El arte de lo roto
Nunca vi a mi doble en ninguna
fotografía ni en ningún cuadro. Nunca. Jamás de los jamases. Ni siquiera en un
modesto boceto… Ah, miento. En el cuarto
curso, un chico de mi clase me pintó en una hoja de su libreta. No sé si esto
cuenta. Debajo de mi “retrato” puso un poema malísimo. Me acuerdo de que me reí
de él y se lo conté a mis amigas. ¡Qué crueldad! Pues, ya está. Nada más.
¿Por qué les estoy hablando de esto?
Verán, hace unos días leí el prólogo para un libro de un escritor
asturiano, escrito por él mismo. Con un estilo culto y refinado, el
autor cuenta una curiosa historia. Hace unos treinta años él se topó “cara a
cara” con un retrato de sí mismo en una pinacoteca madrileña. El hombre quedó
tan impresionado que decidió escribir un libro sobre esta extraña coincidencia.
¿Podría no ser el único? ¿Cuántas más personas han vivido esta especie de duplicidad?
A saber…
Mi
amor por la pintura ha surgido desde muy joven. En mi ciudad natal había muchos
museos y galerías de arte. Me acuerdo de vagar entre los majestuosos lienzos
sin rumbo fijo y contemplar las batallas, las hermosas damas y caballeros,
preciosos jarrones y las urnas llenas de frutas y viandas. Y los paisajes de
una belleza serena y tan natural que parecían las ventanas al otro mundo; más
bonito, mágico, inalcanzable… Mis ojos de niña, embebidos de toda aquella
belleza, intentaban recordar lo más posible para posteriormente plasmarla en mi
álbum de pinturas… La infancia tiene un don de ver más allá y ver solo lo bueno en
lo que nos rodea. Sin mácula, sin engaños, sin roturas…
Muchos años después, muchas pérdidas
después y muchos desengaños, con la vida totalmente diferente de la que pensaba
vivir, me vi frente a “El beso” de Gustav Klimt en su Viena natal. Llevaba
muchos años enamorada de su arte. Leí su biografía y, por un maravilloso cúmulo
de coincidencias, tuve la oportunidad de visitar la exposición de sus obras.
Me quedé clavada ahí, intentando descifrar
los intrincados mosaicos de oro que rodeaban las figuras de los enamorados. El
color de piel, los labios carnosos y el pelo rojizo de la muchacha, su pasión contenida
y el abandono en los brazos de su amante, me dieron mucha envidia. ¡Yo quería tener
lo mismo! La odié por esto. En vez de disfrutar del magnífico cuadro, me alejé
de él.
Al girar para salir de la sala, me topé
con algo que me dejó sin palabras. Empecé a llorar. Sin hacer el ruido. Solo
dejé que mis lágrimas corrieran libremente, dejando en mis mejillas el rastro
negro de la máscara de pestañas…
Delante de mí había otro cuadro de
Klimt. “Le tré etá”. “Las tres edades” de la mujer. Seguro que lo conocéis. Una
madre joven sostiene en sus brazos a una niña y, a su lado, un poco
distanciada, una mujer mayor desnuda, con las huellas de la maternidad en su
delgado cuerpo. ¡La niña soy yo! Me vi en ella. Yo, con treinta años recién
cumplidos, me vi en una niñita del apenas uno. Era una sensación extraña. Mi
madre no parecía en nada a la muchacha pelirroja; sin embargo, me percibí unida
a la niña. Puede sonar a locura o a divagación de mi mente, o al estrés. No
sabría explicarlo, pero sé lo que sentí…
Pasaron veinte años de aquello. He perdido a alguien, he asistido a más
entierros que bautizos, me he roto, me he encontrado sola y, después, en
compañía. Me han dejado y he dejado yo. Lloré a mares y me emborraché de amor y
felicidad. Me volví a romper y, de nuevo, a recomponerme. De vez en cuando
busco el cuadro de las tres mujeres y ya no me reconozco en la niña, ni en la
pelirroja de su madre, ni en la anciana. Aunque con el tiempo, seguro que
terminaré viéndome así, desnuda y con las marcas de la vida en mi piel y mi
cabello.
¿Entonces, después de todo esto, quién
soy? ¿Quiénes somos?
Las huellas de la experiencia vital y
las cicatrices no me afean. Ni a vosotros. Somos los recipientes. Nos llenamos
y nos vaciamos. Nos rompemos y nos volvemos a reconstruir para seguir adelante.
Somos las obras de arte hechas de pedazos, somos nuestras propias
creaciones llenas de cicatrices.
Somos los Kintsugi.
Nota de autor:
Aquí hablamos sobre el
escritor Ricardo Menéndez Salmón y su libro “Vidas irrevocables”.
Kintsugi— es una técnica centenaria japonesa que consiste en reparar
piezas de cerámica rotas. Sin embargo, también representa una filosofía de vida
que defiende la idea de que no tiene
ningún sentido ignorar las heridas o disimularlas.
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"Le Tré etá", Gustav Klimt |
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Jarrón estilo Kintsugi |
09/03/2025, Gijón
© La Pluma del Este
Estoy de acuerdo. Van a seguir siempre con nosotros por mucho que las ignoremos y las disimulemos. Bonito texto.:)
ResponderEliminarMuchas gracias por tomar tu tiempo para leerme y comentar. Un abrazo.
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