27 de noviembre de 2025

Club Lunar de Mujeres Exhaustas

 Club Lunar de Mujeres Exhaustas





Pasaban los años y ella seguía corriendo detrás del tiempo. Ser madre, esposa, hija, nuera, empleada, cuidadora de dos perros, un conejo y varios peces la dejaba más cansada que Hércules con las caballerizas. A pesar de ello, no tenía la gloria mitológica como recompensa.

          Después de un día que parecía un maratón que ni el mismísimo Filípides aguantaría, se daba por satisfecha. Sin embargo, con la casa recogida, los niños bañados y el marido roncando, tenía ganas de no despertar en un año. Finalmente, cerró el libro, apagó la luz de la mesita y volvió a rogar al cielo, al universo o a lo que haya allá arriba:

          —Por favor, ¡un descanso! Un respiro, aunque sea de cinco minutos, sin que nadie me llame «mamá», «cari», «hija» o «señora».

         Y el universo, o eso que hay allá arriba, la escuchó…

          Cuando despertó, la envolvía un silencio muy silencioso. Nada del zumbido de la nevera, ni del torturador goteo del grifo de la cocina, ni de los ronquidos de al lado… Era un silencio solemne, cósmico, de esos que te asustan y, aun así, te dejan extasiada. Sobrecogida, la mujer salió de la cama. Y, en vez de pisar la gastada y áspera alfombrilla, sus pies se hundieron en el suave polvo lunar. ¿Lunar? Pues, sí. Si no, ¿cómo se podría explicar que la enorme bola azul llamada Tierra colgaba justo allí, delante? Tampoco se sorprendió al ver que su cama era una especie de mini platillo que se sostenía en el aire, cubierto con sábanas de algodón egipcio y decenas de mullidos cojines de plumas.

          —Buenoooooo… esto sí que es desconectar —se dijo, y soltó una carcajada que se perdió en el vacío.

          Dio un par de saltitos, primero algo torpes; después saltó como Pegaso, abrió sus brazos y gritó:

          —¡Soy una con el universo! ¡¡Soy-una-con-el-u-ni-ver-sooooo!! —se sentía libre y ligera. Ni un «¿qué hay de comer?», ni un «cari, me falta un calcetín», ni un «hija, dile a tu padre…», ni siquiera «Señora Rodríguez, bla, bla, bla…».

          Se tumbó bocarriba sobre el polvo chispeante, mirando a las estrellas. Mientras estaba haciendo un ángel lunar, vio a un pequeño marcianito verde con las alitas doradas de un querubín. ¿O más bien, lunarcito? Pero ¡qué mono, por Dios! La saludó con su manita de tres dedos, le tiró un tubo dorado y se desvaneció con cara de fastidio. A la terrícola le pareció oír: «Otra más. ¿A dónde vamos a parar?» ¿Otra más? ¿Dónde?

          Nuestra exploradora espacial abrió el tubo y sacó un pergamino.

 

Querida nueva amiga,

Si estás aquí, significa que ha llegado el momento de conocer

Club Lunar de Mujeres Exhaustas. Ponte cómoda en tu cama y agárrate fuerte.

 La aventura te espera.

         

                                                           Las Discípulas de Hera,

 las que encontraron este refugio antes que tú.

 

          —Universo, querido, te pasaste de generoso —rio y se acomodó entre los innumerables cojines. —Yo solo pedí cinco minutos y me mandaste las vacaciones interplanetarias.

          La cama-platillo o el platillo-cama se elevó hacia las estrellas, sobrevoló el borde de un inmenso cráter y se precipitó abajo, a través de una espesa niebla.

          Lo que vio nuestra intrépida viajera, la dejó sin palabras. Un mundo de color y luz se expandía por toda la superficie. En el centro del cráter y rodeado de exuberantes jardines en cascada; en la cima de un monte, se erguía un magnífico palacio. Sus cúpulas de cristal brillaban en colores que ni siquiera una mujer sabría nombrar. Donde alcanzaba la vista, las innumerables fuentes disparaban hacia el cielo un líquido rosa sospechoso.  A su alrededor, las miríadas de marcianitos-lunarcitos cargaban bandejas de copas flauta, llenas de… ¿Champán rosado? Uno pasó muy raudo justo por encima de la cama-platillo. Y casi muere del susto cuando un brazo ágil, surgido de entre cojines, agarró una copa llena. La mujer la apuró de un trago. Las finas burbujas le cosquillearon la garganta.  No recordaba haber bebido algo tan exquisito. Cazó a un par de camareros voladores y les dejó sin su carga.

          Después de varias, bueno, bastantes, copas de champán, nuestra dama estaba feliz y relajada. Hasta que… se vio rodeada de un enorme enjambre de bombones de Godiva. En forma de corazón, de bolitas; de chocolate blanco, negro y con leche; con perlitas y polvo de oro; con y sin relleno… Todos querían ser tocados y saboreados. ¿Qué milagro era ese? La mujer se pellizcó y se tiró del pelo. Le ha dolido.

          —Definitivamente, estoy loca o colocada. Pero no me iré de aquí sin probar esta maravilla. —Y se metió un Godiva en la boca. Cerró los ojos de placer… Lo siguieron una docena más y más champán. Lo extraño es que ella no se sentía ni ebria ni llena. —Definitivamente, estoy muerta y este era el paraíso.

         Con la boca y las manos manchadas de chocolate, la mujer, por fin, vio que no estaba sola. Había muchas más mujeres. Unas, navegando en los barquitos de colores; otras, nadando; otras, tomando el café en las terrazas llenas de flores, o, paseando sin más… Todas vestidas con túnicas vaporosas y el pelo suelto. Como en la antigua Grecia. Con nostalgia se acordó de su viaje de novios a Atenas. Hace muchísimo. En su otra vida. Las mujeres, muy sonrientes, la saludaban y le daban la bienvenida.

         Con una pirueta en el aire, digna de un caza de combate, la cama-platillo aterrizó… No —alunizó— en las afueras del resort. El contraste con el mundo bucólico que acababa de sobrevolar era tremendo. Un llano polvoriento gris y montículos de sacos apilados. Se respiraba la atmósfera triste y opresiva.  Un poco más allá, una enorme puerta de oro desprendía una cálida luz.  Una fila de mujeres, cada una con un saco en la espalda, esperaban su turno para pasar…  El platillo-cama dejó a nuestra viajera y desapareció con rumbo incierto.

          Unos marcianitos-lunarcitos con caras de pocos amigos la cargaron con un enorme saco lleno de… piedras negras, violetas y amarillas, y la colocaron en la fila con las demás mujeres:

         —Anda, ¿más peso? Y yo que pensaba que estaba de vacaciones. —Nadie le hizo caso. Nadie hablaba. Cada una llevaba su saco. Y todos contenían la distinta carga. Las piedras negras eran las pérdidas; las rojas, amores rotos; las amarillas, facturas y deudas; las azules, las enfermedades; las violetas, preocupaciones; las marrones, la soledad…

          Ya en la puerta, una mujer bellísima, con pinta de diosa, preguntaba algo a cada visitante, la abrazada y le pedía desprenderse del saco. Unas lo quitaban como un abrigo; otras, lloraban y se agarraban a él como si de su segunda piel se tratase… Finalmente, con una sonrisa y espalda recta, cruzaban la puerta y desaparecían en el oasis lunar. 

          —Hola, querida. Puedes dejar tu saco aquí. Te esperará hasta que vuelvas. Nadie más que tú podrá sobrellevar tu carga…  Sé bienvenida al Club Lunar de Mujeres Exhaustas.

          A nuestra heroína le ha costado lo suyo dejar el saco multicolor. Aquellas piedras eran parte de su vida.

          Por fin, ya ligera como una pluma, la mujer atravesó la puerta. En un parpadeo, su camisón de Pikachu se transfiguró en una túnica vaporosa, y la coleta de cuatro pelos en una preciosa melena. (JL se moriría de envidia, segurísimo.) Se unió al grupo de las recién llegadas.  Ahora ya se veía bella y, por primera vez, se sentía hermosa, rodeada de otras como ella: mujeres corrientes, convertidas en diosas… aunque el hechizo no duraría mucho. 

          Las nuevas exhaustas se acercaron, todavía deslumbradas por sus nuevos ropajes, hacia un gran poste informativo que brillaba como el neón celestial. Allí, en letras plateadas, se anunciaban las actividades y talleres:

 

Aprende a decir NO.

Trucos para evitar las cenas en casa de tu suegra.

Idioma para dejar sin palabras a tu hijo/hija adolescente.

¿A dónde van los calcetines?,

Los maridos no nacen, se hacen.

Meditación exprés para no matar a tu jefe…

 

         Nuestra diosa viajera iba leyendo entre risas… hasta que, de golpe, se topó con alguien conocido. Ni más, ni menos que su jefa.  Sí, la misma cabrona que la tenía amargada con quejas, encargos imposibles y correos electrónicos y llamadas a deshoras. ¿Qué hacía allí?

          Ella no lo sabía, pero en aquel reino lunar, incluso su odiada jefa, se había desprendido de su saco de piedras: el marido que la había cambiado por una más joven, el cuidado de su madre enferma, los problemas en la empresa y su lucha para mantenerla a flote… Por primera vez no le pareció una bruja sin corazón, sino una igual, una diosa cansada y rota como las demás. Compartieron las confidencias, bebieron y rieron… Dos mujeres corrientes con sus cicatrices. Y entre risas, nuestra protagonista eligió su primer taller: Aprende a decir NO. Y su jefa: Meditación exprés para no matar a tu jefe…

          El despertador casi la tira de la cama.

         —¡Ostras! Vaya sueñecito… Ufff. —Despeinada y de nuevo con el camisón de Pikachu, nuestra protagonista, salió de la cama. La de siempre. El tacto áspero de la alfombrilla la devolvió a la realidad. Y empezó la batalla: «¡Mamaaaaaa! ¿Planchaste mi falda plisada?», «¡Mamaaaaaa! Tobi llenó mi jersey negro de pelo», «¡¡Guau, guau!!», «Cariño, acuérdate de que este domingo comemos con mis padres».

          Con una sonrisa enigmática y la calma de quien ha viajado por lunas, ha visto palacios de cristal y Godivas que llueven del cielo, la valiente viajera intergaláctica, se enfrentó a su familia. Los niños chillaban, los perros ladraban, el marido, en busca del calcetín perdido, el conejo con cara de susto y los peces… Todo esto parecía el universo entero.  Ella respiró hondo y, con la fuerza de Minotauro, soltó:

          —¡¡NO!!

          Y el mundo, al menos por un segundo, se detuvo. El libro Mitología de la antigua Grecia, se cayó de la estantería.

 

 

           En la oficina, como siempre, con prisas y sin aliento, se dio de bruces con la jefa. Con cara de susto y con un “lo siento” en la boca, nuestra heroína se quedó sin palabras cuando la otra le guiñó el ojo. Y supo que ambas recordaban la Luna.

 



27/11/2025, Gijón (o Luna...)

        © La Pluma del Este


21 de noviembre de 2025

La maldición de Venus

 La maldición de Venus

 

“La realidad supera la ficción”.
         
          No puede existir una frase más gastada por el uso. Tiramos de ella para aceptar cualquier suceso o hecho que nos deja sorprendidos. Al no encontrar la explicación ni la lógica, soltamos el veredicto: la realidad supera la ficción —y, después guardamos en la memoria lo sucedido para contarlo a quien quiera oírnos.
          Eso mismo dijo la vecina del cuarto después de contarme una historia de lo más extraña. Y a ella se lo contó una amiga de su amiga. Y a esa se lo contó su hermana y a ella una compañera de trabajo. Ahí me perdí…  Por supuesto, yo tenía que mantener la noticia en secreto.
          —Hay gente que habla demasiado y quiere saberlo todo. Ya tú sabes, hija mía. —Me lo dijo por lo bajito la vecina.
          Sin embargo, no he podido resistir y, esperando un tiempo prudencial, mi alma escritoril me obliga a relatarles esta historia. Pero debo cumplir mi promesa, así que cambiaré los nombres. No quiero cargar con la culpa de no haber respetado la confianza depositada en mí. Y, para rellenar las lagunas informativas, tomaré alguna que otra libertad literaria. 
          Llamaré a las protagonistas Teodora y Hortensia; las amigas inseparables de toda la vida; casadas y con hijos ya adultos. Y, como suele pasar con las mujeres de cierta edad, ellas añoraban verse más jóvenes y más deseables. Aunque sus maridos llevaban las curvas delanteras y las coronillas despejadas y no criticaban a sus mujeres por engordar un poquito, las dos amigas ansiaban mejorar su imagen. (Una de ellas mucho más que la otra.) El dinero no era un problema… O, bueno, no del todo cierto. Tampoco les sobraba. Pero, por recuperar la lozanía y subir lo que había bajado, el sacrificio monetario merecía la pena.
          Cabe señalar que Hortensia era una mujer tranquila y apacible y Teodora era un torbellino de ideas y decisiones atrevidas. Fue la que, al asistir a la misa de domingo, guiñó el ojo a su amiga y con la frase: «Ya te contaré», acompañada de una sonrisa enigmática, se concentró en la oratoria del cura.
          Ya en la cafetería, sentadas en una mesa apartada y ocultas de las cotillas del barrio, Teodora sacó un folleto publicitario.
          —Mira. Ya lo tenemos. —Y entregó la hoja a su amiga. —Es un chollo. Es un sitio nuevo. Y por la inauguración, si haces un liftin de esos que te deja la cara como un culo de un bebé, te regalan un tratamiento para levantar el trasero. Con colágenos y laurónicos de esos que vemos en la tele. Doscientos cincuenta euracos, un chollo. Sí, solo por cortarte las puntas y teñirte cobran setenta. ¡Una ganga! ¡Nos apuntamos!
          —Ufff… No sé yo. ¿Y si es una estafa? ¿Cómo sabes que no nos quitarán el dinero por no hacer nada? —le contestó Hortensia en un tono incrédulo.
          —Me lo dijo la Feli, la nuera de la otra comosellame, de la frutera. Esa. Que son buenísimos. Que es una amiga de ella que estudió en Nueva York. Y ahora su padre, que tiene dinero por castigo, le montó una clínica llena de aparatos de esos que te dejan como nueva. Bueno, de todos modos, yo ya pedí la cita. Es mañana a las cuatro de la tarde. Quedamos en la parada del doce a las tres y media. Me voy… ¿Pagas tú el café?
          Al día siguiente, Hortensia esperaba a su amiga con la puntualidad alemana. Los doscientos cincuenta euros en billetes pequeños guardados dentro de su sujetador la hacían sudar. Con los tiempos que corren, llevar tanto dinero encima la ponía nerviosa. Su amiga llegó corriendo, asfixiada y roja como un tomate. Montaron casi sobre la marcha el autobús que ya había arrancado. Teodora fulminó con la mirada al chofer y aterrizó en un asiento libre. Hortensia pagó los billetes.
          La clínica, de un blanco níveo y con luces que quemaban las retinas, estaba vacía. Sin embargo, alguien les abrió la puerta. En el centro del vestíbulo, una fuente susurraba el agua cristalina que caía a un pequeño estanque con peces rojos. Olía de maravilla. Una suave música de fondo invitaba a olvidar el ruido de los coches y de la vida. Las paredes con enormes fotografías de modelos bellísimas prometían el maná estético a las mujeres normales y corrientes. Hortensia sintió un pequeño escalofrío de desconfianza: demasiado bonito, demasiado perfecto.
          —Bienvenidas, señoras, al Centro de Estética Personalizada Venus. —Una mujer joven vestida de blanco, con el pelo moreno recogido en un impresionante moño, las hizo pasar a una habitación más pequeña, pero decorada con mucho lujo en tonos rosas y dorados. —Me llamo Ágata y seré vuestra consejera de imagen. Aquí tenéis unos formularios para rellenar. Vuelvo enseguida.
          Teodora, todo nervios y excitación, echó un rápido vistazo a la hoja y la firmó. Hortensia recorrió las líneas con su dedo y, frunciendo el entrecejo se levantó con un gesto de triunfo:
     —¿Ves? ¡Te lo dije! Es un engaño. Mira, aquí pone: «No nos hacemos responsables de los efectos secundarios». Nos vamos.
          —Pero ¿qué dices? Lee. «El éxito del tratamiento está asegurado un cien por cien». Además, hay opiniones. Y todas están más que contentas. Nos quedamos.
          La aparición de Ágata interrumpió la discusión.
          —Señora Teodora, sígame, por favor. Señora Hortensia, la invito a probar el café y acompañarlo con deliciosos pasteles. La avisaremos en breve.
          —No se moleste. No voy a hacer ningún tratamiento. Esperaré a por mi amiga. ¿Seguro que lo quieres hacer, Teo?… Suerte, amiga.
          Después de dos tazas de café que sabía sospechosamente bien y media docena de pastelitos, Hortensia quedó relajada. El mullido sillón la llevó a los brazos de Morfeo.
          Unas voces la despertaron. Hortensia abrió los ojos y vio a esa tal Ágata acompañada de otra mujer. Su cara le sonaba, pero no recordaba dónde la había visto. Era de unos treinta y tantos años, con una melena rubia y cara perfecta. Llevaba un vestido ajustadísimo y tacones. Y esos ojos verdes… ¡Por Dios! Era Teodora. ¡Su Teodora! Y, sin embargo, no quedaba ni rastro de la mujer que conocía tan bien.
          —¡Teo! ¿Eres tú? ¿Pero qué te han hecho? Pareces más joven que tu hija. Ay, Teodora…
          La rubia la miró sin comprender nada.
          —Señora, ¿quién es usted? No me toque.
        —Teodora, soy yo, Hortensia. Tu amiga desde que íbamos a la escuela. ¿Por qué no me reconoces? ¿Qué le habéis hecho, Ágata? Voy a llamar a la policía.
          —Señora, llame a quien quiera. La señora Teodora ha firmado la autorización. Ahí claramente se avisaba sobre los efectos secundarios. En el caso de su amiga, ha sido la memoria. Por lo demás, está perfecta. De hecho, será nuestra nueva modelo para la campaña internacional…
 
          Desde aquel día Hortensia ya no era la misma. Se sentía culpable. Y Teodora… Dejó a su marido. Perdió el contacto con sus hijos. Durante algún tiempo viajó por el mundo. Iba de fiesta en fiesta; salió en revistas, pero, al final, se lio con quien no debía y murió en tierras lejanas. Su marido, nunca lo comprendió. La quería tal como era, con sus años, sus canas, sus arrugas y la sonrisa. Y la clínica… Después de aquello y un par de “tratamientos” más que acabaron con un escándalo, se cerró de un día para otro.
          Todo lo que les he contado podría haber pasado o no, pero créanme: a veces la realidad no solo supera a la ficción, sino la deja atrás sin mirar.




                                                                             19/11/2025, Gijón

© La Pluma del Este

          



7 de noviembre de 2025

El trato roto

 

El trato roto

 

¿Y esa cara? ¿No me esperabas? Cuánto lo siento —bueno, no del todo cierto—. Llevo mucho tiempo postergando este encuentro. Y no, no te molestes en llamar a tus… treinta y siete guardaespaldas. Ni a la secretaria. Tampoco creo que estés preocupado por ellos. Para ti son solo siervos. Ni más ni menos que tú para mí. Te veo muy desmejorado… seco. Es como si te faltara algo dentro.

          Observo un brillo de desdén en tus ojos. Vaya, vaya. He tocado tu punto débil: eres de una soberbia digna de admirar. Cuando mi Padre dictó los diez mandamientos, pensó en los humanos como tú. Sabía que erais débiles. Tú has infringido cada mandamiento cientos de veces. Y, aunque me cueste admitirlo, celebro que hubieras ampliado la lista con unos cuantos más. Solo de imaginar la cara de mi Padre me da un enorme placer. ¡Ja, ja, ja!

          Ah, hablando del susodicho. Dios Todopoderoso, ¿acaso este hombre aquí presente, no es tu obra? Míralo: ha llegado a lo más alto del poder. Ha exprimido a los ciudadanos-hormiga con los impuestos inverosímiles; solo le queda cobrarles por respirar. En cada elección les mentía y prometía cosas que jamás cumpliría. Y reconozco —hasta a mí me ha superado—: mientras yo convenzo y cumplo los deseos de mis clientes en la intimidad, él engaña con facilidad a los millones. ¡Y a plena luz del día! La mentira es su sustento… Ha dividido la sociedad. Ha colonizado todas las instituciones. Sin miramientos deja muertos en vida a los disidentes y a los opositores. Y sin mancharse las manos. Su trato a las mujeres es de la más exquisita malevolencia; las usa sin piedad y las tira… En fin. No vine aquí para alimentar su desmesurado ego. Deseo acabar con esto ya. Así que, Padre, mira a tu obra. Se le ve engreído y a la vez, insignificante, ¿verdad? Pero no me culpes por ello: yo solo le di un pequeño empujón y el resto es el mérito suyo. ¿No te apetece negociar por su alma inmortal, Dios? Te ofrezco una oveja descarrilada para tu redil… Ah. No contestas. Entiendo.

          Tú, gusano, ¿a dónde vas? No he acabado contigo… todavía. Me propuse buscarte una salida, una redención. Pero para ti no hay lugar ni arriba ni abajo. Voy al grano: vine para romper nuestro trato. No hay alma que reclamar. Estás vacío. Otra vez esa cara… No te quiero en mi reino. Serías capaz de confabular a mis demonios contra mí. Morirás ahora. Y te quedarás en ninguna parte. Tú solo y la Nada. Adiós…



 

          04/11/2025, Gijón

© La Pluma del Este