¿Qué por qué escribo? ¿Qué es la escritura para mí? Son las
preguntas que me hago, mientras me siento a llenar una hoja en blanco con los
recuerdos distorsionados o, al revés, recuperados por la memoria; con las ideas
locas y los hechos, a la primera vista imposibles, pero superados por la
realidad. Empecé a
escribir hace poco, hará unos tres años, y en el idioma que no es mío. Entré en
una etapa de mi vida que exigía buscar un equilibrio mental entre cuidar de un
familiar con el deterioro cognitivo y no perder la cabeza en el proceso. Desde
entonces, la escritura es un puerto seguro en tierra firme, donde se refugia mi
mente cansada. Yo escribo no solo para contar las historias, sino para quedarme
un ratito en un lugar, donde todo encaja, aunque sea trágico y oscuro. El hecho
de escribir me permite controlar lo incontrolable. En la vida real no puedes
decidir cuándo empiece una tempestad, pero en una página la puedes invocar o
aplacarla; puedes crear y destruir; amar a través de los personajes; luchar y
salir victorioso de mil y una batallas y dejar que el mal triunfe… Soy la técnica
de mi propio laboratorio y puedo experimentar con todo lo que me fascina o
inquieta. Mezclo mi imaginación con las vivencias, pruebo cosas que en la vida
real jamás haría… Y si me equivoco (lo que pasa más a menudo de lo que me gustaría), nadie sufrirá
las consecuencias. Muchas páginas tachonadas y rotas acabarán en la papelera,
pero yo seguiré probando, probando y fallando para volver a empezar… Escribir es
reflexionar y dar mil vueltas en la cabeza a esa idea que te persigue y no te
deja dormir. Y cuando, por fin, la agarras, te das cuenta de que tienes que
hacer cambios, ya que ni todo es blanco, ni todo es negro. Hay una amplia gama
de tonalidades que permiten dibujar un cuadro más realista, más profundo. No
deja de ser cierto, que los que escribimos, estamos jugando a ser Dios, aunque
sobre un puñado de páginas y con el riesgo de borrar los párrafos enteros. O
borrarlo todo… Cuesta
aceptarlo, pero los escritores somos ladrones. Así de sencillo. Para inspirarnos,
no nos va en prenda robar gestos, miradas, palabras sueltas, experiencias
ajenas, comentarios leídos en las redes, desgracias y alegrías… Una simple
fotografía ajada, en blanco y negro, o un anuncio en el periódico local nos
arrastra en una vorágine de ideas que se agolpan por salir y ocupar las hojas
blancas… Así, cada palabra escrita se encadena a la otra y otra, creando historias
no contadas. Y entre las líneas dejamos una huella invisible de nosotros mismos… Los
personajes, como los reflejos distorsionados, tienen impresos los rasgos del
carácter de un escritor. Es imposible disociarse del todo. Nuestra manera de
hablar, de pensar, las emociones y las vivencias se reflejan en los protagonistas,
sean héroes o villanos, o en la voz del narrador. Todos tenemos esta parte
oscura de nuestro ser que ocultamos y, sin embargo, al escribir, encontramos la
libertad para plasmar e imprimir nuestra oscuridad en un villano para después
destruirlo. Suena
liberador, ¿verdad? Pero no. Todo tiene su precio. En cada hoja, el escritor se
desnuda ante sus lectores; remueve las emociones intensas —propias y ajenas— y
las vuelve a vivir para plasmarlas. El anonimato interior se pierde y dejamos
expuestas las partes de nosotros mismos, aunque estén disfrazadas. Al
escribir, vivimos más en los mundos imaginarios que en el real. Es un lujo
poder evadirse por un momento. También es una trampa. En nuestros mundos
podemos ajustar la luz, el clima y las palabras. Hasta los silencios dicen
algo. Las tramas tienen sentido y cada giro, un propósito. Hay lógica. En la
vida real, el mundo es más áspero, plano, incoherente, feo… Y aparece la
grieta: una parte de nosotros quiere quedar ahí, escribiendo sin fin, y la otra
sabe que hay que volver aquí, a la realidad, donde late la materia prima. ¿Podría
dejar de escribir? Podría… Total,
nunca seré una gran escritora… Sin embargo, siento que tengo que hacerlo. La
escritura no es solo un pasatiempo para mí. Es un lugar al que vuelvo como una
agente secreta, como un despiadado asesino, como un espíritu, como la capitana
del barco o como un náufrago que busca la salvación. Aunque este maravilloso
lugar me quita el sueño, me hace mirar en el vacío, darle vueltas y vueltas a
la cabeza. También es donde yo soy yo; es donde mi voz suena auténtica. Las
historias que cuento son la forma en la que proceso el mundo que me rodea. No
es solo que me gusta narrar, es que todo lo que vivo, veo e imagino lo paso por
el filtro narrativo de mi cabeza. Si intentara dejar de escribir, lo seguiría haciendo
mentalmente, sin papel. Y esto sería como dejar de respirar y seguir caminando.
No duraría mucho y volvería a garabatear las hojas con las ideas locas y sin
sentido, pero que son las semillas de las historias que esperan por ser
contadas. Además, para mí escribir es un acto de memoria y resistencia. Quiero
dejar una huella y constancia de algo, aunque sea inventado, para que no
perezca en el tiempo. Escribo para
dar vida a mi imaginación…