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1 de febrero de 2024

Katia

 Katia


 

La pesada cadena le permite lo justo para llegar al agujero donde hacer sus necesidades. La cámara con su ojo de cíclope sigue cada uno de sus movimientos. A principio le daba mucha vergüenza, después, se acostumbró.
   Las heridas de los grilletes han creado una putrefacta costra en sus delicadas muñecas. El pelo, antes castaño y brillante, desde hace mucho necesita un buen lavado. De hecho, toda ella, sucia y llena de golpes, se asemejaba más a un animal que a un ser humano.
   Morder a sus captores y desafiarles tenía su castigo. No les obedecía. No admitía que le saquen las fotos en todas las posturas repugnantes posibles, haciendo cosas asquerosas con hombres adultos y hasta con animales… Después de una tremenda paliza terminó en este agujero. Ya perdió la noción de tiempo. ¿Cuánto lleva aquí? ¿Una semana? ¿Un mes?
   Hace mucho que no le traen ni agua ni comida, un trozo de pan rancio.  Arriba no comía tan mal. La necesitaban relativamente sana y bien parecida para las películas.
   A principio lloraba mucho. Ahora solo vagaba por el mundo de sombras de su vida pasada. ¿Acaso la tuvo? ¿O ha sido solo un sueño y ella siempre ha vivido en este agujero, encadenada a la pared y en plena oscuridad?
   Por una rendija de la ventana tapiada entró un rayo de luz. Muy pequeñito. Lo saludó. Le habló hasta que se ha ido. Y de nuevo, la oscuridad. Ella se enroscó como un perro y se abandonó a la inconsciencia.
   Explosiones… Disparos… Gritos… Ella ya está acostumbrada. La guerra es así. El ruido de una lucha cercana. Otra vez disparos, pero aquí, al lado… Un chillido… Una puerta que se abre… Un haz de luz… Voces… Aquí, cerca… Más voces… La reja se abre… Alguien entra en su jaula. Ella está muerta de miedo. Otra vez, no …
   La suave voz de una mujer le pregunta en ucraniano de cómo se llama. Le responde: «Katia». Hombres hablando, también en ucraniano. Le quitan los grilletes y la cadena del pie, la cubren con algo. Uno la coge en brazos. Ella se resiste, muerde y chilla. La mujer le dice muy bajito que está a salvo, que todo se acabó y que volverá a casa …
   Una lágrima resbala por la mejilla de la niña antes que esta se desmaye …





                                                                 
                                                                      01/02/2024, Gijón


2 de noviembre de 2023

La Guardiana del desierto

  

    La guardiana del desierto





Hoy le toca estar de guardia.
   Desde que lo destinaron al cuartel, uno de tantos, repartidos por la interminable frontera sur de la Unión Soviética, era su primera vez. Los compañeros le tomaban el pelo con los fantasmas del desierto y las docenas de bichos que podían matarle antes que un basmach. Avisos de no acostarse en el suelo raso, cerrar bien la tienda de campaña, mirar dentro de las botas… en forma de carteles, intentaban salvar la vida a los jóvenes soldados, venidos desde toda la URSS.
   Mikolay era un chaval del Norte de Ucrania, donde los campos dorados de trigo y los prados de un verde intenso se entremezclaban con los lagos y ríos. Al cumplir los dieciocho le ha tocado el servicio militar obligatorio.  Aquello le gustaba. Era una oportunidad de conocer las tierras lejanas y probarse a sí mismo como un hombre. Descontando las novatadas y la poca variedad de comida, él estaba contento. Y hoy, por fin, estaría en el desierto, protegiendo la frontera, en compañía de su AK-47, la radio, los prismáticos y dos bengalas que tenía que disparar si detectara algún movimiento sospechoso desde el lado enemigo, Afganistán. La frontera era una franja de tierra de unos veinte metros de ancho con el perfecto dibujo rayado. Si alguien la cruzara, enseguida se vería el rastro. Bajo su vigilancia estaban dos kilómetros de aquella interminable cinta.
   El sol, colgado sobre la cabeza de Mikolay, le hacía sudar a mares y cada poco tenía que secar los ojos para poder usar los prismáticos. Faltaban un par de horas para la bendecida sombra del risco que se elevaba a su lado derecho. Hasta entonces, tenía que aguantarse, bajo las capas de camuflaje.
   Por fin, el último rayo matador se escondió y Mikolay pudo respirar un halo del aire fresco. Cuando pisó por vez primera el desierto, su aroma especiado lo mareó. El chico del Norte quedó sobrecogido por su inmensidad e intenso calor. Aquí no había lugar para la debilidad y falsos pasos. El desierto podía matarte, enterrarte o, simplemente, dejarte ciego.
   Un ruido suave, de algo que se arrastra, le hizo estremecer. Giro la cabeza. Justo a su derecha, en una piedra plana, vio a una enorme cobra Real, enroscada en infinitos círculos. Su cabeza decorada con dos marcas doradas se apoyaba en su cuerpo. Y sus ojos de amarillo, más intenso que nunca haya visto, estaban fijos en él. El reptil encontró la sombra.
   El soldado quedó muy, pero que muy quieto, apenas sin respirar. Sabía que en unos segundos estaría muerto. Cerró los ojos. Muy fuerte. Todas las oraciones conocidas inundaron su cabeza. Ahora sabía lo que se siente antes de morir. «Por Dios, no he pedido que Masha se case conmigo. Y mi mamá, no lo soportará. Y mi padre. Soy hijo único. Dios, ayúdame».
   Segundos pasaban y la muerte no venía.
   Abrió los ojos. La serpiente ya no estaba ahí y en su lugar había un conejo muerto.
   Esperó un poco más. Ya estaba casi de noche cuando decidió a acercarse a la presa. El animalito todavía estaba templado. No tenía huella de mordedura. Su cabeza colgaba del cuello roto.
   Mikolay no lo podía creer. Era del todo imposible que la serpiente más venenosa de aquellos parajes y que solía matar a todo el ser viviente, no lo atacara. Y lo más insólito, que le haya dejado un presente.
   Muchacho decidió no contárselo a nadie. No quería que lo tomaran por un loco. Todo ha sido un sueño raro. Y lo del conejo. Bah. Dirá que lo ha cazado él mismo. Seguro que en la cocina le darán las gracias.
   A la siguiente guardia, él ya estaba preparado para el encuentro. Escribió cartas a sus padres y a aquella muchacha de ojos verdes, a la que amaba con locura y no se atrevía a pedir que se case con él. Por timidez. Por bobo. Ya ni sabía la razón.
   Al hacer la ronda, se fijó que las perfectas líneas de la frontera estaban marcadas con huellas de algún tipo de antílope. Y a unos cien metros vio una manada que saltaba hacia el territorio afgano. Avisó por la radio y apuntó la hora y el lugar del incidente.
   Cuando el sol tocó el risco y la pequeña sombra se proyectó sobre “la piedra de la serpiente”, él dejó un cuenco con leche que sacó a escondidas de la cocina. Hay que ser agradecido.
   Rodeado de sombras, esperó por su visitante peligrosa.
   La cobra apareció como un fantasma. Bebió la leche y de nuevo se enroscó sin quitar sus ojos de Mikolay.   
   El soldado volvió a rezar y esta vez, se santiguó con un gesto lento, por si estos eran sus últimos minutos en el mundo. Nada pasó.
   Al entrar la noche, la cobra desapareció y en su sitio de nuevo había un conejo.
   Y así, pasaron semanas: cada vez que Mikolay estaba de guardia, lo acompañaba la serpiente. Él ya le hablaba por bajito y ella, como si lo escuchara, sacaba su lengua bífida, pero sin el menor gesto de querer matarlo.
   Los antílopes otra vez cruzaron la frontera, pero hacia el lado soviético. Los compañeros decían que estarían migrando o algo así. Aunque estas idas y venidas eran del todo inusuales.
   Al muchacho quedaba una semana de servicio y no sabía cómo “decirlo” a su amiga serpiente. Su amiga, por Dios. Si alguien lo oyera, llamaría a un manicomio. Y, como siempre, recogió algo de leche y un trozo de pollo fresco: seguro que a ella le encantaría comer algo diferente.
   La frontera aparentemente estaba tranquila. De ambos lados se veían manadas de antílopes pastando. Nunca vio nada parecido, pero él no era un zoólogo. Lo más importante que no había señales de los basmachy.
   La cobra apareció, sin embargo, no se echó en la piedra, como siempre, sino que se acercó a Mikolay y se levantó delante de él con toda su altura y abrió el capuchón.  Sacó su lengua y sus peligrosos colmillos, llenos de veneno, quedaron a la vista. El soldado creyó morir ahí mismo. ¿Por qué después de tantos meses lo querría atacar ahora? Tenía pánico y se quedó congelado en el mismo sitio, segundos, minutos… ¿Horas? Cada vez que quería moverse, la cobra le cerraba el paso con la postura amenazante. De repente, desapareció.
   Mikolay cayó de rodillas y lloró. Apenas le quedaban fuerzas. Pasó la noche encogido, muerto de miedo y frío. Por la mañana el compañero de recambio no vino. Sin agua y comida quedó esperando cinco horas más. La radio no contestaba. Disparó las bengalas. Nada. Estaba solo. Decidió volver al fortín por su cuenta.
   Desde lejos vio una columna de humo y varios buitres sobrevolando la zona. Ahí estaba el cuartel. Según se acercaba veía los cuerpos de civiles y su ganado desperdigados por la carretera. El fortín estaba casi destruido. En los postes que quedaban en pie, colgaban los cuerpos de los oficiales. El olor fuerte de sangre y vísceras sobrevolaba aquel dantesco espectáculo. Los niños con sus madres, tirados como los despojos. Los soldados, fusilados frente la pared del campo de futbol. Ni los perros sobrevivieron. Deambuló entre las ruinas, buscando a alguien con vida. No encontró a nadie. Y si él estuviera aquí, también estaría muerto. La sospecha de que la cobra le salvó la vida, lo dejó estupefacto. ¿Cómo podía ser? Era del todo imposible. Después de comprobar que la línea telefónica estaba cortada y el poste de la radio, reducido a un amasijo de hierro, se desmayó…
   Ya había anochecido, cuando terminó de recoger y colocar los cuerpos en el edificio del comedor, que todavía quedaba en pie. Su cansancio superaba el nivel del aguante de un ser humano normal. El olor de cuerpos en descomposición ya era parte de él. Aun así, no podía dejarles tirados, ya que las manadas de chacales empezaban a rodear el fortín en busca de comida fácil.
   Con primeros rayos de sol, emprendió la marcha a la ciudad más cercana para avisar a las autoridades.
   Nadie le creyó. Los oficiales de la policía militar se turnaban con los agentes de la NKVD. La historia que contaba soldado Mikolay Kirilenko no tenía sentido. Lo encerraron en el calabozo por abandonar su destacamento y dejar la frontera desprotegida.
  Llevaba encerrado ya una semana. Los interrogatorios lo tenían hecho polvo. Llegó a cuestionarse a sí mismo sobre lo que había pasado. Pero docenas de muertos y sus cuerpos, sí eran reales. ¿Y la serpiente?…
   —Psss, chaval. Oye, aquí, al lado. Oí a los guardias. Te van a llevar a la capital. Diles que todo era un error o una imaginación tuya. Si te declaran loco, quedarás encerrado en un manicomio. De ahí no saldrás. Mejor en una prisión, te lo digo por experiencia. Dajima, la Guardiana del desierto, te ha escogido por algo. Te ha protegido. Vivirás. No es una cobra cualquiera…
 
   Los principios de los cincuenta eran muy difíciles, posguerra, escasos recursos y demasiados enemigos. La investigación de aquella matanza ha sido secreta, ya que los de arriba no tenían ganas de airear un fallo tan grande en la frontera con Afganistán. Los basmachy llevaban meses preparando esta incursión. Habían reunido centenares de los antílopes y las pasaban de un lado a otro de la frontera para despistar a los soviéticos. Hasta que aquella terrible noche, la han cruzado a caballo, escondidos entre los animales salvajes. Los tres puestos de vigilancia quedaron arrasados. El cuarto, de Mikolay, no. ¿No lo han visto? ¿El enemigo no tenía la información? Solo un joven soldado sabía la verdad. No le creyeron. Por esto, mi abuelo, aquel chico ucraniano, pasó diez años en el Gulag por ser “traidor a la patria” …
  
 
   



                                                  02/11/2023, Gijón

 

Nota de autor: basmachy – hoy en día los llamamos “talibanes”.

25 de septiembre de 2023

El secreto de mi madre

El secreto de mi madre

  


Como en un sueño entré por la puerta de mi casa. Sabía que tenía que buscar algo. Ah, sí. La ropa. Un vestido, creo. De mi madre. Contemplarla con aquella tela blanca era como verla desnuda. Y ella siempre ha sido muy coqueta.
   En su habitación todo seguía igual: la cama cubierta con un edredón de flores y un libro abierto; en la mesita, un jarrón con tres gerberas rojas; sus zapatillas en la alfombrilla de la cama y tropecientos marcos de fotos en la cómoda.
   Abrí el armario. El olor de su perfume me llenó los pulmones de recuerdos. Toqué su vestido verde con flores bancas diminutas, uno de sus preferidos: lo llevaba puesto cuando cenó por última vez con mi padre. Hace unos once años de aquello. Una americana de mi papá, también guardada para recordar. La gente mayor tiene unas fijaciones que no comprendemos. ¿Pero quién sabe qué tocará a nosotros? Prenda por prenda vi los últimos años de la vida de mi madre. Todo de colores alegres. Ella odiaba el negro.
   Por fin, debajo de una gabardina, encontré lo que buscaba: el vestido azul con lunares blancos. Al sacarlo, al suelo cayó un sobre amarillento. Qué raro. Dentro había una fotografía de una pareja joven: mi mamá y un hombre que no era mi padre. Los dos abrazados y sonriendo con las caras llenas de felicidad. Salí con estupor de mi abotargamiento. ¿Quién era él? ¿No se supone que mis padres se conocieron desde muy jovencitos y eran novios de toda la vida?
   Detrás de la foto con las letras apenas inteligibles estaba escrito: «14 de abril, 1974, Moscú. Olga y Víctor, amor para siempre».
   No entendía nada. Yo nací el veinte de septiembre. ¿Qué hacía mi madre en Moscú unos meses antes? En la foto ya estaría embarazada de mí. Aquello era un error, pero ahora no era el momento de indagar, después del funeral preguntaré a mi tía. Ella sabrá algo, seguro.
   Decenas de caras, algunas desconocidas, estuvieron dándome el pésame. Los de la funeraria y del seguro trajeron un montón de papeles para firmar. Y yo, como en un túnel, solo esperando que llegue el fin de aquello. Deseaba estar a solas con mi mamá para despedirme y disculparme por no pasar mucho tiempo con ella.
   Al día siguiente, iglesia, el cura, el organista y más firmas y pagos. Hay una parte de este proceso que es fría y burocrática, pero inevitable. El sonido de la losa de mármol, cerrando la tumba, dio por finalizada una etapa de mi vida. Adiós, mamá.
   Mi tía me llamó varias veces para ver que tal estaba y si quería tomar un café con ella. Mi madre era su hermana y la pobre lo pasaba fatal. Pero yo necesitaba algo de tiempo para averiguar quién era el tal Víctor. 
   Aproveché los dos días siguientes para registrar todos los papeles de mis padres. Miré en el trastero, la despensa, lo revolví todo. Abrí libro por libro de la enorme biblioteca. Pero sin resultado. Con la foto en la mano llamé a mi tía y avisé que iba a verla.
   —¿Cómo estás, hijo? Pasa. Llevo todos estos días sin pegar el ojo. Dios mío, qué desgracia. Tu madre era más joven que yo y se fue antes. No es normal. Mi querida hermanita —. Sus sollozos me han hecho llorar también.
   —Ya. La vida es así de injusta. Tía, quiero que me cuentes cómo eran mis padres antes de que yo naciera. Encontré esta foto. Mira lo que pone detrás…
     La cara de la mujer mayor se puso pálida.
  —¿De verdad lo quieres saber, hijo? Ya todos están muertos y hay que dejarlos en paz.
  — Por favor, tía. Las fechas no me cuadran. Según esta foto, mi madre ya estaba embarazada de mí. Yo nací en septiembre de ese mismo año. ¿Quién es este hombre? ¿Y mi padre, que pasa con él? Necesito saberlo.
   —Sergey, que en paz descanse, era un buen hombre y tú sabes mejor que nadie, que también era un padre maravilloso. Hizo todo por ti y por tu madre; que los dos seáis felices y con la vida arreglada. Déjalo estar.
   —No puedo, tía. Por favor, cuéntame. Estoy tan confundido con todo y siento que vivía rodeado de mentira.
   —No seas tan injusto con ellos.
   La mujer abrió la puerta del mueble bar y sacó una botella de whisky y dos vasos.
   — Creo que lo vamos a necesitar. Bueno, por donde empiezo… En noviembre de 1973 tu madre se fue a Moscú para un curso. En aquella época tu padre y ella se distanciaron por los estudios. Él se marchó a Polonia por un intercambio el año anterior. Así que se dieron tiempo para dedicarse a sus carreras. Ahí ella conoció a ese chico, Víctor.  Ella misma me confesó que «era el amor de su vida». Así eran sus palabras. No me quería escuchar ni a mí, ni a nuestra madre. Papá, tu abuelo, dijo que la dejemos en paz y que ella ya era mayorcita para saber lo que quería. Él era un periodista. De esos que buscan «cinco pies al gato». Lo que ella no nos contó que Víctor estaba investigando sobre un asesino y violador. Ni la policía, ni sus jefes le creían. Lo tenían por un loco. Víctor estaba obsesionado con la idea que era el mismo asesino que mató y violó a nueve mujeres. Aquellos eran tiempos difíciles y nadie quería pensar que podía existir alguien así. A finales de mayo, él fue a las afueras de Moscú en busca la información sobre un crimen más reciente. Y nunca volvió. Jamás se supo de él. Tu madre estaba desesperada. Tocó en todas las puertas para que lo busquen. Pero las autoridades se rieron en su cara —. Su tía se mojó los labios en el whisky y siguió con el relato —. Al asesino lo detuvieron un par de años después. Había matado y violado a más de treinta mujeres. Víctor tenía razón. Pero nadie lo reconoció. Quedó completamente olvidado. Tú naciste en Moscú. Tu abuelo fue hasta allí a buscarlos. Ahí estabais solos, ya que Víctor era huérfano. Tu padre, Sergey, cuando se enteró de todo, pidió a tu madre en matrimonio. Nunca la dejó de querer. Mi hermana, cabezota ella, lo rechazó por dos veces. Pero tú necesitabas a un padre y él te quiso nada más verte. Y cuando lo llamaste «papá», mi hermana aceptó. Han tenido una buena vida. Muy buena. Aunque la vi alguna vez con esta foto en la mano y la mirada ausente, llena de nostalgia.
   Después de oír toda la historia he podido completar la mía. Por fin comprendí esa parte obsesiva e indagadora de mi carácter que desconfiaba y buscaba la verdad por encima de todo. También, por qué yo no soportaba la injusticia y ponía todas mis fuerzas en la búsqueda y detención de un violador o un asesino. En toda mi familia yo era el primer agente de policía.
 



                                                                                                21/09/2023, Gijón

14 de febrero de 2023

La esperanza

 La esperanza

… La guerra terminará algún día y la vida volverá a vivir.


 
   El invierno tardío cubre las calles con la sucia y pringosa nieve. Ni todas las ventiscas del mundo podrían ocultar los retorcidos esqueletos de los árboles y las siniestras ruinas de los edificios. Parece que la ilusión y la belleza invernal han abandonado aquella tierra, herida de muerte.
    No se oye nada; la desolación lo envuelve todo. No se ve ni un alma; la vida, que otrora repasaba esta ciudad, ahora estaba muerta.
    De repente, una risa infantil rompe el silencio estancado. Entre las ruinas de lo que antes era un orfanato aparece flotando un globo rojo y le sigue una carita sonriente de un niño. 
   —¿Quieres jugar?— pregunta.
    Esperanza…






                                                                        18/11/2022, Gijón



15 de octubre de 2022

El regalo

El regalo

 


Me llamo Alex.
Hoy cumplo seis años. Mis papás dicen que es un día muy especial. A mí me parece como Navidad, sin arbolito, pero con muchos regalos. Hoy es diferente: mi papá no está. Se fue a la guerra. Yo y mi mamá nos escondemos en la casa de los abuelos.
   Timbre…
   Es un mensajero.
   Mamá sonríe y me da una caja.
   —¡Hurra! ¡Iron Man! ¡Mi héroe preferido!
   Teléfono…
   Mamá grita y rompe a llorar. Me abraza muy fuerte.
   — Alex, cariño, ya no tenemos a papá, se fue al cielo.
   Yo miro a mi nuevo juguete, el último regalo de mi padre.
   Para siempre

                                                                 














                                                                                                                                      
                                               Dedicado a los niños ucranianos que nunca volverán a ver a sus padres