Doña Inés
(Serie «Amor en el ocaso»)
—
¡Ernesto, abrázame y no
me sueltes nunca! —
¡Sí,
amor mío! Eres
la única para mí. Te amo, Magnolia. Huye
conmigo… Teléfono… Echa
una mirada de fastidio al techo y pone en pausa la televisión. Será
otro vendedor de estos que la tienen harta con tanta llamadita. —
¡Diga! —
Abuela, soy Lucía. —
Ay, hija mía, perdona. ¿Ha pasado algo? —
No, abuela. Tengo que contarte una cosa. Te veo en un rato. «Qué
raro. ¿Qué será lo que esté tramando mi nieta?» — doña Inés
vuelve a dar al “play” y sigue con la escena de los enamorados. Timbre… —
Hola, abuela. No te enfades conmigo. Lo hice porque te quiero
muchísimo. No te pongas nerviosa. O, mejor, siéntate. La
muchacha empieza a dar vueltas por el salón cogiendo y soltando los
adornos. La anciana la observa, deseando que rompa alguno. Le faltaba
valor para desprenderse de esas chucherías. —
Abuela, desde la muerte del abuelo, vives muy sola. No, no, déjame hablar, porfa. Sí, estamos todos nosotros. Pero no es lo mismo.
Necesitas divertirte. Ya, ya, tus amigas. Pero no es lo mismo.
¿Pilates? Ya lo sé. No-es-lo-mis-mo. Necesitas un novio. Respira,
abuela. Tampoco es para tanto. Te he apuntado a una página de
internet. No te enfades. Es un sitio para la gente sería que busca
pareja. Noooo, no son ligues. No te tomo el pelo. Lucía saca una tablet. —
Mira, abuela. Esta eres tú. Puse la foto de perfil, la más bonita
que tienes. Es de las últimas fiestas del pueblo donde llevabas
aquel vestido verde que te favorece muchísimo. Doña
Inés se quedó sin palabras. Todavía en su cabeza los enamorados de
la novela cabalgaban juntos hacia el ocaso… —
Pues verás, abuela. Tienes varios admiradores que te han mandado
corazones. Ahora puedes visitar sus perfiles también. Y si alguno
te gusta, le devuelves el corazón. Así podréis chatear y, si te
apetece, quedar para conoceros. Te enseño cómo funciona la web y te
dejo la tablet. Después
de una clase intensiva y tomando los apuntes, doña Inés se sumergió
en el mundo de citas por internet… Con
casi setenta años, todavía estaba de buen ver. Comía sano, hacía
ejercicios, leía muchísimo y se interesaba por todo. Añoraba a su
Julito, que en paz descanse, pero al mismo tiempo deseaba ese algo
que la hiciera vibrar e ilusionarse para lo que le queda de vida o
de cabeza. Durante
tres meses siguientes mantuvo conversaciones por internet que acabaron en
varios encuentros para tomar un café y pasear, alguna que otra cena
y… un tremendo chasco. Nadie le hizo tilín. Lucía le decía que no
perdiera la esperanza. Pero ya estaba cansada. Así que decidió
darse de baja y volver a la tranquilidad y las novelas románticas. Entró
en su cuenta y vio que tenía un mensaje:
«Estimada Señora. Para mí sería un enorme placer poder conocerla en persona. Ya no somos
jovencitos para perder el tiempo en un chat. Me quedo a su
disposición para que elija la hora, el día y el lugar. Espero su
respuesta. Un cariñoso saludo, Alejandro Álvarez Fernández». «Madre
mía —pensó doña Inés—, cuánta caballerosidad y qué
romántico. Bueno, no pierdo nada por ir, aunque sea la última vez.»
Dicho
y hecho. La
cita sería mañana, a las siete de la tarde, en la terraza de un café
que abrieron hace poco. Estaba algo lejos, pero mejor así.
Se
puso unos vaqueros, que le sentaban estupendamente (Pilates sí que
funciona), blusa blanca, botines camperos y la chaqueta vaquera,
regalo de su nieta. En la espalda tenía escrito: “Las roqueras no
tienen edad”.
Cuando
llegó al café, se fijó en él enseguida. No parecía a nadie a
quien conozca. Camiseta negra. Gafas oscuras. La barba bien recortada
de color blanco inmaculado. Brazos con tatuajes. En la mesa, una rosa
roja.
Cuando
la vio, se levantó, se quitó las gafas y los ojos de color azul cielo,
rodeados de finas arrugas, han acompañado a su bonita sonrisa.
—
Hola, Inés. Es un placer conocerte en persona. Soy Alejandro, pero
los amigos me llaman Alex. ¿Nos sentamos?
La
charla agradable empezó a fluir como el agua. Él tenía setenta años,
también viudo, con dos hijos adultos y un nieto. Le gustaba el
deporte, viajar, leer y la cocina. Y algún día le encantaría
cocinar para ella.
Doña
Inés estaba en las nubes. Era un hombre casi perfecto.
Cuando
llegó la hora de despedirse, él se ofreció a acercarla hasta su
casa. A no ser, que ella tenía miedo de montarse en una moto.
Por
Dios, ¡no!
Después,
doña Inés se subió al corcel metálico y se abrazó fuertemente a
la ancha espalda de su galán. Y, con el rugido del motor, los dos
“cabalgaron” hacia el ocaso…
FIN
28/07/2023, Gijón