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13 de mayo de 2024

La víspera del joropo

   La víspera del joropo



Quedaba un día para el joropo y ella todavía no sabía si Marcelo vendría.
   Nada más ver sus ojos verdes y la linda sonrisa, que no se le quitaba de la cara, supo que era para ella. Por más que su amigo maripozuelo le advertía que era un picaflor y que contaba las copuchentas a todas las mozas de los pueblos cercanos, para ella eran tan solo rumores y habladurías de los envidiosos.
   Él hacía bailar su corazón como un rayo del sol en el agua cristalina del arroyo. Todo en él la atraía. Para ella él era perfecto y …  Lo amaba.
   Marcelo, un huacho sin dinero y flacuchento, tocaba con la gran maestría la marimba. Sus dedos con mucha delicadeza agarraban los palillos que recorrían las láminas y ella imaginaba estos dedos sobre su cuerpo.
   La semana pasada se han encontrado en el cocotal que quedaba más allá del pueblo. Después de besarla con mucho brío, le había confesado que era la única para él y que quería casarse con ella. Y ella le contestó…
   El grito de su madre la bajó de las nubes:
—¡Hija, se te está quemando la marucha! ¡Deja de soñar despierta y no me vengas con alharacas amorosas por un muerto de hambre!
 





                                                                                                                  13/05/2024, Gijón

Diccionario:
Joropo - fiesta popular, fiesta en un pueblo
Copuchentas - chismes y murmuraciones
Huacho - huérfano
Marimba - instrumento musical
Marucha - un corte de carne de vacuno




18 de marzo de 2024

Las lágrimas de Ianthe

 Las lágrimas de Ianthe

 

 
Las olas de un añil cristalino la estaban meciendo arriba, abajo, arriba, abajo… El agua templada la envolvía con suavidad y los rayos de sol besaban su hermoso cuerpo. Ianthe estaba relajada, se sentía feliz y complacida con el momento de tranquilidad sin el molesto ajetreo de los navíos.  Aunque este rato no durara mucho, ella aprovechaba cualquier oportunidad para salir a la superficie y disfrutar de un cielo, lleno de azules, y de la enigmática costa, donde vivían los humanos. Tenía prohibido acercarse hacia ellos. Su mera existencia dependía de la ocultación.
   Un día, hace muchas lunas, ella ha roto el tabú: conoció a un humano. Él la había enamorado con su música, aquel extraño sonido que salía de un instrumento que tocaba.
   Lo vio por vez primera en una puesta de sol, cuando sus rayos dibujaban el camino dorado hacia el horizonte.
  Después de cazar unos peces, Ianthe retozaba en el suave vaivén de las olas. Él vino en una nave blanca, una de tantas que surcan las aguas de su hogar.  Echó el ancla y quedó muy quieto mirando al más allá. Parecía que estaba rezando. Después abrió una especie de vasija y tiró unos polvos al mar. Empezó a llorar. Lloró mucho, postrado de rodillas. Se le veía muy triste y abatido. Después se sentó, abrió un enorme cofre y sacó algo grande de una extraña forma redondeada. Puso este objeto entre sus piernas y con un palo fino empezó a hacer unos movimientos.
   De repente el aire se llenó de un sonido delicado y a la vez, potente. Ella nunca había oído nada igual. Gaviotas y albatros se han enmudecido. Y el mar se calmó, convirtiéndose en un enorme plato de cristal.
    Ianthe se sintió arrastrada por la triste melodía y quiso acompañarla con su voz. Al unísono – el hombre y la sirena – empezaron a tejer una bella canción que los atraparía en un vertiginoso baile de emociones.
   El hombre dejó de tocar. Extrañado se acercó al borde para ver quién era la cantante. Pero ella ya se había sumergido a las profundidades del mar.
   Pasaron unos días y él volvió.
   De nuevo se puso a tocar, pero esta vez la melodía era más alegre y que invitaba a bailar y saltar las olas como si fuera un pez volador. Por lo menos es lo que ella sintió en aquel momento. Ianthe lo acompañó con su voz cantarina y cuando él quiso verla, se escabulló por debajo del navío sin atreverse a más.
   Pasaron muchas lunas, varias tormentas y tempestades, pero el hombre volvía a la bahía a tocar su música y la sirena le acompañaba en el ritual lleno de magia.
   Un día él no tocó. En silencio se sentó en el borde de la nave con los pies colgando a la espera de su acompañante misteriosa. Albergaba la esperanza de conocerla, por fin. Amaba su voz y quería ponerle una cara.
   Ella se acercó al yate y empezó a flotar dejándose llevar por el suave oleaje.
   Sus miradas se encontraron y se reconocieron al instante. Algo muy antiguo ha resurgido en sus corazones. ¿Tal vez un amor de la vida pasada? ¿Quién lo sabe? Pero estos dos seres tan diferentes se sintieron como uno solo. Se han reencontrado.
   Después vinieron muchos atardeceres llenos de música y amor.
   Ella ya sabía su nombre, Leonardo, y el extraño instrumento que tocaba era un «violonchelo». Que aquel día, cuando lo vio por vez primera, él vino a tirar al mar las cenizas de su mujer que había fallecido de una terrible enfermedad. Leonardo iba a arrojarse al mar también, ya que no imaginaba vivir sin su esposa. Pero conocerla a ella, Ianthe, le ha salvado de aquella terrible decisión.
   Él era profesor en un lugar llamado “la universidad”. Vivía en una ciudad pequeña costera, Sutomore, y le explicaba las maravillas de la vida en la tierra firme. Ella le contaba sobre los tesoros ocultos de las profundidades y de sus habitantes. Los dos eran huérfanos, dos almas solitarias, que tuvieron mucha suerte de encontrarse en un mundo tan inmenso.
   El tiempo pasaba. El pelo castaño de Leonardo iba cogiendo el color de la madera blanquecida por el sol.  Su cara poco a poco se llenaba de arrugas. Ya no era tan fuerte y vigoroso. Sin embargo, Ianthe seguía siendo la misma, con su melena violeta y la piel tersa y suave de una mujer joven. La música de Leonardo ya no sonaba con tanto ímpetu, pero ella seguía acompañándola con su voz cristalina. Con esto le bastaba.
   Algunas veces, Leonardo tardaba en regresar y Ianthe nadaba dando vueltas, desesperada y loca de preocupación por su enamorado. Pero él siempre volvía. Tocaba su violonchelo y ella cantaba para él. Después, retozaban juntos en el suave vaivén de las olas.
   Un día él no volvió.
   Pasaron varias lunas…
   Ella seguía en el mismo lugar como si estuviera anclada con una cadena invisible: «Vendrá. Seguro que volverá. Somos uno solo».
   De repente, en el ocaso, apareció un navío que ella conocía tan bien. ¡Por fin! ¡Ha vuelto! Ianthe estaba fuera de sí de alegría y preocupación. Lo reñiría por ser tan desconsiderado y dejarla sola mucho tiempo. Se abrió el paso entre las olas para acercarse al yate.
   La persona que la saludó no era Leonardo, sino una mujer joven. Después salió un hombre.
   Ella no sabía qué hacer: huir o preguntar por su amante. La muchacha lo hizo por ella:
   — Hola, Ianthe. No te asustes, por favor. Señor Leonardo nos habló mucho sobre ti. Somos sus alumnos y amigos. Yo soy Dafne y él es Eric. Sentimos decirte que Leonardo ha fallecido. Su último deseo era volver aquí, contigo. Estas son sus cenizas…
   Un grito desgarrador rompió la calma marina. La sirena estiró sus manos para coger la urna con los restos de su amado y se sumergió en aguas profundas. Los muchachos levantaron el ancla. El yate se perdió en el ocaso siguiendo la estela dorada del sol. El silencio con su halo mortuorio cubrió aquel rincón del Adriático, testigo de un gran amor y de una gran pérdida.
   Todavía hoy, después de cada tormenta, se oye el llanto de Ianthe. La sirena llora por su amado. Algunos han visto su cabellera, ahora blanca, surcando las olas. Y, los más afortunados, han podido encontrar unas raras perlas de color violeta. Dicen que son las lágrimas de Ianthe. Pero pocos se atreven a buscarlas en el mar, el dominio de una sirena enloquecida por dolor.
 

        



 

                                                                               15/03/2024, Gijón

  

    


22 de noviembre de 2023

Los novios errantes

 

   Mientras en muchos países los niños disfrazados recorren las calles en busca de caramelos y diversión, en la pequeña ciudad de Río Blanco no se ve ni un alma. No hay festejos, no hay risas, no hay disfraces. Con los últimos rayos de sol, toda la población queda encerrada en sus casas. Ni los perros rondan por las desiertas calles.

   ¿Cuál es la razón de este miedo? Te lo voy a contar, querido lector.

   En 1875 la ciudad de Río Blanco rebozaba de vida y prosperidad. Los tratantes de ganado se reunían en grandes ferias. Los vendedores de todo tipo de cosas y remedios pululaban entre los puestos. El dinero y oro corría de unas manos a otras y alcohol, para animar aquello, no podía faltar. Los jornaleros y vaqueros montaban las broncas y se mataban entre ellos. Las matronas y jóvenes casaderas iban de compras o a la misa. Las mujeres alegres paseaban los cancanes de sus escotados vestidos por las polvorientas calles, en busca de clientes. La vida típica de una población del Nuevo Mundo.

   Pues esta ciudad también tenía a un alcalde. Un hombre cincuentón, corpulento, con ropa de calidad, reloj de oro en su cadena y lustrosas botas. No era guapo, ni mucho menos. Los pequeños ojos de pez bajo unas hirsutas cejas miraban al mundo con desprecio. Su nariz rota contaba que no era ajeno a una buena pelea. El sombrero de ala ancha cubría su enorme cabeza. Don Pedro, así se llamaba, era un hombre de negocios y el dueño de más de la mitad de la ciudad y de las tierras alrededor. Hacía y deshacía a su antojo. Casi todos le debían el dinero o algún favor. Él era la Orden y la Ley. El mismísimo alguacil estaba a su servicio.

   Don Ernesto Valle, era el panadero local. Una noche, no se sabe por qué, su negocio se quemó. La “generosidad” del alcalde le permitió no quedar en la calle con su familia y con un préstamo pudo abrir la nueva panadería. Hace diez años de aquello. De hecho, la mujer de Ernesto, Mercedes, le decía que jamás estarían libres de don Pedro, ya que la deuda apenas menguaba. 

   Marina, la hija del panadero, era una preciosa muchacha de diecinueve años. La harina se transformaba en sus delicadas manos en esponjosos buñuelos, crujientes galletas, ricas empanadas y todo tipo de pasteles. Por esto la panadería tenía mucha fama en los alrededores. Así es como se conocieron ella y el guapo Roberto que vino acompañando a su madre. El muchacho se quedó prendado de Marina y empezó a pasar cada día con cualquier excusa. Los amigos ya le tomaban el pelo diciendo que se iba a poner como un tonel si seguía comiendo tanta dulcería. Y a Marina le encantaba.  Guardaba para su Roberto los trozos más ricos y hasta le hacía pastelitos. Así nuestros tortolitos se enamoraban más y más, hasta que un día fueron juntos a las fiestas del pueblo.

   La muchacha se puso su mejor vestido y estaba especialmente guapa: el amor que sentía le iluminaba la cara y sus ojos de color de espliego brillaban como nunca. Bailó con Roberto, abrazada a él, delante de todos. A sus padres le parecía un buen partido. Y a la viuda, la madre del muchacho, también. Sonaban las campanas de boda… Ahí es cuando don Pedro se fijó en ella. Y la quiso para él.

   La mañana siguiente mandó a llamar al panadero.

   —Don Pedro, buenos días.

   —Ay, don Ernesto. ¡Cuánto tiempo! Pase, pase, siéntese. ¿Café, té, ron? Tengo uno muy bueno que me enviaron desde Cuba. Sí, para lo que tenemos que hablar, el ron es lo mejor—.  Después de servir dos copas con el chinchín incluido, el alcalde fue directamente al grano: —Sabe, don Ernesto, que soy viudo y mi hijo está más tonto que Abundio. Quiero casarme y tener un heredero como Dios manda. Y claro, la chica tiene que ser joven y de buena sangre. El dinero no me importa. Ya tengo más que suficiente. Ayer he visto a tu hija. Una moza muy guapa. Digna de llevar los vestidos de París y joyas caras. Quiero tenerla como esposa y la madre de mis hijos. No, no, no… Todavía no diga nada. Sé que tenemos asuntos pendientes y los quiero resolver. No voy a cobrar los intereses ni el préstamo a mis consuegros. Su familia no me debe nada. Aquí está el documento para firmar. —El panadero, con la cara del mismo color que papel, se puso a temblar—. Pues brindemos y demos la mano.

   —Pe…, pe…, pero, don Pedro. Me…, me halaga mucho. Pero mi hija ya tiene novio. Parece que ella está enamorada de un chico, Roberto se llama.

   —Sí, la vi bailar con un muerto de hambre.

   —Es un buen muchacho y muy trabajador. Y se quieren.

   —¿Te niegas ser mi familia? ¿Te niegas la felicidad de tu hija? ¡¡Serás desagradecido!! ¿Sabes que puedo quedarme con tu panadería y con tu hija igual? ¿Sabes que puedo echar a la calle a ti, a tu mujer y a los mocosos que tenéis y, aun así, quedarme con tu hija? Fuera de mi vista, desgraciado. Te doy tiempo hasta la noche. Ven aquí con tu mujer. Hablaremos sobre los preparativos de boda.

   Nada más salir don Ernesto, el alcalde llamó al alguacil y le ordenó que vigilen la panadería y a su futura esposa.

   La proposición de don Pedro ha caído como el jarro de agua fría en el hogar de los Valle. La amenaza de dejar a toda la familia sin nada y el casamiento forzoso de la hija mayor llenó la casa de gritos, lloros y tristeza. Marina rogaba a Dios que todo fuera un sueño. Amaba a Roberto con todo el alma y deseaba casarse con él y no con un viejo maligno. Se sentía rota por dentro. Pero sus padres y hermanos dependían de ella. No podía dejar que se queden en la calle. El hermanito más pequeño solo tenía tres años. Mamá lloraba sin parar. Su padre, con los hombros hundidos, se veía superado por los hechos. Juan, su hermano, dijo que iba a matar al alcalde. Marina era una estatua entre aquel caos de sentimientos. Por más que le duela, debía aceptar la proposición. Ella no importaba. ¡Por Dios! Roberto. Tenía que hablar con él y explicarle que no podrán estar juntos nunca más.

   —Papá, mamá, acepto. No os preocupéis por mí. Estaré bien. —Les abrazó fuertemente, ahogándose en sus propias lágrimas—. Papá, lee bien el documento antes de firmarlo. Soy feliz ya que la deuda estará soldada.

   Cuando sus padres se fueron a la mansión de don Pedro, Marina se escabulló por la puerta del patio para contar las nuevas a Roberto. No le iba a gustar. Pero poco podían hacer al respecto. La siguieron tres sombras.

   —¡¡No!! ¡No lo acepto! ¿Por qué me dices esto, Marina? Te amo. Eres mi vida. Ayer aceptaste casarte conmigo. ¿Por qué este cambio?… No lo entiendo. ¿Acaso hice algo malo? ¿Ya no me quieres? Dímelo en la cara, Marina. ¡Mírame a los ojos y dime que ya no me quieres!

   —No te quiero, Roberto. Voy a casarme con el alcalde. Es un hombre de verdad y me dará una buena vida. Tú eres bueno, pero sin un centavo. Adiós, Roberto. Y procura no pasar ni por mi casa ni por la dulcería. No me agrada verte. —Después de decir estas horribles palabras al amor de su vida y dirigirle la mirada llena de altanería y desprecio, Marina obligó a mover sus pies para salir del granero, testigo mudo de sus encuentros en los últimos cinco meses. La siguió una sombra.

   Al llegar a casa, la muchacha tropezó de bruces con don Pedro que estaba fumando en la veranda. Con la mirada lasciva la repasó de arriba abajo y escupió el puro.

   —Si piensas que voy a aguantar tus líos y la falta de respeto, estás equivocada, querida. Si quieres que este muerto de hambre viva, olvídate de él. —La agarró y la besó con fuerza. Marina lo mordió y él la abofeteó—. Cuidado, pequeña zorra. No voy a permitir que me desafíes. Solo con una orden, dejo a toda tu familia sin nada. Grábatelo en esa bonita cabeza. La boda será de hoy en tres días.

   Como en un sueño, Marina se dejó llevar por los preparativos de las nupcias. Le preguntaban algo, ella asentía con la cabeza; bebía cuando le daban de beber; comía alguna cosa. Iba de un lado a otro. Probaba vestidos, joyas. No veía a su padre. Tampoco a mamá. Se suponía que la madre de la novia estaría presente en todo momento, pero a la doña Mercedes estaba prohibida la entrada en la mansión del alcalde. Cada vez que cerraba los ojos, Marina veía a Roberto que la miraba con la incredulidad y el tremendo dolor de un corazón roto. La muchacha repugnaba a sí misma.

   Llegó el día. En la engalanada y llena de flores iglesia no cabía ni un alfiler. Todo el pueblo estaba celebrando la boda del alcalde y su joven novia. Don Ernesto entregó a su hija con lágrimas en los ojos.

   —Perdóname, hijita.

   —Te quiero, papá. Estaré bien.

   Cuando don Pedro le puso el anillo de oro, ella sintió las esposas y las cadenas en sus manos. «Ya nada será igual…  Nunca seré libre…  Pobre Roberto… ¿Dónde estás, mi amor?»

   En pleno apogeo del banquete, el alcalde se levantó:

   —Queridos parroquianos, les agradezco su presencia en mi boda. Soy feliz por tener una bella esposa y para demostrar mi amor por ella le hago un regalo especial. Está fuera, en la plaza. Salid todos. Ven, Marina. Seguro que te quedarás sin palabras—. La agarro fuerte por el brazo y la sacó de la mesa.

   Fuera anochecía. Todavía los últimos reflejos de sol iluminaban la ciudad. Una suave brisa otoñal jugaba con las hojas coloridas de los árboles. Los invitados y la gente del pueblo se apartaban para dejar pasar a la pareja de recién casados. Un silencio forzado y las miradas furtivas decían que algo raro, algo malo, estaba sucediendo. Marina sintió un escalofrío. 

    Cuando el muro humano se acabó y llegaron el centro de la plaza, vieron cuerpo de un hombre tirado entre barro y excrementos de caballos. Parecía estar muerto. Marina no entendía nada. ¿Un regalo especial? Se acercó un poco más al pobre infeliz. Su cara, llena de golpes, estaba irreconocible. Apenas respiraba. ¡¡¡Dios!!! Era Roberto. Su amado y añorado Roberto. Se tiró para auxiliarlo. Lo cogió en sus brazos y gritó. Gritó con tanta fuerza que los presentes han sentido su dolor.

   —¿¿¡Por qué!?? ¡¡Roberto, mi amor!! ¿Qué te han hecho estos desgraciados? ¡Que alguien me ayude! ¡Doctor Pérez, por favor, ayúdeme! ¿Por qué se va? —Marina se giró hacia el alcalde—. Fuiste tú, desgraciado. No te era suficiente conmigo y tuviste que mandar que lo maten.  Maldito…

   Don Pedro gozaba con aquella escena. Nada le complacía más que ver a la gente destruida, arrodillada y sucumbida a su poder.

   La muchacha abrazaba a su amante y lo mecía como a un bebé. Pedía ayuda. Suplicaba. La madre de Roberto intentó pegar al demonio que hizo aquello con su único hijo. Un golpe fuerte con la culata de pistola, la dejo tirada al lado del moribundo. Decenas de vecinos solo observaban. Callados.

   El río de lágrimas de Marina lavó la cara del muchacho. Por un momento él abrió los ojos y la reconoció. Con una sonrisa en su boca rota se dejó ir…

   —¡¡¡Noooo!!!… ¡¡¡Noooo!!!… ¡¡¡No me dejes!!!… ¡Llévame contigo, mi amor! —Sus gemidos llenos de dolor retumbaron en los corazones cobardes de los presentes.

   El alcalde, cansado de tanto alboroto, agarró a su joven esposa. Ya era suficiente de tanto espectáculo. Marina se revolvió y le escupió la cara y le clavó las uñas. El hombre no lo esperaba y la soltó. Ella recogió su vestido y echo a correr hasta la iglesia. Sabía dónde estaba la escalera del campanario. La subió volando. Oía que la seguían, pero no le importó.

   Cuando llego arriba de la torre, vio a sus padres que lloraban y gritaban desconsolados, y a decenas de ojos mirando arriba. Los cuerpos de Roberto y de su madre seguían ahí. Y antes de arrojarse al vacío gritó una maldición:

   —¡Malditos seáis todos vosotros y vuestra sangre! ¡Jamás saldréis de aquí, ni vuestros hijos, ni vuestros nietos! Todos seréis los invitados eternos en nuestra boda.

   Al año siguiente, treinta y uno de octubre, cuando el último rayo de sol se había apagado, en la plaza de Río Blanco, apareció una pareja de novios. Eran Marina y Roberto. Ella, bella y con su blanco vestido manchado de sangre. Y él, con la cara destrozada y ropa hecha jirones. Caminaban, cogidos de la mano y a cada persona que encontraban por la calle, la invitaba a su boda. Los vecinos huían despavoridos y al día siguiente no despertaban. Y así, año tras año, habitantes de Río Blanco y viajeros, engrosaban las filas de los invitados. En diez otoños, ya era una multitud de los no vivos que inundaba las calles, bailando y festejando las nupcias eternas de la hija del panadero y del hijo de la viuda.

   La gente aterrorizada intentaba huir de la ciudad. Pero llegaba solo hasta la última finca. Es como si una fuerza invisible les estropeaba las carretas, rompía las piernas o volvía locos a los caballos; dejaba los coches muertos y ocasionaba un tremendo malestar en las personas. El visitante que se quedaba en Río Blanco más de tres días no volvía a salir.

   Ni brujos, ni exorcistas, ni especialistas en lo paranormal, ni científicos podían dar una explicación razonable a aquello. Intentaron poner la sal en las tumbas de los desdichados novios; hacer misas en su memoria.  Nada de nada. La fuerza de aquella maldición había sido tan fuerte como el amor más puro.

 

   Ahora, querido lector, te tengo que dejar. Mira la hora qué es y todavía me faltan ventanas por cerrar y puertas por trancar. No tengo ninguna gana de bailar eternamente en la boda de los novios errantes.





                                                                                                     22/11/2023, Gijón

8 de septiembre de 2023

Bailar contigo

Los acordes inconfundibles de un tango, el olor a puros y café, el murmullo de conversaciones, alguna que otra risa, acompañada del tintineo de copas, son típicos del Tortoni. La créme de la créme de la sociedad intelectual argentina se reúne aquí. No es raro ver a Alfonsina Storni, rodeada de jóvenes postulantes a escritor, o a Jorge Borges, leyendo sus cuentos. El mismísimo Carlos Gardel es un cliente asiduo. Y otros tantos que se dedican al oficio literario. Pero yo no vengo aquí por eso. No. Solo quiero ver bailar a Ella.
   Son casi las once de la noche y su pase está a punto de empezar.
   Como una diosa surge detrás de las cortinas de terciopelo. Su pelo azabache brilla sobre el rojo de su vestido. Las piernas torneadas, envueltas en medias negras, calzan unos zapatos de tacón. Un chal con flecos rodea sus hombros y acaricia las caderas. La boca roja con media sonrisa pide ser besada, pero los ojos negros, matarían a uno si se atreviera a hacerlo.
   Su compañero la sostiene con una fuerza delicada, llevándola con el movimiento sensual al mundo seductor del tango. Dos pares de pies, en completa sincronización, encadenan intrincados pasos al son de la música. Giros, caminatas y ganchos se suceden a lo largo de la coreografía. La espalda de la bailarina es firme y a la vez, gatuna. Sus brazos se mueven con gracia y no dejan de abrazar a su pareja. Parecen estar unidos con los hilos invisibles de la danza.
   Yo quiero ser él. Con cada poro de mi piel. Con cada gota de mi ser. Es mi único deseo. Pero es imposible: la silla de ruedas ahora son mis piernas. Ir a la guerra tiene su precio. Por lo menos volví. Muchos no han tenido esta suerte.
   A las doce, ella desaparece como la cenicienta. Su galán se queda a coquetear con las mujeres. Dicen que no son pareja y es un tremendo alivio para mí. Sí. La amo. Pero desde mi mesa solitaria, en el rincón más alejado del salón. La llevo en mi corazón antes de irme al frente en la lejana Europa. Ella es la razón por la que sobreviví y volví de aquel infierno.
   Ahora, como tantas veces, desde hace un año, en su camerino la espera un ramo de rosas amarillas con una nota: «Eres mi luz en la oscuridad…»






                                                                 07/09/2023, Trabada, Lugo


6 de febrero de 2023

La primera cita

La primera cita




   Él buscaba a alguien.
  Ella, también. 
  Estos desconocidos estaban a punto de chocarse en el mar infinito de internet. Los dos no tenían ni idea de lo que iba a pasar, ya que llevaban mucho dolor y peso en sus espaldas. Tenían miedo e ilusión a partes iguales.
   ¿Y si no le gusto?
   ¿Y si no me gusta?
  Cada uno puso su mejor coraza y se acercó al lugar en la hora señalada.
    Es Él. Es Ella.
   Un saludo, una sonrisa, un «vamos a un lugar tranquilo» han dado el paso a una gran aventura de amor.