Noticias
La noticia, seguida de un dolor
punzante, me dejó estupefacta. El reloj, regalo de mi padre para mis dieciséis,
estaba hecho trizas y la sangre, que caía de un profundísimo corte, se mezclaba
con la arena y el cristal — un desastre a mis pies. Y pensar que, hasta hace
nada, yo estaba tan tranquila…
En la televisión hablaban de las manifestaciones, “especialmente
violentas”, de los agricultores. Las imágenes de cientos de tractores y gente
de campo se alternaban con los de la policía preparada para dispersarles.
El sol, salido de entre las nubes, entró descaradamente por la ventana,
sacando a la luz toneladas de polvo y bolas de pelo de los perros. ¡Por Dios! ¡Si
ayer mismo pasé el aspirador! Antes de que se me ocurriera volver a aspirar,
bajé la persiana: así el salón se verá limpio. Encendí la lámpara de pie.
La plancha soltó el vapor, avisándome que ya estaba preparada para dejar
perfecto un montón de ropa que llevaba esperando… ¿Cuánto? ¿Una semana? La
verdad es que no me gusta planchar, aunque se me da bastante bien. Y, según leí
en algún blog de esos que dan soluciones a todos los problemas de la vida,
tiene su lado positivo. Es como meditar: sabemos que es necesario, pero nunca
lo hacemos. Así es con la plancha. Mientras estiras las arrugas y poco a poco
las conviertes en una prenda suave, perfumada y preparada para ir al armario
para después volver a estar sucia y estrujada (la rueda de la vida), tienes la
mente en blanco. En estos momentos solo
piensas en planchar… En nada más. Meditación.
Las noticias de la tele me deprimen. Tampoco me veo con las ganas de
empezar una nueva serie. Me conozco. Si me engancho, dejaré que el aspirador y
la plancha queden apartados para el después. La fuerza de voluntad se fomenta
con estos pequeños sacrificios. Me siento fuerte y apago la televisión.
Pido a Alexa que ponga la cadena de siempre. De nuevo noticias. Madre
mía. Estoy a punto de pedirle algo de música. Veo que el reloj de arena necesita
que le den la vuelta. Dios, qué dispersa estoy hoy. Así nunca acabaré de
planchar. Y ya toca preparar la cena.
Este reloj… Cuantos recuerdos. Me lo regaló mi padre como el “símbolo a
la puntualidad”. Sí, mi papá tenía un sentido de humor un poco negro, ya que de
adolescente yo llegaba tarde a todos los sitios. Le doy la vuelta. Tiene polvo.
Agarro el bajo de mi camiseta de “andar por casa” y empiezo a limpiar…
«Ahora proseguimos con el sorteo de cada viernes. Cinco… Cero… Uno…
Seis… Nueve. El número ganador es cincuenta mil ciento sesenta y nueve. La serie
cincuenta y cinco. Les recordamos que al acierto de las cinco cifras le corresponde
el premio de doscientos cincuenta mil euros. Si coincide también la serie, el
premio es de un millón de euros. Enhorabuena a los afortunados.»
Me quedé congelada en el tiempo y en el espacio, con el reloj en la mano y con
la fecha de mi cumpleaños, dando vueltas en la cabeza: cinco de enero de mil
novecientos sesenta y nueve. Lo llevo jugando un montón de años… ¡Un cuarto de
millón de euros! ¡Me ha tocado! ¡Me ha to...!
¡Crack! ¡Dios, qué dolor! El
reloj, regalo de mi papá, está hecho trizas y la sangre, que cae a chorros de
mi mano, se mezcla con la arena y el cristal. Empiezo a llorar y gritar de
dolor y rabia. El reloj de los diez minutos, el único objeto de mi padre que me
quedaba…
17/08/2024, Gijón
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