En silencio
En silencio
TRAICIÓN
15/03/2024, Gijón
Don Alejandro
(Serie «El
amor en el ocaso» N.1)
Él decidió
quedarse. No quería dejarla sola, así no. Se sentía culpable por no cuidarla
mejor, por no encontrar los mejores médicos, mejores tratamientos… Cualquier cosa que la salvara. Juntos han perdido la guerra y ella era la víctima.
Se fue tan
joven, tan llena de vitalidad, con tantas cosas por hacer. Maldita sea esta
porquería de vida: los buenos se mueren demasiado pronto y los malnacidos,
pisan la tierra hasta una vejez inmerecida. ¿Qué será de él? ¿Cómo estarán sus
hijos? Sí. Ya son adultos y lo comprenden. Pero él se siente menos hombre por
no proteger a su amor, a su mujer del puto cáncer. Quiere maldecir, pelearse
con alguien y con todos. Destrozar este
negro obelisco dónde está ella…
—Papá, ven a
casa. Ya anochece. Llevas aquí casi cinco horas. Vente conmigo, —su hijo mayor,
Julio, le echó una chaqueta por encima y lo abrazó—. Miguel y Natalia están en
casa esperándote para cenar. Llevas días sin comer en condiciones. Javi se
durmió, pobre. Te esperaba para que le leas un cuento. Ven, por favor.
Con el cuerpo
entumecido le costó caminar hasta el coche: «Así será mi vida —se
estremeció—. Paso a paso hasta que la de
la guadaña me lleve con mi esposa» …
Quince años
de aquello y la puñetera muerte lo sigue esquivando.
Los hijos ya
peinan canas. Su nieto, Javier, en la universidad. Y él, sigue viviendo sin
vivir y a punto de jubilarse. Las veces que soñó con Victoria, su mujer, esta
le pedía que deje de culparse a sí mismo; que viva, que sea feliz, que piense
en sus hijos y nietos. Pero la culpa seguía corroyéndolo por dentro. Sin
embargo, también reconocía que tenía que cambiar y hacer un esfuerzo para que
su vida no sea una mera existencia.
El internet
no era algo nuevo para él. De hecho, le encantaba.
Al mes desde
su jubilación se puso a mirar las motos. Puede ser descabellado para un hombre
de sesenta y pico que nunca montó en una motocicleta. Las “famosas” crisis de
los cuarenta y cincuenta las pasó cuidando de su mujer y criando a los hijos,
así que no ha podido permitirse este lujo.
Después de
mirar decenas de páginas encontró una Harley de segunda mano a buen precio.
Necesitaba algo de restauración y cariño para que volviera a ser una moto de
ensueño. Su nieto mayor estaba encantado. Los hijos y las nueras le llamaron un
“viejo insensato”. Y que “estaba loco
para montar una moto con casi setenta años”. «Bah. No hay quien los entienda —
pensaba —. Se quejan por todo. O no vivo o me arriesgo demasiado».
Un año de
trabajos con la moto en compañía de Javi, hizo que su alma
rejuvenezca. En vez de un nieto, tenía a un amigo joven que lo mantenía al
tanto de las novedades en este mundo tan loco e inmediato. Iba al gimnasio,
empezó a correr, se apuntó a las clases de cocina. Y, madre mía, ahí estaba
rodeado de mujeres. Poco a poco dejo de sentirse culpable y hasta lo divertía
aquello.
Cuando
visitaba la tumba de su esposa, le contaba sus aventuras, aunque sin tener
todavía el valor suficiente para dar un paso a algo más serio. Casi veinte años
después de su muerte, seguía oliendo su inolvidable perfume.
En las clases
conoció a varias mujeres que ahora eran sus amigas. Llegó a valorar tanto su amistad que no
quería estropearla con una relación más personal. Ha sido Javier quien le aconsejó a apuntarse
a una página de citas.
Aquel mundo
le pareció una jungla. Bueno, quizás exagerara un poco. Las fotos de muchos
perfiles no tenían nada que ver con la realidad. Don Alejandro no entendía
tanta impostura: «¿Si ya somos viejos, para qué mentir?»
Ha quedado
con mujeres. Algunas interesantes y con una conversación amena. Otras, tímidas y muy pendientes de sus hijos
y nietos y que no tenían el tiempo para ellas mismas. No comprendía que los
familiares abusasen tanto sin dar la oportunidad a que estas, todavía bonitas
señoras, pudieran disfrutar de la vida.
Ninguna se
atrevió a acompañarlo a dar un paseo en su Harley. Lo miraban como a un loco e
imprudente.
Y así,
pasaron casi seis meses …
El bar no
estaba lleno: se oía la música rock entremezclada con el murmullo de
conversaciones. Don Alejandro buscó una mesa libre y se sentó para esperar a
sus hijos. Tenía ganas de contarles sobre el futuro viaje en moto por Europa
del Este. Sabía que no les iba a gustar, pero este era su deseo. Quería vivir
la aventura de un “viajero solitario”. «Qué juego de palabras más avenido» —.
Esa idea lo hizo sonreír para dentro. Pidió una caña tostada y se puso a leer un
periódico.
—Abuela, “El
amor en el ocaso” no es una tontería. Claro que a la primera no vas a conocer a
tu caballero andante o lo que sea… Ya… Pero tres meses no son nada. Te pido que
esperes un par de semanas, nada más.
La
conversación de la mesa de al lado dejó a nuestro hombre muy intrigado. Él
también estaba apuntado en esta misma página. ¡Qué coincidencia! Se giró y
disimuladamente buscó a la “abuela”.
En la mesa
del fondo había dos mujeres. Una, chica joven, no más de diecinueve o veinte
años y una señora de buen ver. Elegante, pero sin esforzarse. Media melena de
castaño claro. Parece que los ojos eran de color verde. Pequeños, pero bonitos.
Labios color rosa con un toque de brillo. Este efecto le gustó mucho. Cuando
pasaba su mano para colocar el pelo detrás de la oreja derecha, se veía un
pendiente plateado en forma de aro. Aun así, el mechón rebelde, volvía a su sitio.
Y ella, repetía el mismo gesto. A don Alejandro esto pareció muy femenino y
sensual. La camiseta negra de Ramones y la chaqueta de cuero le gritó que la
señora tenía alma roquera. ¡Woow!
Afinó más el
oído a lo que contestaba la “abuela”:
—Bueno,
cariño. Te haré caso. Esperaré. Sin embargo…
—Hola, papá.
Te vemos bien. —Don Alejandro dio un respingo y perdió el hilo de conversación
femenina —¿Tomas otra?
Mientras Juan
y Miguel pedían las consumiciones, las dos mujeres se levantaron para irse.
—Cuenta,
papá. ¿De qué querías hablar con nosotros? —Miguel, repantigado en la silla de
enfrente, le guiñó un ojo—. ¿Conociste a alguien?
—Noooo. ¡Qué
va! Solo quería ver a mis hijos, tomar unas cervezas e ir a picar algo. Hace
tiempo que no charlamos de nuestras cosas.
Mientras
compartía un rato agradable con sus chicos, don Alejandro daba vueltas en la
cabeza sobre aquella mujer y que tenía que encontrarla sin demora. Y que
los dos estuvieran en la misma página era una señal. ¿Por qué no había visto su
perfil antes?
Nada más
llegar a casa, el hombre se puso a buscar a la mujer misteriosa. ¡Por fin!
Su nombre es
Inés. (Muy bonito). Sesenta y ocho años. Viuda. Tiene unos preciosos ojos
verdes. Le gusta el rock. Bailar. Cocinar. Leer. Tomar una copa de vino en una
agradable compañía. Le encantaría vivir aventuras. Su lema: «La edad no es
importante, sino la actitud».
¡Una mujer
perfecta! Tenía ganas de conocerla en persona y confirmar la extraña sensación
que tuvo al verla en el bar.
Dicho y
hecho. Nuestro caballero le escribió un mensaje con la esperanza que lo lea
pronto y acepte la invitación:
«Estimada Señora.
Para mí sería un enorme placer poder conocerla en persona. Ya no somos
jovencitos para perder el tiempo en un chat. Me quedo a su disposición para que
elija la hora, el día y el lugar. Espero su respuesta.
Un cariñoso saludo, Alejandro Álvarez Fernández» …
13/12/2023, Gijón
(Continúa en «Las citas de la abuela»)
Mientras en muchos países los niños disfrazados recorren las calles en busca de caramelos y diversión, en la pequeña ciudad de Río Blanco no se ve ni un alma. No hay festejos, no hay risas, no hay disfraces. Con los últimos rayos de sol, toda la población queda encerrada en sus casas. Ni los perros rondan por las desiertas calles.
¿Cuál es la razón de este miedo? Te lo voy a
contar, querido lector.
En 1875 la ciudad de Río Blanco rebozaba de
vida y prosperidad. Los tratantes de ganado se reunían en grandes ferias. Los
vendedores de todo tipo de cosas y remedios pululaban entre los puestos. El
dinero y oro corría de unas manos a otras y alcohol, para animar aquello, no
podía faltar. Los jornaleros y vaqueros montaban las broncas y se mataban entre ellos. Las matronas y jóvenes casaderas iban de compras o a la misa. Las mujeres
alegres paseaban los cancanes de sus escotados vestidos por las polvorientas
calles, en busca de clientes. La vida típica de una población del Nuevo Mundo.
Pues esta ciudad también tenía a un alcalde.
Un hombre cincuentón, corpulento, con ropa de calidad, reloj de oro en su
cadena y lustrosas botas. No era guapo, ni mucho menos. Los pequeños ojos de
pez bajo unas hirsutas cejas miraban al mundo con desprecio. Su nariz rota
contaba que no era ajeno a una buena pelea. El sombrero de ala ancha cubría su
enorme cabeza. Don Pedro, así se llamaba, era un hombre de negocios y el dueño
de más de la mitad de la ciudad y de las tierras alrededor. Hacía y deshacía a su
antojo. Casi todos le debían el dinero o algún favor. Él era la Orden y la Ley.
El mismísimo alguacil estaba a su servicio.
Don Ernesto Valle, era el panadero local. Una
noche, no se sabe por qué, su negocio se quemó. La “generosidad” del alcalde le
permitió no quedar en la calle con su familia y con un préstamo pudo abrir la
nueva panadería. Hace diez años de aquello. De hecho, la mujer de Ernesto,
Mercedes, le decía que jamás estarían libres de don Pedro, ya que la deuda
apenas menguaba.
Marina, la hija del panadero, era una
preciosa muchacha de diecinueve años. La harina se transformaba en sus delicadas
manos en esponjosos buñuelos, crujientes galletas, ricas empanadas y todo tipo
de pasteles. Por esto la panadería tenía mucha fama en los alrededores. Así es
como se conocieron ella y el guapo Roberto que vino acompañando a su madre. El
muchacho se quedó prendado de Marina y empezó a pasar cada día con cualquier
excusa. Los amigos ya le tomaban el pelo diciendo que se iba a poner como un
tonel si seguía comiendo tanta dulcería. Y a Marina le encantaba. Guardaba para su Roberto los trozos más ricos y hasta le hacía pastelitos. Así nuestros
tortolitos se enamoraban más y más, hasta que un día fueron juntos a las
fiestas del pueblo.
La muchacha se puso su mejor vestido y estaba especialmente guapa: el amor que sentía le iluminaba la cara y sus ojos de color de espliego brillaban como nunca. Bailó con Roberto, abrazada a él, delante de todos. A sus padres le parecía un buen partido. Y a la viuda, la madre del muchacho, también. Sonaban las campanas de boda… Ahí es cuando don Pedro se fijó en ella. Y la quiso para él.
La mañana siguiente mandó a llamar al panadero.
—Don Pedro, buenos días.
—Ay, don Ernesto. ¡Cuánto tiempo! Pase,
pase, siéntese. ¿Café, té, ron? Tengo uno muy bueno que me enviaron desde Cuba.
Sí, para lo que tenemos que hablar, el ron es lo mejor—. Después de servir dos copas con el chinchín
incluido, el alcalde fue directamente al grano: —Sabe, don Ernesto, que soy
viudo y mi hijo está más tonto que Abundio. Quiero casarme y tener un heredero
como Dios manda. Y claro, la chica tiene que ser joven y de buena sangre. El
dinero no me importa. Ya tengo más que suficiente. Ayer he visto a tu hija. Una
moza muy guapa. Digna de llevar los vestidos de París y joyas caras. Quiero
tenerla como esposa y la madre de mis hijos. No, no, no… Todavía no diga nada.
Sé que tenemos asuntos pendientes y los quiero resolver. No voy a cobrar los
intereses ni el préstamo a mis consuegros. Su familia no me debe nada. Aquí
está el documento para firmar. —El panadero, con la cara del mismo color que
papel, se puso a temblar—. Pues brindemos y demos la mano.
—Pe…, pe…, pero, don Pedro. Me…, me halaga
mucho. Pero mi hija ya tiene novio. Parece que ella está enamorada de un chico,
Roberto se llama.
—Sí, la vi bailar con un muerto de hambre.
—Es un buen muchacho y muy trabajador. Y se
quieren.
—¿Te niegas ser mi familia? ¿Te niegas la
felicidad de tu hija? ¡¡Serás desagradecido!! ¿Sabes que puedo quedarme con tu
panadería y con tu hija igual? ¿Sabes que puedo echar a la calle a ti, a tu
mujer y a los mocosos que tenéis y, aun así, quedarme con tu hija? Fuera de mi
vista, desgraciado. Te doy tiempo hasta la noche. Ven aquí con tu mujer.
Hablaremos sobre los preparativos de boda.
Nada más salir don Ernesto, el alcalde llamó
al alguacil y le ordenó que vigilen la panadería y a su futura esposa.
La proposición de don Pedro ha caído como el
jarro de agua fría en el hogar de los Valle. La amenaza de dejar a toda la
familia sin nada y el casamiento forzoso de la hija mayor llenó la casa de
gritos, lloros y tristeza. Marina rogaba a Dios que todo fuera un sueño. Amaba
a Roberto con todo el alma y deseaba casarse con él y no con un viejo maligno.
Se sentía rota por dentro. Pero sus padres y hermanos dependían de ella. No
podía dejar que se queden en la calle. El hermanito más pequeño solo tenía tres
años. Mamá lloraba sin parar. Su padre, con los hombros hundidos, se veía
superado por los hechos. Juan, su hermano, dijo que iba a matar al alcalde.
Marina era una estatua entre aquel caos de sentimientos. Por más que le duela,
debía aceptar la proposición. Ella no importaba. ¡Por Dios! Roberto. Tenía que
hablar con él y explicarle que no podrán estar juntos nunca más.
—Papá, mamá, acepto. No os preocupéis por mí.
Estaré bien. —Les abrazó fuertemente, ahogándose en sus propias lágrimas—. Papá,
lee bien el documento antes de firmarlo. Soy feliz ya que la deuda estará
soldada.
Cuando sus padres se fueron a la mansión de
don Pedro, Marina se escabulló por la puerta del patio para contar las nuevas a
Roberto. No le iba a gustar. Pero poco podían hacer al respecto. La siguieron
tres sombras.
—¡¡No!! ¡No lo acepto! ¿Por qué me dices
esto, Marina? Te amo. Eres mi vida. Ayer aceptaste casarte conmigo. ¿Por qué
este cambio?… No lo entiendo. ¿Acaso hice algo malo? ¿Ya no me quieres?
Dímelo en la cara, Marina. ¡Mírame a los ojos y dime que ya no me quieres!
—No te quiero, Roberto. Voy a casarme con el
alcalde. Es un hombre de verdad y me dará una buena vida. Tú eres bueno, pero
sin un centavo. Adiós, Roberto. Y procura no pasar ni por mi casa ni por la dulcería.
No me agrada verte. —Después de decir estas horribles palabras al amor de su
vida y dirigirle la mirada llena de altanería y desprecio, Marina obligó a
mover sus pies para salir del granero, testigo mudo de sus encuentros en los
últimos cinco meses. La siguió una sombra.
Al llegar a casa, la muchacha tropezó de
bruces con don Pedro que estaba fumando en la veranda. Con la mirada lasciva la
repasó de arriba abajo y escupió el puro.
—Si piensas que voy a aguantar tus líos y la
falta de respeto, estás equivocada, querida. Si quieres que este muerto de
hambre viva, olvídate de él. —La agarró y la besó con fuerza. Marina lo mordió
y él la abofeteó—. Cuidado, pequeña zorra. No voy a permitir que me desafíes.
Solo con una orden, dejo a toda tu familia sin nada. Grábatelo en esa bonita
cabeza. La boda será de hoy en tres días.
Como en un sueño, Marina se dejó llevar por
los preparativos de las nupcias. Le preguntaban algo, ella asentía con la
cabeza; bebía cuando le daban de beber; comía alguna cosa. Iba de un lado a
otro. Probaba vestidos, joyas. No veía a su padre. Tampoco a mamá. Se suponía
que la madre de la novia estaría presente en todo momento, pero a la doña
Mercedes estaba prohibida la entrada en la mansión del alcalde. Cada vez que
cerraba los ojos, Marina veía a Roberto que la miraba con la incredulidad y el tremendo dolor
de un corazón roto. La muchacha repugnaba a sí misma.
Llegó el día. En la engalanada y llena de
flores iglesia no cabía ni un alfiler. Todo el pueblo estaba celebrando la boda
del alcalde y su joven novia. Don Ernesto entregó a su hija con lágrimas en los
ojos.
—Perdóname, hijita.
—Te quiero, papá. Estaré bien.
Cuando don Pedro le puso el anillo de oro,
ella sintió las esposas y las cadenas en sus manos. «Ya nada será igual… Nunca seré libre… Pobre Roberto… ¿Dónde estás, mi amor?»
En pleno apogeo del banquete, el alcalde se
levantó:
—Queridos parroquianos, les agradezco su
presencia en mi boda. Soy feliz por tener una bella esposa y para demostrar mi
amor por ella le hago un regalo especial. Está fuera, en la plaza. Salid todos.
Ven, Marina. Seguro que te quedarás sin palabras—. La agarro fuerte por el
brazo y la sacó de la mesa.
Fuera anochecía. Todavía los últimos
reflejos de sol iluminaban la ciudad. Una suave brisa otoñal jugaba con las
hojas coloridas de los árboles. Los invitados y la gente del pueblo se
apartaban para dejar pasar a la pareja de recién casados. Un silencio forzado y
las miradas furtivas decían que algo raro, algo malo, estaba sucediendo. Marina
sintió un escalofrío.
Cuando el muro humano se acabó y llegaron
el centro de la plaza, vieron cuerpo de un hombre tirado entre barro y
excrementos de caballos. Parecía estar muerto. Marina no entendía nada. ¿Un
regalo especial? Se acercó un poco más al pobre infeliz. Su cara, llena de
golpes, estaba irreconocible. Apenas respiraba. ¡¡¡Dios!!! Era Roberto. Su
amado y añorado Roberto. Se tiró para auxiliarlo. Lo cogió en sus brazos y
gritó. Gritó con tanta fuerza que los presentes han sentido su dolor.
—¿¿¡Por qué!?? ¡¡Roberto, mi amor!! ¿Qué te
han hecho estos desgraciados? ¡Que alguien me ayude! ¡Doctor Pérez, por favor,
ayúdeme! ¿Por qué se va? —Marina se giró hacia el alcalde—. Fuiste tú,
desgraciado. No te era suficiente conmigo y tuviste que mandar que lo maten. Maldito…
Don Pedro gozaba con aquella escena. Nada le complacía más que ver a la gente destruida, arrodillada y sucumbida a su poder.
La muchacha abrazaba a su amante y lo mecía
como a un bebé. Pedía ayuda. Suplicaba. La madre de Roberto intentó pegar al
demonio que hizo aquello con su único hijo. Un golpe fuerte con la culata de
pistola, la dejo tirada al lado del moribundo. Decenas de vecinos solo
observaban. Callados.
El río de lágrimas de Marina lavó la cara
del muchacho. Por un momento él abrió los ojos y la reconoció. Con una sonrisa en
su boca rota se dejó ir…
—¡¡¡Noooo!!!… ¡¡¡Noooo!!!… ¡¡¡No me
dejes!!!… ¡Llévame contigo, mi amor! —Sus gemidos llenos de dolor retumbaron
en los corazones cobardes de los presentes.
El alcalde, cansado de tanto alboroto, agarró
a su joven esposa. Ya era suficiente de tanto espectáculo. Marina se revolvió y
le escupió la cara y le clavó las uñas. El hombre no lo esperaba y la soltó.
Ella recogió su vestido y echo a correr hasta la iglesia. Sabía dónde estaba la
escalera del campanario. La subió volando. Oía que la seguían, pero no le
importó.
Cuando llego arriba de la torre, vio a sus padres
que lloraban y gritaban desconsolados, y a decenas de ojos mirando arriba. Los
cuerpos de Roberto y de su madre seguían ahí. Y antes de arrojarse al vacío
gritó una maldición:
—¡Malditos seáis todos vosotros y vuestra
sangre! ¡Jamás saldréis de aquí, ni vuestros hijos, ni vuestros nietos! Todos
seréis los invitados eternos en nuestra boda.
Al año siguiente, treinta y uno de octubre,
cuando el último rayo de sol se había apagado, en la plaza de Río Blanco,
apareció una pareja de novios. Eran Marina y Roberto. Ella, bella y con su
blanco vestido manchado de sangre. Y él, con la cara destrozada y ropa hecha
jirones. Caminaban, cogidos de la mano y a cada persona que encontraban por la
calle, la invitaba a su boda. Los vecinos huían despavoridos y al día siguiente
no despertaban. Y así, año tras año, habitantes de Río Blanco y viajeros,
engrosaban las filas de los invitados. En diez otoños, ya era una multitud de
los no vivos que inundaba las calles, bailando y festejando las
nupcias eternas de la hija del panadero y del hijo de la viuda.
La gente aterrorizada intentaba huir de la ciudad. Pero llegaba solo hasta la última finca. Es como si una fuerza
invisible les estropeaba las carretas, rompía las piernas o volvía locos a los
caballos; dejaba los coches muertos y ocasionaba un tremendo malestar en las
personas. El visitante que se quedaba en Río Blanco más de tres días no volvía
a salir.
Ni brujos, ni exorcistas, ni especialistas
en lo paranormal, ni científicos podían dar una explicación razonable a
aquello. Intentaron poner la sal en las tumbas de los desdichados novios; hacer
misas en su memoria. Nada de nada. La
fuerza de aquella maldición había sido tan fuerte como el amor más puro.
Ahora, querido lector, te tengo que dejar.
Mira la hora qué es y todavía me faltan ventanas por cerrar y puertas por
trancar. No tengo ninguna gana de bailar eternamente en la boda de los novios
errantes.
22/11/2023, Gijón
Como en un sueño entré por la puerta de mi casa. Sabía que tenía que
buscar algo. Ah, sí. La ropa. Un vestido, creo. De mi madre. Contemplarla con
aquella tela blanca era como verla desnuda. Y ella siempre ha sido muy coqueta.
En su habitación todo seguía igual: la cama cubierta con un edredón de
flores y un libro abierto; en la mesita, un jarrón con tres gerberas rojas; sus
zapatillas en la alfombrilla de la cama y tropecientos marcos de fotos en la
cómoda.
Abrí el armario. El olor de su perfume me llenó los pulmones de
recuerdos. Toqué su vestido verde con flores bancas diminutas, uno de sus
preferidos: lo llevaba puesto cuando cenó por última vez con mi padre. Hace
unos once años de aquello. Una americana de mi papá, también guardada
para recordar. La gente mayor tiene unas fijaciones que no comprendemos. ¿Pero
quién sabe qué tocará a nosotros? Prenda por prenda vi los últimos años de la
vida de mi madre. Todo de colores alegres. Ella odiaba el negro.
Por fin, debajo de una gabardina, encontré lo que buscaba: el vestido
azul con lunares blancos. Al sacarlo, al suelo cayó un sobre amarillento. Qué
raro. Dentro había una fotografía de una pareja joven: mi mamá y un hombre que
no era mi padre. Los dos abrazados y sonriendo con las caras llenas de
felicidad. Salí con estupor de mi abotargamiento. ¿Quién era él? ¿No se supone
que mis padres se conocieron desde muy jovencitos y eran novios de toda la vida?
Detrás de la foto con las letras apenas inteligibles estaba escrito: «14
de abril, 1974, Moscú. Olga y Víctor, amor para siempre».
No entendía nada. Yo nací el veinte de septiembre. ¿Qué hacía mi madre
en Moscú unos meses antes? En la foto ya estaría embarazada de mí. Aquello era
un error, pero ahora no era el momento de indagar, después del funeral
preguntaré a mi tía. Ella sabrá algo, seguro.
Decenas de caras, algunas desconocidas, estuvieron dándome el pésame.
Los de la funeraria y del seguro trajeron un montón de papeles para firmar. Y
yo, como en un túnel, solo esperando que llegue el fin de aquello. Deseaba
estar a solas con mi mamá para despedirme y disculparme por no pasar mucho
tiempo con ella.
Al día siguiente, iglesia, el cura, el organista y más firmas y pagos.
Hay una parte de este proceso que es fría y burocrática, pero inevitable. El
sonido de la losa de mármol, cerrando la tumba, dio por finalizada una etapa de
mi vida. Adiós, mamá.
Mi tía me llamó varias veces para ver que tal estaba y si quería tomar
un café con ella. Mi madre era su hermana y la pobre lo pasaba fatal. Pero yo
necesitaba algo de tiempo para averiguar quién era el tal Víctor.
Aproveché los dos días siguientes para registrar todos los papeles de
mis padres. Miré en el trastero, la despensa, lo revolví todo. Abrí libro por
libro de la enorme biblioteca. Pero sin resultado. Con la foto en la mano llamé
a mi tía y avisé que iba a verla.
—¿Cómo estás, hijo? Pasa. Llevo todos estos días sin pegar el ojo. Dios
mío, qué desgracia. Tu madre era más joven que yo y se fue antes. No es normal.
Mi querida hermanita —. Sus sollozos me han hecho llorar también.
—Ya. La vida es así de injusta. Tía, quiero que me cuentes cómo eran mis
padres antes de que yo naciera. Encontré esta foto. Mira lo que pone detrás…
La cara de la mujer mayor se
puso pálida.
—¿De verdad lo quieres saber, hijo? Ya todos están muertos y hay que
dejarlos en paz.
— Por favor, tía. Las fechas no
me cuadran. Según esta foto, mi madre ya estaba embarazada de mí. Yo nací en
septiembre de ese mismo año. ¿Quién es este hombre? ¿Y mi padre, que pasa con
él? Necesito saberlo.
—Sergey, que en paz descanse, era un buen hombre y tú sabes mejor que
nadie, que también era un padre maravilloso. Hizo todo por ti y por tu madre; que
los dos seáis felices y con la vida arreglada. Déjalo estar.
—No puedo, tía. Por favor, cuéntame. Estoy tan confundido con todo y
siento que vivía rodeado de mentira.
—No seas tan injusto con ellos.
La mujer abrió la puerta del mueble bar y sacó una botella de whisky y
dos vasos.
— Creo que lo vamos a necesitar. Bueno, por donde empiezo… En noviembre
de 1973 tu madre se fue a Moscú para un curso. En aquella época tu padre y ella
se distanciaron por los estudios. Él se marchó a Polonia por un intercambio el
año anterior. Así que se dieron tiempo para dedicarse a sus carreras. Ahí ella
conoció a ese chico, Víctor. Ella misma
me confesó que «era el amor de su vida». Así eran sus palabras. No me quería
escuchar ni a mí, ni a nuestra madre. Papá, tu abuelo, dijo que la dejemos en
paz y que ella ya era mayorcita para saber lo que quería. Él era un periodista.
De esos que buscan «cinco pies al gato». Lo que ella no nos contó que Víctor
estaba investigando sobre un asesino y violador. Ni la policía, ni sus jefes le
creían. Lo tenían por un loco. Víctor estaba obsesionado con la idea que era el
mismo asesino que mató y violó a nueve mujeres. Aquellos eran tiempos difíciles
y nadie quería pensar que podía existir alguien así. A finales de mayo, él fue a
las afueras de Moscú en busca la información sobre un crimen más reciente. Y
nunca volvió. Jamás se supo de él. Tu madre estaba desesperada. Tocó en todas
las puertas para que lo busquen. Pero las autoridades se rieron en su cara —. Su
tía se mojó los labios en el whisky y siguió con el relato —. Al asesino lo
detuvieron un par de años después. Había matado y violado a más de treinta
mujeres. Víctor tenía razón. Pero nadie lo reconoció. Quedó completamente
olvidado. Tú naciste en Moscú. Tu abuelo fue hasta allí a buscarlos. Ahí estabais
solos, ya que Víctor era huérfano. Tu padre, Sergey, cuando se enteró de todo, pidió
a tu madre en matrimonio. Nunca la dejó de querer. Mi hermana, cabezota ella,
lo rechazó por dos veces. Pero tú necesitabas a un padre y él te quiso nada más
verte. Y cuando lo llamaste «papá», mi hermana aceptó. Han tenido una buena
vida. Muy buena. Aunque la vi alguna vez con esta foto en la mano y la mirada
ausente, llena de nostalgia.
Después de oír toda la historia he podido completar la mía. Por fin
comprendí esa parte obsesiva e indagadora de mi carácter que desconfiaba y buscaba
la verdad por encima de todo. También, por qué yo no soportaba la injusticia y ponía
todas mis fuerzas en la búsqueda y detención de un violador o un asesino. En toda
mi familia yo era el primer agente de policía.
21/09/2023,
Gijón
Mi casa está entre tus brazos
bajo el cielo, lleno de promesas,
con un jardín donde crece el Amor
y donde nos besamos tantas veces.
El pozo para mitigar mi sed
lo llenaste con tus manos de amante
y plantaste un árbol de la vida
que crece con la fuerza incesante.
Me curaste todas las heridas,
me ofreciste tu mano para seguir
con cada paso firme, adelante,
sin miedo de lo que pueda ocurrir.
No importa lo que la vida nos depare
en este largo viaje hasta el fin,
solo deseo que tú me acompañes
contigo todo lo quiero vivir.
25/09/2023, Gijón