En el bosque
El
bosque oscuro devolvió el eco de los gritos. El
fuego ya había consumido casi toda la casa, donde fueron felices los
últimos cinco años. Ahora, en su interior, se quemaban su padre y
su madrastra… Desde
la muerte de su mamá, Hansel y Gretel vivían en un calvario. Su
padre había empezado a beber y consumir drogas. Lo despidieron y en
todo culpó a sus hijos. Un
día trajo a una mujer. Y ella se quedó. Era fea y mala. No
cocinaba, fumaba mucho y bebía. Los niños no le importaban. Una
noche Gretel sin querer tiró una cerveza y la mujer la abofeteó. El
padre se rio cuando la pequeña nariz de su hija explotó con
sangre. A
partir de ahí empezó todo: golpes, castigos, falta de comida y
abusos. Ya no iban al colegio. Hansel, de solo diez años, sufría
por no poder proteger a su hermanita. Tenían que escapar de ahí. Una
noche, cuando los monstruos se han ido a emborracharse, los niños
recogieron sus escasas pertenencias y huyeron. Estuvieron
deambulando por el inmenso bosque varios días. Hasta que una mañana,
en un claro, vieron una casita, salida de los libros de los cuentos
que les leía mamá. Les abrió la puerta una viejita y sin preguntar
nada, les dejó a vivir con ella… Hoy,
en la fiesta de Calabaza, los tres estaban en su puesto de tartas y
mermeladas. Hubo mucha gente. La venta se dio muy bien y los niños
pidieron a la abuela el permiso para ir con unos amigos a la noria.
No tardarían mucho. Estaban
felices y contentos. Apenas recordaban su otra vida. Al bajar de la
atracción fueron a por unos refrescos. —¡Peggy,
mira a quién tenemos aquí! —la
voz carrasposa de su padre les dejó helados. Aquella horrible mujer
iba con él. Hansel
lo empujó y echó a correr arrastrando con él a su hermana. —¡Abuela,
nuestro padre está aquí! ¡Tenemos que irnos ya! Han
recogido el puesto lo más rápido que han podido. Al llegar a la
casa, aparcaron la furgoneta en la parte de atrás y empezaron a hacer
las maletas. La
luz de unos faros entró por la ventana del salón. Era un coche que
no conocían. Al ver quién se bajaba de él, los niños se pusieron a
temblar. La
abuela les mandó salir por detrás y esconderse en el bosque.
Pasara lo que pasara, no tenían que volver, y que la esperaran donde
el roble viejo. Ella iría a buscarlos. Les dio un fuerte abrazo a
cada uno y se fue a recibir a la visita indeseada. —Hola,
señora —dijo el hombre
—.
Nos han dicho que aquí vive un chico de unos quince años
llamado Hans y una niña de diez, Gretel. ¿Es así? Somos sus padres
y los llevamos buscando muchos años. Estamos desesperados. Queremos
que vuelvan a casa. ¿Podemos pasar? —Empujó
a la abuela y entraron.— Niños,
papá y mamá están aquí. Les hemos echado de menos. Venid con
nosotros. —Vieja,
—dijo la mujer—
¿dónde están nuestros hijos? ¿Dónde los escondes? —¿Hijos?
Ah, claro, los niños.
Salieron a dar una vuelta. Volverán enseguida. ¿Les apetece tomar
algo mientras esperan? ¿Té? ¿Café? ¿Refresco? Repantigados
en el viejo sofá, los intrusos dieron una buena cuenta del té helado
con pasteles de calabaza. Con cada minuto que pasaba, se sentían más
y más relajados. Ellos no tenían por qué saber que estaban en la
casa de una bruja, que amorosamente acogió a los hermanos y los crio
y cuidó como si fueran sus propios nietos. No tenían por qué saber
que el té contenía un fuerte somnífero. Y tampoco sospechaban que
jamás saldrían vivos de aquella casa, que sería su tumba…
El
bosque oscuro devolvió el eco de los gritos.
El
fuego ya había consumido casi toda la casa, donde fueron felices los
últimos cinco años. Ahora, en su interior, se quemaban su padre y
su madrastra…
Desde
la muerte de su mamá, Hansel y Gretel vivían en un calvario. Su
padre había empezado a beber y consumir drogas. Lo despidieron y en
todo culpó a sus hijos.
Un
día trajo a una mujer. Y ella se quedó. Era fea y mala. No
cocinaba, fumaba mucho y bebía. Los niños no le importaban. Una
noche Gretel sin querer tiró una cerveza y la mujer la abofeteó. El
padre se rio cuando la pequeña nariz de su hija explotó con
sangre.
A
partir de ahí empezó todo: golpes, castigos, falta de comida y
abusos. Ya no iban al colegio. Hansel, de solo diez años, sufría
por no poder proteger a su hermanita. Tenían que escapar de ahí.
Una
noche, cuando los monstruos se han ido a emborracharse, los niños
recogieron sus escasas pertenencias y huyeron.
Estuvieron
deambulando por el inmenso bosque varios días. Hasta que una mañana,
en un claro, vieron una casita, salida de los libros de los cuentos
que les leía mamá. Les abrió la puerta una viejita y sin preguntar
nada, les dejó a vivir con ella…
Hoy,
en la fiesta de Calabaza, los tres estaban en su puesto de tartas y
mermeladas. Hubo mucha gente. La venta se dio muy bien y los niños
pidieron a la abuela el permiso para ir con unos amigos a la noria.
No tardarían mucho.
Estaban
felices y contentos. Apenas recordaban su otra vida. Al bajar de la
atracción fueron a por unos refrescos.
—¡Peggy,
mira a quién tenemos aquí! —la
voz carrasposa de su padre les dejó helados. Aquella horrible mujer
iba con él.
Hansel
lo empujó y echó a correr arrastrando con él a su hermana.
—¡Abuela,
nuestro padre está aquí! ¡Tenemos que irnos ya!
Han
recogido el puesto lo más rápido que han podido. Al llegar a la
casa, aparcaron la furgoneta en la parte de atrás y empezaron a hacer
las maletas.
La
luz de unos faros entró por la ventana del salón. Era un coche que
no conocían. Al ver quién se bajaba de él, los niños se pusieron a
temblar.
La
abuela les mandó salir por detrás y esconderse en el bosque.
Pasara lo que pasara, no tenían que volver, y que la esperaran donde
el roble viejo. Ella iría a buscarlos. Les dio un fuerte abrazo a
cada uno y se fue a recibir a la visita indeseada.
—Hola,
señora —dijo el hombre
—.
Nos han dicho que aquí vive un chico de unos quince años
llamado Hans y una niña de diez, Gretel. ¿Es así? Somos sus padres
y los llevamos buscando muchos años. Estamos desesperados. Queremos
que vuelvan a casa. ¿Podemos pasar? —Empujó
a la abuela y entraron.— Niños,
papá y mamá están aquí. Les hemos echado de menos. Venid con
nosotros.
—Vieja,
—dijo la mujer—
¿dónde están nuestros hijos? ¿Dónde los escondes?
—¿Hijos?
Ah, claro, los niños.
Salieron a dar una vuelta. Volverán enseguida. ¿Les apetece tomar
algo mientras esperan? ¿Té? ¿Café? ¿Refresco?
Repantigados
en el viejo sofá, los intrusos dieron una buena cuenta del té helado
con pasteles de calabaza. Con cada minuto que pasaba, se sentían más
y más relajados. Ellos no tenían por qué saber que estaban en la
casa de una bruja, que amorosamente acogió a los hermanos y los crio
y cuidó como si fueran sus propios nietos. No tenían por qué saber
que el té contenía un fuerte somnífero. Y tampoco sospechaban que
jamás saldrían vivos de aquella casa, que sería su tumba…
14/08/2023, Gijón
Creo que estaría bien celebrar una fiesta sobre las cenizas.
ResponderEliminarJa, ja, ja, que idea más escalofriante.
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