2 de mayo de 2025

La luz de la esperanza

La luz de la esperanza 



 

       —Que Dios te proteja y te devuelva sano y salvo. —Con estas palabras y un prolongado beso, Elisa se despidió de Abel, su prometido. Se mantuvo firme, sin demostrar la congoja que le estrujaba el corazón, pero por dentro rogaba al mar que no cobrara la vida de su amado, como a otros tantos, a cambio de la preciada pesca.
        Sin embargo, la barca de Abel no regresó ni aquel día, ni al siguiente… Pasó una semana… Pasó otra… Y otra más… Abel no volvía. La desesperación de Elisa iba en aumento igual que su barriga… Cada anochecer subía al promontorio desde el cual divisaba el mar hasta el lejano horizonte, ahí donde este se unía con el cielo en una finísima franja añil. Encendía un fanal que, con su resplandor, marcaba el camino a casa.
     Los del pueblo ya cuchicheaban a sus espaldas y sus padres la querían enviar con una prima lejana para «cubrir las vergüenzas» de su desdichada hija. Pero ella se negaba rotundamente. Debía estar ahí cuando Abel regrese.
    Las semanas dieron paso a los meses. El verano cedió su lugar al otoño y Elisa cada noche subía a la atalaya llevando el farol. Su padre, resignado, le construyó un refugio… Ahí, protegida de las embestidas de viento y lluvia, mantenía la llama viva de su fanal y de su esperanza. “Él volverá, seguro… Solo que está perdido… Y yo tengo que guiarlo a casa”. Repetía una y otra vez… Al principio, como la contestación a sus padres y vecinos, después como una consigna…
   En las puertas del invierno nació su hijo, Deene. Pobre muchacha, con la mente ida, no podía criar al bebé y sus padres lo entregaron a una buena familia. Ya eran mayores y con cuidar de su desdichada y demente hija era más que suficiente.
   Pasaban los años. Los viejos del pueblo ocupaban las tumbas del cementerio; también los padres de Elisa. Y ella ya vestía canas sobre sus andrajosos y desgastados ropajes. Algunos niños se reían de la pobre «loca del farol», pero los del pueblo no la molestaban y le llevaban la comida y alguna que otra prenda de abrigo. Para la mayoría, Elisa era un ser extraño, ya que no comprendían su obstinado amor y su inútil esperanza. Ella no ha sido la única que había perdido a alguien en el mar. La vida de pescadores era así: corta e imprevista.
     Una noche, a mediados de agosto, el farol en el promontorio se apagó… Los vecinos, sorprendidos, subieron para ver qué pasaba… El lugar estaba desierto. El viejo farol, hecho trizas. De Elisa, ni rastro. Igual, la pobre, se volvió loca del todo y se tiró por el acantilado. Y qué raro que no lo había hecho antes…
   Un tiempo después, algunos pescadores contaron que vieron entre las olas del mar a una pareja joven, que bailaba encima del agua, y aseguraban que eran Eliza y Abel, por fin reencontrados después de tantos años de espera…
         
 

                                                                                 02/05/2025, Gijón

© La Pluma del Este


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