Tamara
Al jubilarme me aficioné a pasear a primera hora de la mañana, cuando el pueblo está tranquilo y apacible, las calles desiertas y los pájaros, todavía desperezándose.
El día de hoy prometía ser soleado y con una agradable temperatura. Lo que en el Norte llamamos «un día guapo». El perro de aquel tipo de nuevo meó en mi puerta. Estuve a punto de llamarle la atención cuando sonó el teléfono. Qué raro a estas horas. Reconocí el número de la factoría donde trabajé hasta hace nada.
—Diga.
—Tamara, soy Juan. Ha pasado lo que temías. El horno ha reventado y esto es un infierno. Ya envié un coche para recogerte.
Enseguida marqué el teléfono de mi hijo que, siguiendo mis pasos, también trabajaba ahí. No lo cogió. De camino lo intenté varias veces. Nada.
El coche no me pudo acercar más y tuve que abrirme el paso entre las ambulancias, policía y gente gritando.
Lo que vi, me dejó medio muerta. Montañas de amasijos de metal ardiendo y mi hijo podría estas en algún lugar de este infierno. Volví a llamarle. Una y otra vez. Nada.
Pasaron las horas. He perdido la noción del tiempo ayudando a poner algo de orden en aquel caos. Mi hijo está bien. Mi hijo está bien…
Su cuerpo apareció a la mañana siguiente. En su mano agarraba el teléfono.
Era un día gris y feo. La lluvia lavaba la sal de mis ojos…
Este relato es la precuela del relato «Hola, guapa»
07/05/2023, Gijón