Bailar contigo
Los acordes inconfundibles de un tango, el
olor a puros y café, el murmullo de conversaciones, alguna que otra risa,
acompañada del tintineo de copas, son típicos del Tortoni. La créme de la créme
de la sociedad intelectual argentina se reúne aquí. No es raro ver a Alfonsina
Storni, rodeada de jóvenes postulantes a escritor, o a Jorge Borges, leyendo
sus cuentos. El mismísimo Carlos Gardel es un cliente asiduo. Y otros tantos
que se dedican al oficio literario. Pero yo no vengo aquí por eso. No. Solo quiero
ver bailar a Ella.
Son casi las once de la noche y su pase está
a punto de empezar.
Como una diosa surge detrás de las cortinas
de terciopelo. Su pelo azabache brilla sobre el rojo de su vestido. Las piernas
torneadas, envueltas en medias negras, calzan unos zapatos de tacón. Un chal
con flecos rodea sus hombros y acaricia las caderas. La boca roja con media
sonrisa pide ser besada, pero los ojos negros, matarían a uno si se atreviera a
hacerlo.
Su compañero la sostiene con una fuerza
delicada, llevándola con el movimiento sensual al mundo seductor del tango. Dos
pares de pies, en completa sincronización, encadenan intrincados pasos al son
de la música. Giros, caminatas y ganchos se suceden a lo largo de la
coreografía. La espalda de la bailarina es firme y a la vez, gatuna. Sus brazos
se mueven con gracia y no dejan de abrazar a su pareja. Parecen estar unidos
con los hilos invisibles de la danza.
Yo quiero ser él. Con cada poro de mi piel.
Con cada gota de mi ser. Es mi único deseo. Pero es imposible: la silla de
ruedas ahora son mis piernas. Ir a la guerra tiene su precio. Por lo menos
volví. Muchos no han tenido esta suerte.
A las doce, ella desaparece como la
cenicienta. Su galán se queda a coquetear con las mujeres. Dicen que no son
pareja y es un tremendo alivio para mí. Sí. La amo. Pero desde mi mesa
solitaria, en el rincón más alejado del salón. La llevo en mi corazón antes de
irme al frente en la lejana Europa. Ella es la razón por la que sobreviví y
volví de aquel infierno.
Ahora, como tantas veces, desde hace un año,
en su camerino la espera un ramo de rosas amarillas con una nota: «Eres mi luz en la oscuridad…».
Son casi las once de la noche y su pase está a punto de empezar.
Como una diosa surge detrás de las cortinas de terciopelo. Su pelo azabache brilla sobre el rojo de su vestido. Las piernas torneadas, envueltas en medias negras, calzan unos zapatos de tacón. Un chal con flecos rodea sus hombros y acaricia las caderas. La boca roja con media sonrisa pide ser besada, pero los ojos negros, matarían a uno si se atreviera a hacerlo.
Su compañero la sostiene con una fuerza delicada, llevándola con el movimiento sensual al mundo seductor del tango. Dos pares de pies, en completa sincronización, encadenan intrincados pasos al son de la música. Giros, caminatas y ganchos se suceden a lo largo de la coreografía. La espalda de la bailarina es firme y a la vez, gatuna. Sus brazos se mueven con gracia y no dejan de abrazar a su pareja. Parecen estar unidos con los hilos invisibles de la danza.
Yo quiero ser él. Con cada poro de mi piel. Con cada gota de mi ser. Es mi único deseo. Pero es imposible: la silla de ruedas ahora son mis piernas. Ir a la guerra tiene su precio. Por lo menos volví. Muchos no han tenido esta suerte.
A las doce, ella desaparece como la cenicienta. Su galán se queda a coquetear con las mujeres. Dicen que no son pareja y es un tremendo alivio para mí. Sí. La amo. Pero desde mi mesa solitaria, en el rincón más alejado del salón. La llevo en mi corazón antes de irme al frente en la lejana Europa. Ella es la razón por la que sobreviví y volví de aquel infierno.
Ahora, como tantas veces, desde hace un año, en su camerino la espera un ramo de rosas amarillas con una nota: «Eres mi luz en la oscuridad…».
07/09/2023,
Trabada, Lugo