camiseta negra de Ramones y la chaqueta de cuero le gritó que la
señora tenía alma roquera. ¡Woow!
Afinó más el
oído a lo que contestaba la “abuela”:
—Bueno,
cariño. Te haré caso. Esperaré. Sin embargo…
—Hola, papá.
Te vemos bien. —Don Alejandro dio un respingo y perdió el hilo de conversación
femenina —¿Tomas otra?
Mientras Juan
y Miguel pedían las consumiciones, las dos mujeres se levantaron para irse.
—Cuenta,
papá. ¿De qué querías hablar con nosotros? —Miguel, repantigado en la silla de
enfrente, le guiñó un ojo—. ¿Conociste a alguien?
—Noooo. ¡Qué
va! Solo quería ver a mis hijos, tomar unas cervezas e ir a picar algo. Hace
tiempo que no charlamos de nuestras cosas.
Mientras
compartía un rato agradable con sus chicos, don Alejandro daba vueltas en la
cabeza sobre aquella mujer y que tenía que encontrarla sin demora. Y que
los dos estuvieran en la misma página era una señal. ¿Por qué no había visto su
perfil antes?
Nada más
llegar a casa, el hombre se puso a buscar a la mujer misteriosa. ¡Por fin!
Su nombre es
Inés. (Muy bonito). Sesenta y ocho años. Viuda. Tiene unos preciosos ojos
verdes. Le gusta el rock. Bailar. Cocinar. Leer. Tomar una copa de vino en una
agradable compañía. Le encantaría vivir aventuras. Su lema: «La edad no es
importante, sino la actitud».
¡Una mujer
perfecta! Tenía ganas de conocerla en persona y confirmar la extraña sensación
que tuvo al verla en el bar.
Dicho y
hecho. Nuestro caballero le escribió un mensaje con la esperanza que lo lea
pronto y acepte la invitación:
«Estimada Señora.
Para mí sería un enorme placer poder conocerla en persona. Ya no somos
jovencitos para perder el tiempo en un chat. Me quedo a su disposición para que
elija la hora, el día y el lugar. Espero su respuesta.
Un cariñoso saludo, Alejandro Álvarez Fernández» …
13/12/2023, Gijón
(Continúa en «Las citas de la abuela»)
22 de noviembre de 2023
Los novios errantes
Mientras en muchos países los niños disfrazados recorren las calles en busca de caramelos y diversión, en la pequeña ciudad de Río Blanco no se ve ni un alma. No hay festejos, no hay risas, no hay disfraces. Con los últimos rayos de sol, toda la población queda encerrada en sus casas. Ni los perros rondan por las desiertas calles.
¿Cuál es la razón de este miedo? Te lo voy a
contar, querido lector.
En 1875 la ciudad de Río Blanco rebozaba de
vida y prosperidad. Los tratantes de ganado se reunían en grandes ferias. Los
vendedores de todo tipo de cosas y remedios pululaban entre los puestos. El
dinero y oro corría de unas manos a otras y alcohol, para animar aquello, no
podía faltar. Los jornaleros y vaqueros montaban las broncas y se mataban entre ellos. Las matronas y jóvenes casaderas iban de compras o a la misa. Las mujeres
alegres paseaban los cancanes de sus escotados vestidos por las polvorientas
calles, en busca de clientes. La vida típica de una población del Nuevo Mundo.
Pues esta ciudad también tenía a un alcalde.
Un hombre cincuentón, corpulento, con ropa de calidad, reloj de oro en su
cadena y lustrosas botas. No era guapo, ni mucho menos. Los pequeños ojos de
pez bajo unas hirsutas cejas miraban al mundo con desprecio. Su nariz rota
contaba que no era ajeno a una buena pelea. El sombrero de ala ancha cubría su
enorme cabeza. Don Pedro, así se llamaba, era un hombre de negocios y el dueño
de más de la mitad de la ciudad y de las tierras alrededor. Hacía y deshacía a su
antojo. Casi todos le debían el dinero o algún favor. Él era la Orden y la Ley.
El mismísimo alguacil estaba a su servicio.
Don Ernesto Valle, era el panadero local. Una
noche, no se sabe por qué, su negocio se quemó. La “generosidad” del alcalde le
permitió no quedar en la calle con su familia y con un préstamo pudo abrir la
nueva panadería. Hace diez años de aquello. De hecho, la mujer de Ernesto,
Mercedes, le decía que jamás estarían libres de don Pedro, ya que la deuda
apenas menguaba.
Marina, la hija del panadero, era una
preciosa muchacha de diecinueve años. La harina se transformaba en sus delicadas
manos en esponjosos buñuelos, crujientes galletas, ricas empanadas y todo tipo
de pasteles. Por esto la panadería tenía mucha fama en los alrededores. Así es
como se conocieron ella y el guapo Roberto que vino acompañando a su madre. El
muchacho se quedó prendado de Marina y empezó a pasar cada día con cualquier
excusa. Los amigos ya le tomaban el pelo diciendo que se iba a poner como un
tonel si seguía comiendo tanta dulcería. Y a Marina le encantaba. Guardaba para su Roberto los trozos más ricos y hasta le hacía pastelitos. Así nuestros
tortolitos se enamoraban más y más, hasta que un día fueron juntos a las
fiestas del pueblo.
La muchacha se puso su mejor vestido y estaba especialmente guapa: el amor que sentía le iluminaba la cara y sus ojos de color de espliego brillaban como nunca. Bailó con Roberto, abrazada a él, delante de todos. A sus padres le parecía un buen partido. Y a la viuda, la madre del muchacho, también. Sonaban las campanas de boda… Ahí es cuando don Pedro se fijó en ella. Y la quiso para él.
La mañana siguiente mandó a llamar al panadero.
—Don Pedro, buenos días.
—Ay, don Ernesto. ¡Cuánto tiempo! Pase,
pase, siéntese. ¿Café, té, ron? Tengo uno muy bueno que me enviaron desde Cuba.
Sí, para lo que tenemos que hablar, el ron es lo mejor—. Después de servir dos copas con el chinchín
incluido, el alcalde fue directamente al grano: —Sabe, don Ernesto, que soy
viudo y mi hijo está más tonto que Abundio. Quiero casarme y tener un heredero
como Dios manda. Y claro, la chica tiene que ser joven y de buena sangre. El
dinero no me importa. Ya tengo más que suficiente. Ayer he visto a tu hija. Una
moza muy guapa. Digna de llevar los vestidos de París y joyas caras. Quiero
tenerla como esposa y la madre de mis hijos. No, no, no… Todavía no diga nada.
Sé que tenemos asuntos pendientes y los quiero resolver. No voy a cobrar los
intereses ni el préstamo a mis consuegros. Su familia no me debe nada. Aquí
está el documento para firmar. —El panadero, con la cara del mismo color que
papel, se puso a temblar—. Pues brindemos y demos la mano.
—Pe…, pe…, pero, don Pedro. Me…, me halaga
mucho. Pero mi hija ya tiene novio. Parece que ella está enamorada de un chico,
Roberto se llama.
—Sí, la vi bailar con un muerto de hambre.
—Es un buen muchacho y muy trabajador. Y se
quieren.
—¿Te niegas ser mi familia? ¿Te niegas la
felicidad de tu hija? ¡¡Serás desagradecido!! ¿Sabes que puedo quedarme con tu
panadería y con tu hija igual? ¿Sabes que puedo echar a la calle a ti, a tu
mujer y a los mocosos que tenéis y, aun así, quedarme con tu hija? Fuera de mi
vista, desgraciado. Te doy tiempo hasta la noche. Ven aquí con tu mujer.
Hablaremos sobre los preparativos de boda.
Nada más salir don Ernesto, el alcalde llamó
al alguacil y le ordenó que vigilen la panadería y a su futura esposa.
La proposición de don Pedro ha caído como el
jarro de agua fría en el hogar de los Valle. La amenaza de dejar a toda la
familia sin nada y el casamiento forzoso de la hija mayor llenó la casa de
gritos, lloros y tristeza. Marina rogaba a Dios que todo fuera un sueño. Amaba
a Roberto con todo el alma y deseaba casarse con él y no con un viejo maligno.
Se sentía rota por dentro. Pero sus padres y hermanos dependían de ella. No
podía dejar que se queden en la calle. El hermanito más pequeño solo tenía tres
años. Mamá lloraba sin parar. Su padre, con los hombros hundidos, se veía
superado por los hechos. Juan, su hermano, dijo que iba a matar al alcalde.
Marina era una estatua entre aquel caos de sentimientos. Por más que le duela,
debía aceptar la proposición. Ella no importaba. ¡Por Dios! Roberto. Tenía que
hablar con él y explicarle que no podrán estar juntos nunca más.
—Papá, mamá, acepto. No os preocupéis por mí.
Estaré bien. —Les abrazó fuertemente, ahogándose en sus propias lágrimas—. Papá,
lee bien el documento antes de firmarlo. Soy feliz ya que la deuda estará
soldada.
Cuando sus padres se fueron a la mansión de
don Pedro, Marina se escabulló por la puerta del patio para contar las nuevas a
Roberto. No le iba a gustar. Pero poco podían hacer al respecto. La siguieron
tres sombras.
—¡¡No!! ¡No lo acepto! ¿Por qué me dices
esto, Marina? Te amo. Eres mi vida. Ayer aceptaste casarte conmigo. ¿Por qué
este cambio?… No lo entiendo. ¿Acaso hice algo malo? ¿Ya no me quieres?
Dímelo en la cara, Marina. ¡Mírame a los ojos y dime que ya no me quieres!
—No te quiero, Roberto. Voy a casarme con el
alcalde. Es un hombre de verdad y me dará una buena vida. Tú eres bueno, pero
sin un centavo. Adiós, Roberto. Y procura no pasar ni por mi casa ni por la dulcería.
No me agrada verte. —Después de decir estas horribles palabras al amor de su
vida y dirigirle la mirada llena de altanería y desprecio, Marina obligó a
mover sus pies para salir del granero, testigo mudo de sus encuentros en los
últimos cinco meses. La siguió una sombra.
Al llegar a casa, la muchacha tropezó de
bruces con don Pedro que estaba fumando en la veranda. Con la mirada lasciva la
repasó de arriba abajo y escupió el puro.
—Si piensas que voy a aguantar tus líos y la
falta de respeto, estás equivocada, querida. Si quieres que este muerto de
hambre viva, olvídate de él. —La agarró y la besó con fuerza. Marina lo mordió
y él la abofeteó—. Cuidado, pequeña zorra. No voy a permitir que me desafíes.
Solo con una orden, dejo a toda tu familia sin nada. Grábatelo en esa bonita
cabeza. La boda será de hoy en tres días.
Como en un sueño, Marina se dejó llevar por
los preparativos de las nupcias. Le preguntaban algo, ella asentía con la
cabeza; bebía cuando le daban de beber; comía alguna cosa. Iba de un lado a
otro. Probaba vestidos, joyas. No veía a su padre. Tampoco a mamá. Se suponía
que la madre de la novia estaría presente en todo momento, pero a la doña
Mercedes estaba prohibida la entrada en la mansión del alcalde. Cada vez que
cerraba los ojos, Marina veía a Roberto que la miraba con la incredulidad y el tremendo dolor
de un corazón roto. La muchacha repugnaba a sí misma.
Llegó el día. En la engalanada y llena de
flores iglesia no cabía ni un alfiler. Todo el pueblo estaba celebrando la boda
del alcalde y su joven novia. Don Ernesto entregó a su hija con lágrimas en los
ojos.
—Perdóname, hijita.
—Te quiero, papá. Estaré bien.
Cuando don Pedro le puso el anillo de oro,
ella sintió las esposas y las cadenas en sus manos. «Ya nada será igual… Nunca seré libre… Pobre Roberto… ¿Dónde estás, mi amor?»
En pleno apogeo del banquete, el alcalde se
levantó:
—Queridos parroquianos, les agradezco su
presencia en mi boda. Soy feliz por tener una bella esposa y para demostrar mi
amor por ella le hago un regalo especial. Está fuera, en la plaza. Salid todos.
Ven, Marina. Seguro que te quedarás sin palabras—. La agarro fuerte por el
brazo y la sacó de la mesa.
Fuera anochecía. Todavía los últimos
reflejos de sol iluminaban la ciudad. Una suave brisa otoñal jugaba con las
hojas coloridas de los árboles. Los invitados y la gente del pueblo se
apartaban para dejar pasar a la pareja de recién casados. Un silencio forzado y
las miradas furtivas decían que algo raro, algo malo, estaba sucediendo. Marina
sintió un escalofrío.
Cuando el muro humano se acabó y llegaron
el centro de la plaza, vieron cuerpo de un hombre tirado entre barro y
excrementos de caballos. Parecía estar muerto. Marina no entendía nada. ¿Un
regalo especial? Se acercó un poco más al pobre infeliz. Su cara, llena de
golpes, estaba irreconocible. Apenas respiraba. ¡¡¡Dios!!! Era Roberto. Su
amado y añorado Roberto. Se tiró para auxiliarlo. Lo cogió en sus brazos y
gritó. Gritó con tanta fuerza que los presentes han sentido su dolor.
—¿¿¡Por qué!?? ¡¡Roberto, mi amor!! ¿Qué te
han hecho estos desgraciados? ¡Que alguien me ayude! ¡Doctor Pérez, por favor,
ayúdeme! ¿Por qué se va? —Marina se giró hacia el alcalde—. Fuiste tú,
desgraciado. No te era suficiente conmigo y tuviste que mandar que lo maten. Maldito…
Don Pedro gozaba con aquella escena. Nada le complacía más que ver a la gente destruida, arrodillada y sucumbida a su poder.
La muchacha abrazaba a su amante y lo mecía
como a un bebé. Pedía ayuda. Suplicaba. La madre de Roberto intentó pegar al
demonio que hizo aquello con su único hijo. Un golpe fuerte con la culata de
pistola, la dejo tirada al lado del moribundo. Decenas de vecinos solo
observaban. Callados.
El río de lágrimas de Marina lavó la cara
del muchacho. Por un momento él abrió los ojos y la reconoció. Con una sonrisa en
su boca rota se dejó ir…
—¡¡¡Noooo!!!… ¡¡¡Noooo!!!… ¡¡¡No me
dejes!!!… ¡Llévame contigo, mi amor! —Sus gemidos llenos de dolor retumbaron
en los corazones cobardes de los presentes.
El alcalde, cansado de tanto alboroto, agarró
a su joven esposa. Ya era suficiente de tanto espectáculo. Marina se revolvió y
le escupió la cara y le clavó las uñas. El hombre no lo esperaba y la soltó.
Ella recogió su vestido y echo a correr hasta la iglesia. Sabía dónde estaba la
escalera del campanario. La subió volando. Oía que la seguían, pero no le
importó.
Cuando llego arriba de la torre, vio a sus padres
que lloraban y gritaban desconsolados, y a decenas de ojos mirando arriba. Los
cuerpos de Roberto y de su madre seguían ahí. Y antes de arrojarse al vacío
gritó una maldición:
—¡Malditos seáis todos vosotros y vuestra
sangre! ¡Jamás saldréis de aquí, ni vuestros hijos, ni vuestros nietos! Todos
seréis los invitados eternos en nuestra boda.
Al año siguiente, treinta y uno de octubre,
cuando el último rayo de sol se había apagado, en la plaza de Río Blanco,
apareció una pareja de novios. Eran Marina y Roberto. Ella, bella y con su
blanco vestido manchado de sangre. Y él, con la cara destrozada y ropa hecha
jirones. Caminaban, cogidos de la mano y a cada persona que encontraban por la
calle, la invitaba a su boda. Los vecinos huían despavoridos y al día siguiente
no despertaban. Y así, año tras año, habitantes de Río Blanco y viajeros,
engrosaban las filas de los invitados. En diez otoños, ya era una multitud de
los no vivos que inundaba las calles, bailando y festejando las
nupcias eternas de la hija del panadero y del hijo de la viuda.
La gente aterrorizada intentaba huir de la ciudad. Pero llegaba solo hasta la última finca. Es como si una fuerza
invisible les estropeaba las carretas, rompía las piernas o volvía locos a los
caballos; dejaba los coches muertos y ocasionaba un tremendo malestar en las
personas. El visitante que se quedaba en Río Blanco más de tres días no volvía
a salir.
Ni brujos, ni exorcistas, ni especialistas
en lo paranormal, ni científicos podían dar una explicación razonable a
aquello. Intentaron poner la sal en las tumbas de los desdichados novios; hacer
misas en su memoria. Nada de nada. La
fuerza de aquella maldición había sido tan fuerte como el amor más puro.
Ahora, querido lector, te tengo que dejar.
Mira la hora qué es y todavía me faltan ventanas por cerrar y puertas por
trancar. No tengo ninguna gana de bailar eternamente en la boda de los novios
errantes.
22/11/2023, Gijón
8 de septiembre de 2023
Bailar contigo
Bailar contigo
Los acordes inconfundibles de un tango, el
olor a puros y café, el murmullo de conversaciones, alguna que otra risa,
acompañada del tintineo de copas, son típicos del Tortoni. La créme de la créme
de la sociedad intelectual argentina se reúne aquí. No es raro ver a Alfonsina
Storni, rodeada de jóvenes postulantes a escritor, o a Jorge Borges, leyendo
sus cuentos. El mismísimo Carlos Gardel es un cliente asiduo. Y otros tantos
que se dedican al oficio literario. Pero yo no vengo aquí por eso. No. Solo quiero
ver bailar a Ella.
Son casi las once de la noche y su pase está
a punto de empezar.
Como una diosa surge detrás de las cortinas
de terciopelo. Su pelo azabache brilla sobre el rojo de su vestido. Las piernas
torneadas, envueltas en medias negras, calzan unos zapatos de tacón. Un chal
con flecos rodea sus hombros y acaricia las caderas. La boca roja con media
sonrisa pide ser besada, pero los ojos negros, matarían a uno si se atreviera a
hacerlo.
Su compañero la sostiene con una fuerza
delicada, llevándola con el movimiento sensual al mundo seductor del tango. Dos
pares de pies, en completa sincronización, encadenan intrincados pasos al son
de la música. Giros, caminatas y ganchos se suceden a lo largo de la
coreografía. La espalda de la bailarina es firme y a la vez, gatuna. Sus brazos
se mueven con gracia y no dejan de abrazar a su pareja. Parecen estar unidos
con los hilos invisibles de la danza.
Yo quiero ser él. Con cada poro de mi piel.
Con cada gota de mi ser. Es mi único deseo. Pero es imposible: la silla de
ruedas ahora son mis piernas. Ir a la guerra tiene su precio. Por lo menos
volví. Muchos no han tenido esta suerte.
A las doce, ella desaparece como la
cenicienta. Su galán se queda a coquetear con las mujeres. Dicen que no son
pareja y es un tremendo alivio para mí. Sí. La amo. Pero desde mi mesa
solitaria, en el rincón más alejado del salón. La llevo en mi corazón antes de
irme al frente en la lejana Europa. Ella es la razón por la que sobreviví y
volví de aquel infierno.
Ahora, como tantas veces, desde hace un año,
en su camerino la espera un ramo de rosas amarillas con una nota: «Eres mi luz en la oscuridad…».
Son casi las once de la noche y su pase está a punto de empezar.
Como una diosa surge detrás de las cortinas de terciopelo. Su pelo azabache brilla sobre el rojo de su vestido. Las piernas torneadas, envueltas en medias negras, calzan unos zapatos de tacón. Un chal con flecos rodea sus hombros y acaricia las caderas. La boca roja con media sonrisa pide ser besada, pero los ojos negros, matarían a uno si se atreviera a hacerlo.
Su compañero la sostiene con una fuerza delicada, llevándola con el movimiento sensual al mundo seductor del tango. Dos pares de pies, en completa sincronización, encadenan intrincados pasos al son de la música. Giros, caminatas y ganchos se suceden a lo largo de la coreografía. La espalda de la bailarina es firme y a la vez, gatuna. Sus brazos se mueven con gracia y no dejan de abrazar a su pareja. Parecen estar unidos con los hilos invisibles de la danza.
Yo quiero ser él. Con cada poro de mi piel. Con cada gota de mi ser. Es mi único deseo. Pero es imposible: la silla de ruedas ahora son mis piernas. Ir a la guerra tiene su precio. Por lo menos volví. Muchos no han tenido esta suerte.
A las doce, ella desaparece como la cenicienta. Su galán se queda a coquetear con las mujeres. Dicen que no son pareja y es un tremendo alivio para mí. Sí. La amo. Pero desde mi mesa solitaria, en el rincón más alejado del salón. La llevo en mi corazón antes de irme al frente en la lejana Europa. Ella es la razón por la que sobreviví y volví de aquel infierno.
Ahora, como tantas veces, desde hace un año, en su camerino la espera un ramo de rosas amarillas con una nota: «Eres mi luz en la oscuridad…».
07/09/2023,
Trabada, Lugo
28 de julio de 2023
Doña Inés
Doña Inés
(Serie «Amor en el ocaso»)
—
¡Ernesto, abrázame y no
me sueltes nunca! —
¡Sí,
amor mío! Eres
la única para mí. Te amo, Magnolia. Huye
conmigo… Teléfono… Echa
una mirada de fastidio al techo y pone en pausa la televisión. Será
otro vendedor de estos que la tienen harta con tanta llamadita. —
¡Diga! —
Abuela, soy Lucía. —
Ay, hija mía, perdona. ¿Ha pasado algo? —
No, abuela. Tengo que contarte una cosa. Te veo en un rato. «Qué
raro. ¿Qué será lo que esté tramando mi nieta?» — doña Inés
vuelve a dar al “play” y sigue con la escena de los enamorados. Timbre… —
Hola, abuela. No te enfades conmigo. Lo hice porque te quiero
muchísimo. No te pongas nerviosa. O, mejor, siéntate. La
muchacha empieza a dar vueltas por el salón cogiendo y soltando los
adornos. La anciana la observa, deseando que rompa alguno. Le faltaba
valor para desprenderse de esas chucherías. —
Abuela, desde la muerte del abuelo, vives muy sola. No, no, déjame hablar, porfa. Sí, estamos todos nosotros. Pero no es lo mismo.
Necesitas divertirte. Ya, ya, tus amigas. Pero no es lo mismo.
¿Pilates? Ya lo sé. No-es-lo-mis-mo. Necesitas un novio. Respira,
abuela. Tampoco es para tanto. Te he apuntado a una página de
internet. No te enfades. Es un sitio para la gente sería que busca
pareja. Noooo, no son ligues. No te tomo el pelo. Lucía saca una tablet. —
Mira, abuela. Esta eres tú. Puse la foto de perfil, la más bonita
que tienes. Es de las últimas fiestas del pueblo donde llevabas
aquel vestido verde que te favorece muchísimo. Doña
Inés se quedó sin palabras. Todavía en su cabeza los enamorados de
la novela cabalgaban juntos hacia el ocaso… —
Pues verás, abuela. Tienes varios admiradores que te han mandado
corazones. Ahora puedes visitar sus perfiles también. Y si alguno
te gusta, le devuelves el corazón. Así podréis chatear y, si te
apetece, quedar para conoceros. Te enseño cómo funciona la web y te
dejo la tablet. Después
de una clase intensiva y tomando los apuntes, doña Inés se sumergió
en el mundo de citas por internet… Con
casi setenta años, todavía estaba de buen ver. Comía sano, hacía
ejercicios, leía muchísimo y se interesaba por todo. Añoraba a su
Julito, que en paz descanse, pero al mismo tiempo deseaba ese algo
que la hiciera vibrar e ilusionarse para lo que le queda de vida o
de cabeza. Durante
tres meses siguientes mantuvo conversaciones por internet que acabaron en
varios encuentros para tomar un café y pasear, alguna que otra cena
y… un tremendo chasco. Nadie le hizo tilín. Lucía le decía que no
perdiera la esperanza. Pero ya estaba cansada. Así que decidió
darse de baja y volver a la tranquilidad y las novelas románticas. Entró
en su cuenta y vio que tenía un mensaje:
«Estimada Señora. Para mí sería un enorme placer poder conocerla en persona. Ya no somos
jovencitos para perder el tiempo en un chat. Me quedo a su
disposición para que elija la hora, el día y el lugar. Espero su
respuesta. Un cariñoso saludo, Alejandro Álvarez Fernández». «Madre
mía —pensó doña Inés—, cuánta caballerosidad y qué
romántico. Bueno, no pierdo nada por ir, aunque sea la última vez.»
Dicho
y hecho. La
cita sería mañana, a las siete de la tarde, en la terraza de un café
que abrieron hace poco. Estaba algo lejos, pero mejor así.
Se
puso unos vaqueros, que le sentaban estupendamente (Pilates sí que
funciona), blusa blanca, botines camperos y la chaqueta vaquera,
regalo de su nieta. En la espalda tenía escrito: “Las roqueras no
tienen edad”.
Cuando
llegó al café, se fijó en él enseguida. No parecía a nadie a
quien conozca. Camiseta negra. Gafas oscuras. La barba bien recortada
de color blanco inmaculado. Brazos con tatuajes. En la mesa, una rosa
roja.
Cuando
la vio, se levantó, se quitó las gafas y los ojos de color azul cielo,
rodeados de finas arrugas, han acompañado a su bonita sonrisa.
—
Hola, Inés. Es un placer conocerte en persona. Soy Alejandro, pero
los amigos me llaman Alex. ¿Nos sentamos?
La
charla agradable empezó a fluir como el agua. Él tenía setenta años,
también viudo, con dos hijos adultos y un nieto. Le gustaba el
deporte, viajar, leer y la cocina. Y algún día le encantaría
cocinar para ella.
Doña
Inés estaba en las nubes. Era un hombre casi perfecto.
Cuando
llegó la hora de despedirse, él se ofreció a acercarla hasta su
casa. A no ser, que ella tenía miedo de montarse en una moto.
Por
Dios, ¡no!
Después,
doña Inés se subió al corcel metálico y se abrazó fuertemente a
la ancha espalda de su galán. Y, con el rugido del motor, los dos
“cabalgaron” hacia el ocaso…
FIN
28/07/2023, Gijón