La luz de la esperanza
—Que Dios
te proteja y te devuelva sano y salvo. —Con estas palabras y un prolongado beso,
Elisa se despidió de Abel, su prometido. Se mantuvo firme, sin demostrar la
congoja que le estrujaba el corazón, pero por dentro rogaba al mar que no cobrara
la vida de su amado, como a otros tantos, a cambio de la preciada pesca.
Sin
embargo, la barca de Abel no regresó ni aquel día, ni al siguiente… Pasó una
semana… Pasó otra… Y otra más… Abel no volvía. La desesperación de Elisa iba en
aumento igual que su barriga… Cada anochecer subía al promontorio desde el cual
divisaba el mar hasta el lejano horizonte, ahí donde este se unía con el cielo
en una finísima franja añil. Encendía un fanal que, con su resplandor, marcaba el
camino a casa.
Los del
pueblo ya cuchicheaban a sus espaldas y sus padres la querían enviar con una
prima lejana para «cubrir las vergüenzas» de su desdichada hija. Pero ella se
negaba rotundamente. Debía estar ahí cuando Abel regrese.
Las
semanas dieron paso a los meses. El verano cedió su lugar al otoño y Elisa cada
noche subía a la atalaya llevando el farol. Su padre, resignado, le construyó
un refugio… Ahí, protegida de las embestidas de viento y lluvia, mantenía la
llama viva de su fanal y de su esperanza. “Él volverá, seguro… Solo que está
perdido… Y yo tengo que guiarlo a casa”. Repetía una y otra vez… Al principio,
como la contestación a sus padres y vecinos, después como una consigna…
En las
puertas del invierno nació su hijo, Deene. Pobre muchacha, con la mente ida, no
podía criar al bebé y sus padres lo entregaron a una buena familia. Ya eran
mayores y con cuidar de su desdichada y demente hija era más que suficiente.
Pasaban
los años. Los viejos del pueblo ocupaban las tumbas del cementerio; también los
padres de Elisa. Y ella ya vestía canas sobre sus andrajosos y desgastados
ropajes. Algunos niños se reían de la pobre «loca del farol», pero los del
pueblo no la molestaban y le llevaban la comida y alguna que otra prenda de
abrigo. Para la mayoría, Elisa era un ser extraño, ya que no comprendían su
obstinado amor y su inútil esperanza. Ella no ha sido la única que había
perdido a alguien en el mar. La vida de pescadores era así: corta e imprevista.
Una noche,
a mediados de agosto, el farol en el promontorio se apagó… Los vecinos,
sorprendidos, subieron para ver qué pasaba… El lugar estaba desierto. El viejo
farol, hecho trizas. De Elisa, ni rastro. Igual, la pobre, se volvió loca del
todo y se tiró por el acantilado. Y qué raro que no lo había hecho antes…
Un tiempo
después, algunos pescadores contaron que vieron entre las olas del mar a una pareja
joven, que bailaba encima del agua, y aseguraban que eran Eliza y Abel, por fin
reencontrados después de tantos años de espera…
02/05/2025, Gijón
© La Pluma
del Este