La fuente del tiempo
La vieja fuente, con su canto hipnótico, me dejó adormecida.
De
repente, yo, ya no era yo de ahora, sino una niña, que hacía flotar
los barquitos de papel en el estanque del jardín, detrás de la casa
de los abuelos. Las pequeñas naves de colores se mecían en las olas
y refulgían bajo los rayos de sol, llenándome de alegría y gozo.
Me
encantaba la fuente. Su
agua cristalina rebosaba un pequeño estanque y en el centro, una
figura de un angelito con alas, cubiertas de verdín. Por encima de
su bonita cabeza sostenía un ánfora del cual salía el chorro. Con
el sol, el efecto era mágico: las brillantes gotitas saltaban al
cielo en colores de arcoíris. Parecían piedras preciosas. Pero
cuando yo las tocaba con la mano, solo eran agua…
Han
pasado años. Ahora soy algo mayor. Es verano y hace mucho calor. Me
rio a carcajadas y a mi lado está un chico, pelirrojo y pecoso. Me
dice algo, se mete al estanque e intenta arrancar un nenúfar rosa.
Resbala y se cae al agua. ¡Será payaso! Me siento feliz…
Otro
salto en el tiempo. Esta vez, el mismo pelirrojo, pero ya es un
hombre joven; tartamudea, me mira con sus ojos de color cielo y me
dice que me ama. Se arrodilla y me da un anillo. Su piedra brilla
igual como las gotas de la fuente. Yo le digo que sí…
Un
remolino de años y recuerdos me transporta
a otra época: a mi lado, justo en el borde del
estanque hay un niño
pequeño con el pelo
como fuego y los ojos
verdes. En sus manos,
un barquito de papel. Me
llama «abuela» y me pide que le enseñe a flotar su pequeña nave
blanca. Esta no quiere moverse y los dos nos ponemos perdidos
intentando hacer las olas. Nos morimos de risa. Y por armar tanto
jaleo, aparece
un hombre mayor,
con canas entre su pelo
zanahoria y risa en los
ojos de cielo. En
sus manos trae una
cesta llena de
barquitos de colores…
—Abuela,
ven,
la comitiva ya sale para el cementerio. Mis padres te están
buscando, pero yo sabía que estarías aquí.
Este era también un lugar preferido del abuelo. Lo
echaré de menos. Tenemos
que irnos. Nos esperan.
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